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Sin embargo, por mucho que lo intentara, el kobold no conseguía cambiar el aspecto de las ropas. Experimentó para averiguar cuánto tiempo podía mantener un rostro, adivinando que habían transcurrido casi diez minutos antes de que su rostro rugoso reapareciera.

—Desde luego estoy mejorando mucho —declaró—. ¿Ahora qué? Humm. Ya lo sé.

Volvió a concentrarse, canturreando algo que sonaba como un canto fúnebre mientras sus dedos se retorcían en el aire a lo largo de su mandíbula. Las motas centellearon con una luz más oscura, concentrándose alrededor de su frente, que se iba ensanchando, y la mandíbula que parecía fundirse sobre sí misma y ampliarse. Los ralos mechones de rojizos cabellos que colgaban de su barbilla se multiplicaron y espesaron, creciendo y formando una espesa barba castaña. Unas gruesas cejas aparecieron sobre los ojos que se agrandaban y tornaban azules como los zafiros que había introducido en su saco de lona una hora antes. La nariz de Trajín se hinchaba, para adoptar el aspecto bulboso de una enorme cebolla, y la piel cubierta de escamas se tornaba de un rubicundo color carne que resaltaba sus despuntados dientes blancos. Cuando la metamorfosis se completó, en el cristal se reflejaba la imagen de un enano rechoncho.

—Mala suerte que Rikali no pueda verme —dijo pensativo—. Dice que está harta de enanos. Esto le arrancaría una buena carcajada.

Los ojos de la imagen se abrieron sorprendidos, y Trajín tragó saliva. Por encima de su rostro reflejado en el espejo estaba la imagen de un enano auténtico, uno que mostraba unos entrecerrados ojos gris acero, y cuyos gruesos dedos rodeaban el mango de un hacha de armas que descendía con fuerza hacia él.

—¡Mal! —balbuceó el kobold al tiempo que se apartaba a toda velocidad.

El enano había dejado caer el arma con fuerza y erró el blanco por apenas unos centímetros, golpeando en su lugar la gema y haciéndola añicos. Los fragmentos acribillaron al kobold en tanto que su imagen se disolvía como mantequilla. La criatura volvió a rodar, chillando con voz aguda cuando el hacha hendió su abombada manga.

—¡Mal! ¡Tenemos compañía, Mal!

El kobold se incorporó de un salto y empezó a gatear ladera abajo, con los pies resbalando sobre la grava mientras avanzaba. Un proyectil silbó por encima de su cabeza cuando se agachó tras una aguja de hornablenda, y arriesgó una ojeada al otro lado.

—So… son cuatro —tartamudeó—. Cuatro enanos furiosos. Y yo sin mi jupak.

* * *

—Éste debe de pesar casi tres libras, ¿no? —Rikali arrojó al aire un cristal en forma de pera que mostraba un uniforme color amarillo claro.

—¿Qué es?

Dhamon lo atrapó, lo sopesó en su palma y luego lo depositó con cuidado en su saco de lona. Utilizaba los pedazos de una capa hecha jirones para envolver los cristales de modo que no chocaran entre sí y se desportillaran. A sus pies descansaban tres sacos de lona llenos, y había casi tres docenas más de enormes sacos cargados ya en el carro.

—Citrino —respondió ella—. Una clase de cuarzo. No es tan valioso como algunas de las otras cosas que hemos cogido, pero ésa quedará espléndida una vez tallada. De todos modos, es más valiosa debido a su tamaño.

—¿Cómo aprendiste tantas cosas sobre gemas?

