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—La encantadora capital de Blode, en el corazón del territorio ogro —siseó Rikali, y su sarcástica voz sonó menos mordaz que de costumbre. La mujer se acercó más a Dhamon—. ¿Qué pueden tener los ogros que tú quieras, amor? Y ¿por qué no me has hablado de ello?

—Porque no puedes guardar un secreto, querida Riki.

—Ahora pongámonos a trabajar —aconsejó Maldred—. Y recordad, tened cuidado. —Salió a rastras de detrás del peñasco y descendió aún más al valle, intentando ocultarse tras los afloramientos rocosos y grandes agujas mientras avanzaba.

Se detuvo para acuclillarse entre un par de columnas naturales de granito que estaban salpicadas de pedazos de aguamarinas. Tras echar una ojeada alrededor, hundió las puntas de los dedos en un trozo de tierra suelta que había entre ellas. Un zumbido de tono agudo brotó de las profundidades de su garganta y resonó musicalmente en las columnas a modo de acompañamiento del viento. Sus dedos removieron el polvo y, de repente, su mano derecha empezó a escarbar, cavando un agujero para dejar al descubierto un trozo de raro topacio rosa tan grande como su puño. Lo apartó hacia un lado y siguió con su tarareo y su excavación, encontrando más y más trozos, manteniendo el hechizo hasta que ya no pudo más. Apoyándose en una columna para recuperar energías, tomó un buen trago de su odre, vaciándolo prácticamente. A continuación abrió un saco de lona y lo llenó con cuidado con los preciosos cristales que había desenterrado.

Trajín marchó en otra dirección, pero asegurándose de tener al hombretón al alcance de la vista para sentirse seguro. El kobold era lo bastante menudo para ocultarse con facilidad detrás de rocas que sobresalían del suelo, y recogía pedazos de cristal mientras avanzaba, girándolos entre los dedos en busca de imperfecciones, para desechar sin una vacilación a los que no cumplían sus considerablemente severos criterios. Los bolsillos de sus calzas azules no tardaron en estar a punto de reventar, bastante antes de que empezara a llenar sus sacos de lona.

—Yo sé lo que es valioso, amor —dijo Rikali, indicando a Dhamon que la siguiera—. Desde luego también lo saben Mal y Trajín. Por mi vida, que todo esto es tan maravilloso. —Le cogió la mano, arañando suavemente con sus afiladas uñas la palma, y tiró de él en dirección sur—. Todo esto tiene valor, pero algunos cristales son superiores.

Señaló una hendidura, y hacia ella se encaminaron a toda prisa. Parcialmente oculta en las sombras, la semielfa aspiró con fuerza, considerando el aire mucho más fresco en ese lugar, y apoyó la espalda contra el pecho de Dhamon, girando la cabeza de derecha a izquierda para observar cómo danzaban los colores.

—Es una suerte que Mal no me dijera que veníamos aquí —confesó—. Realmente no habría seguido adelante. No le mentía. Ni siquiera te habría seguido a ti hasta aquí, Dhamon Fierolobo. —Le sonrió ampliamente—. Pero me alegro de que estemos aquí. Maravilloso. No creo que los enanos deban tener todo esto para ellos solos, ni tampoco creo que deban tenerlo los ogros. Ninguna de esas criaturas de aspecto horrible pueden apreciar realmente su belleza. Son gentes belicosas y mezquinas, ya lo creo, y no se merecen algo tan exquisito como esto.

Dhamon no había hablado desde que el sol había ascendido, pues seguía hipnotizado ante la visión de sus ojos.

—Y ¿qué es eso de usar toda esta riqueza, bueno, la mayor parte de ella al menos, para comprar algo especial para ti? —Rikali le dio un fuerte codazo para romper el hechizo—. ¿Qué puedes querer más que esto? —Hizo un ademán con la mano—. Dime, amor. No deberías tener secretos para mí.

—Una espada.

La mujer calló, claramente sorprendida por la respuesta.

—¿Una espada nos va a hacer a todos ricos? —Escupió al suelo y sacudió la cabeza—. Tienes una espada. Una muy bonita que robaste en ese hospital. Y que vale una buena cantidad de acero, desde luego.

—Una espada mejor.

