Su compañero asintió. Estaba sinceramente interesado en el relato de Rikali, pero cada vez le resultaba más difícil escucharla. La pierna le ardía, y el tamborileo de su cabeza inundaba sus oídos.
—La gente corriente se mantiene alejada de aquí, y por un buen motivo. Amigos míos me hablaron de cadáveres de intrusos distribuidos por la entrada del valle. Algunos retorcidos y mutilados, a los que sus parientes apenas reconocían. Cabezas clavadas en postes. —Se estremeció y torció el gesto—. No quiero morir, amor, pero de haber sabido que las historias no le hacían justicia a este agujero en el suelo, habría arriesgado la vida una docena de veces antes de ahora. Por esto vale la pena correr el riesgo.
Volvió a agacharse, y sus dedos de uñas afiladas escarbaron en los guijarros a sus pies. Con una risita nerviosa, arrancó un cristal de cuarzo rosa del tamaño de un albaricoque. Rikali lo alzó para que el sol se reflejara en sus facetas naturales, contuvo la respiración y lo contempló fijamente unos instantes; luego soltó el aire con un sordo silbido e introdujo la piedra a toda prisa en su bolsillo.
—No es especialmente valioso, ése, un poco lechoso. Pero tiene un tono bonito, y lo imagino tallado adecuadamente y bien pulido y colgado de una cadena de oro alrededor de mi cuello. Sígueme y te mostraré cómo reconocer las buenas piezas, las que pueden tallarse mejor. Te enseñaré cómo imaginarlas talladas y más hermosas de lo que son ahora. Te mostraré cómo buscar defectos.
Dhamon no se movió. Se había encajado en la grieta y cerrado con fuerza los ojos.
—Te alcanzaré, Riki —consiguió jadear—. Adelántate y encuentra los mejores cristales.
La semielfa dejó de parlotear y sus hombros se hundieron; se acercó más a él y le rodeó la cintura con los brazos.
—Has conseguido pasar casi cinco días, amor, sin uno de estos ataques. Algún día vencerás. —Lo abrazó con fuerza y sintió que su cuerpo temblaba, mientras una compasiva lágrima resbalaba por su rostro—. Conseguirás vencerlo —le dijo—. Lo sé. Todo irá bien. Toma, concéntrate en esto.
Sostuvo la rosada gema frente al rostro del hombre, haciéndola girar a un lado y a otro como si quisiera hipnotizarlo. Él intentó concentrarse en ella, contemplándola fijamente sin parpadear, al tiempo que se decía lo bellas que eran la piedra y Rikali, lo hermoso que era ese valle. Pero el calor creciente que sentía en la pierna, estaba condensado en la escama, y era en cierto modo peor, diferente de otras veces.
Intentó tragar saliva, pero descubrió que su garganta se había secado por completo. Intentó moverse y se dio cuenta de que estaba paralizado, que sus piernas se iban quedando sin fuerzas.
—¿Amor? —inquirió la semielfa.
Dhamon extendió la mano hacia el muslo, donde la escama quedaba cubierta por los caros pantalones negros que había obtenido del robo a los comerciantes.
—¡Ah! —Retiró los dedos a toda velocidad. ¡Estaba caliente, prácticamente hirviendo! Y se dobló por culpa del dolor—. Riki… —fue todo lo que consiguió articular.
—Estoy aquí —la mujer olvidó las piedras preciosas y le rodeó los hombros con los brazos, al tiempo que rozaba su mejilla con los labios—. Aguanta. Aguanta.
Dhamon se mordió el labio inferior, maldiciéndose a sí mismo por actuar como una criatura lastimada. En la boca notaba un sabor acre del que no podía deshacerse, y sus pulmones ardían. Alzó los ojos para poder ver por encima del hombro de la mujer, en un intento de localizar algo en qué concentrarse… cualquier cosa en la que ocupar la mente y reducir el dolor.
Entonces, de improviso, su mente se vio inundada por una imagen y, como en un sueño, vio frente a él un muro de relucientes escamas de bronce que le devolvían el reflejo de su rostro. Cientos y cientos de Dhamones Fierolobos. Y todas aquellas caras estaban retorcidas de dolor.
—Riki… —repitió, alzando la mano y volviéndole el rostro al tiempo que señalaba—. ¿Lo ves? ¿Las escamas? ¿El dragón?
La semielfa alzó la mirada con un escalofrío, y sus ojos divisaron algo no en el aire frente a ella, donde los ojos de su compañero permanecían fijos, sino muy alto en el cielo.
—¡Cerdos, amor! ¡Hay un dragón! Muy alto en el cielo. Es difícil de distinguir. No lo habría visto si tú no lo hubieras…
Ella señaló y Dhamon lo vio, al tiempo que la imagen de su mente se desvanecía. El hombre entrecerró los ojos para mirar al brillante cielo veraniego y vio la figura que describía un arco sobre el valle, descendiendo y luego elevándose más y más y más, hasta que finalmente desapareció de la vista.
Un segundo después, el insoportable dolor de su pierna se disipó.
—Era un Dragón de Bronce, Riki.
—Estaba demasiado alto para ver de qué clase era, el sol brillaba con mucha fuerza —respondió ella, ladeando la cabeza.
—Era un Dragón de Bronce —repitió él.
—¿Cómo lo…?
—Lo sé, eso es todo.
Instantes después salían de la hendidura, Dhamon un poco vacilante pero dispuesto a realizar su parte en la recolección de cristales.
Decidida a mantener los pensamientos de su compañero alejados del extraño episodio, Rikali sacó una daga ondulada de su cinturón, que había cogido al ergothiano que había matado, y la usó para arrancar pedazos de peridoto verde. Alzó una de las preciosas gemas a la luz y empezó a explicar a Dhamon, con la habilidad de un gemólogo, cosas sobre imperfecciones y coloración en el material en bruto.
* * *
Entrada la mañana del segundo día, Trajín estaba sentado frente a un trozo de cuarzo amarillo claro con forma de redondeada lápida sepulcral, y su larga y plana faceta reflejaba el semblante perruno de la criatura como si el kobold se mirara en un espejo de color.
El ser estiró el cuello a un lado y otro, admirando sus diminutas y rugosas facciones, luego hizo una mueca de disgusto al ver el reflejo de los pájaros y setas bordados de sus ropas.
—Ropa de criatura —siseó—. Llevo ropa de bebé humano. —Al cabo de un instante, su mueca de desagrado se convirtió en una amplia sonrisa, que dejó al descubierto sus desiguales y amarillentos dientes puntiagudos—. Un bebé —musitó—. Cuchi-cuchi.
Empezó a canturrear una tonada chirriante y desafinada, mezclada con esporádicos y sonoros gargarismos, y sus dedos recubiertos de escamas empezaron a bailotear en el aire, como si dirigiera una orquesta invisible. El aire que lo rodeaba se iluminó, el calor se alzó del suelo y el brillo lo envolvió como un capullo, hasta que unas motas centelleantes y refulgentes empezaron a juguetear sobre sus mejillas, creciendo y parpadeando cada vez más brillantes. Se tragó una risita, pues la sensación del hechizo le producía cosquillas, y luego aumentó el ritmo de su extraña melodía. Finalmente, la música se detuvo y las motas desaparecieron, y el único sonido que quedó fue el del viento susurrando sobre los cristales como lejanas campanillas. En la acristalada superficie del trozo de cuarzo vio el rostro querúbico de un niño humano con finos cabellos rubios y sonrosadas mejillas. La criatura abrió la boca para mostrar dos dientes superiores que empezaban a abrirse paso a través de unas encías rosadas.
—¡Cuchi-cuchi! —Trajín se introdujo el pulgar en la boca, parpadeó y se retorció alegremente.
»Cada vez lo hago mejor —se felicitó el kobold—. Ojalá Maldred pudiera verme. —Giró el cuello para asegurarse de que el hombretón seguía a la vista—. ¡Realmente bien! —No tardó en volver a canturrear, olvidada su tarea de recoger piedras preciosas por el momento a favor de la magia; minutos más tarde, fue un enano gully de expresión alelada lo que se reflejó en el cristal—. Fien, qué es lo que safes —dijo, imitando el sonido nasal de la forma de hablar de los gullys. A continuación fue un anciano kender con profundas arrugas y un impresionante copete gris el que apareció—. Por desgracia dejé mi jupak en el carro. Completaría la imagen.