—No existe espada por la que valga la pena renunciar a estas gemas. —Dhamon le lanzó una aguda mirada. Ella continuó—: Bien, ¿dónde está esta espada? Podría ayudarte a robarla. Nos introduciríamos en el campamento ogro en el que esté y saldríamos de él sin que nadie se enterara. Y entonces tú tendrías tu vieja espada y nosotros conservaríamos todas estas piedras preciosas.

—Robarla sería demasiado arriesgado.

¿Más arriesgado que esto? indicó la expresión de su rostro. Movió el labio inferior.

—Tiene que ser un campamento ogro muy grande. ¿Y no podrías haberme contado todo esto? La verdad es que no me gusta que tengas secretos para mí. Yo no te oculto nada, Dhamon Fierolobo. Jamás lo hago. —Se volvió para mirarlo cara a cara—. Pero es que tú no eres otra cosa que un cúmulo de secretos, ¿no es cierto, amor?

Los ojos del hombre no parpadearon, y eran tan oscuros que ella apenas podía distinguir las pupilas. Misteriosos y rebosantes de secretos, desde luego valía la pena perderse en ellos, pensó. Los ojos del hombre podían atrapar los suyos con tanta fuerza como cualquier manilla, reteniéndolos hasta que él quisiera romper el instante. La semielfa deseó que la mirara ahora.

Rikali también deseaba que su compañero estuviera tan prendado de ella como lo estaba de esos cristales. Por fin sus ojos se encontraron con los de ella, y Dhamon empezó a hacerle cientos de preguntas; no sobre ella, sino sobre ese lugar. Intentaba mantener la mente apartada de su pierna, se dijo ella con un suspiro.

—Es un producto de la Guerra de Caos —explicó ella—, o, al menos, eso se cuenta en las tabernas. —La semielfa movió la cabeza para indicar unas gemas que sobresalían del suelo. Se detuvo para recogerlas; las examinó y las introdujo en el bolsillo, desechando sólo unas pocas—. Afirman que durante la guerra este valle se llenó a reventar de cristales inestimables. Oh, enanos y ogros habían extraído minerales con anterioridad, encontrando algunos ópalos y plata de vez en cuando y peleando por ellos, principalmente porque luchaban para expandir sus propios territorios. Pero no había una auténtica razón para que todas estas piedras preciosas salieran a la superficie cuando lo hicieron. Imagino que debieron de hacerlo los dioses antes de marchar, querrían dar a enanos y ogros un motivo por el que pelear. —Agitó la mano y suspiró—. Es tan hermoso.

—Y…

La voz de Dhamon surgió cascada pues su garganta estaba cada vez más seca. Rikali tenía razón. La escama de la pierna había empezado a escocerle, y para luchar contra esa sensación, se concentraba en los relucientes cristales a fin de mantener la mente ocupada, intentando fijar la atención en la voz de su compañera.

—Los enanos reclamaron el valle, desde luego, y los ogros también lo hicieron; como Maldred dijo. Pero este agujero pedregoso se encuentra en Thoradin, que es territorio enano. Ahora bien, Blode rodea Thoradin como un guante. Y los ogros gobiernan todo Blode. Así que quién sabe, o le importa, a quién pertenece en realidad. —Cerró la mano alrededor de un pedazo de topacio—, Pero, como Mal podrá contarte, hay muchos más enanos que ogros y, además, los ogros tienen la preocupación añadida de la hembra de Dragón Negro y su creciente pantano. De modo que los diminutos enanos están ganando esta particular guerra territorial. Y según todos los relatos que he oído, los enanos realmente poseen un ejército que custodia este lugar. Codiciosos tipejos peludos. —Escupió en el suelo—. Estoy harta de enanos, ya lo creo.

—¿Qué hacen con todas estas gemas? —Dhamon obligó a las palabras a salir, rechinó los dientes y apretó los puños.

—Los enanos exportan piedras preciosas y minerales a Sanction y Neraka y cada vez se enriquecen más. Son unos rufianes avarientos, ya lo creo. Pero tienen cuidado de no extraer demasiado de una sola vez, para mantener el precio de las gemas y esas cosas terriblemente elevado. Si sacan demasiadas al mercado, las piedras preciosas no valen tanto… oferta y demanda y todo eso, ya sabes.