—Dhamon Fierolobo —sonrió la semielfa, henchida de orgullo—, a una edad muy temprana decidí que no iba a ser pobre como mis padres. Así que me uní a una pequeña cofradía de ladrones. Mi padre… mis padres eran ambos semielfos… De todas maneras, mi padre me repudió, ya lo creo, no es que a mí me importara. Dijo que no aprobaba la forma en que me ganaba la vida. Mi gente era horriblemente pobre, y apenas se ganaban la vida como pescadores en un pueblo en la costa de bahía Sangrienta. —Meneó la cabeza como si arrojara lejos un recuerdo inoportuno, sin rastro de remordimiento en sus ojos—. La cofradía me instruyó en todo lo que era importante para conseguir hacerse rico. Cosas tales como el modo de reconocer las piedras buenas, cómo saber qué casas es más probable que estén repletas de las cosas más valiosas, dónde traficar con objetos robados, cómo robar carteras y cortar bolsas de monedas del cinturón de una persona. Seguiría con ellos de no haber intentado robarle la cartera a Mal cuando éste paseaba con todo su gran corpachón por los muelles de Sanction. Me atrapó, ya lo creo, y se hizo cargo de mí y me enseñó otras cosas, como el modo de robar los carros de los comerciantes y a los bribonzuelos y a cambiar siempre de lugar. Ya no crecen raíces en las plantas de mis pies, tampoco debo darle un porcentaje a la cofradía. —Estudió su rostro unos instantes—. ¿Por qué no me lo habías preguntado antes?

—Supongo que no sentía curiosidad —respondió él, encogiéndose de hombros.

La mujer desechó un trozo resquebrajado de ópalo, recogió otro gran fragmento de citrino y se lo pasó.

—Me pregunto qué tal le irá a Mal —reflexionó, mirando al otro lado de un afloramiento de yeso para buscar al hombretón—. Ahí está. Ahí abajo.

Contempló a Maldred un momento, disfrutando de la visión qué ofrecía su sudoroso cuerpo fornido, luego agitó la mano. Pero el hombre no miraba en su dirección, tenía los ojos alzados y desviados a la derecha, y su mano se dirigía hacia la enorme espada sujeta a su espalda.

—Problemas —siseó la semielfa, volviendo la cabeza para ver qué era lo que había llamado la atención de su camarada—. Trajín se ha metido en más problemas. Es un inútil.

Dhamon pasó corriendo junto a ella, rodeando las agujas de yeso al tiempo que soltaba su saco de gemas y sacaba la espada que llevaba al cinto.

* * *

Maldred llegó junto a Trajín justo en el momento en que hacían su aparición otros dos enanos.

—Media docena —gruñó el hombretón—. Y vendrán más si no los eliminamos deprisa. De todos modos podría haber más de camino. —Evaluó inmediatamente a sus adversarios—. Quédate agachado —indicó al kobold.

Enseguida se encontró esquivando proyectiles disparados por las ballestas de los enanos, moviendo la espada de un lado a otro para detener algunos que golpeaban contra la hoja mientras él gateaba por la grava suelta y las gemas. Cuando estuvo más cerca, se echó la espada al hombro, se agachó y recogió un puñado de piedras, echando el brazo atrás para arrojarlas contra el enano más próximo. Varias dieron en el blanco, y uno de los atacantes soltó su ballesta y se frotó los ojos con energía.

Los otros sacaban ya las hachas de guerra que llevaban sujetas a la cintura y se disponían a enfrentarse al ataque de Maldred. Este gritó mientras acortaba distancias:

—¡No tenéis la menor posibilidad contra mí! ¡Soltad las armas y os perdonaré la vida!

El más corpulento del cuarteto lanzó una sonora y profunda carcajada, que sólo interrumpió cuando Maldred llegó hasta ellos, balanceando la enorme espada. El arma partió prácticamente en dos al enano que estaba al mando, y luego el gigante echó hacia atrás la espada y la dejó caer para cortar el brazo de otro enano. El que había reído de buena gana empezó a gatear colina arriba, pidiendo ayuda, mientras los restantes enanos rechinaron los dientes y uno aulló:

—¡Muere, intruso!

—La vida es preciosa —dijo Maldred mientras echaba de nuevo el arma hacia atrás, con los músculos en tensión y las venas a punto de reventar—. Sois muy estúpidos al desperdiciarla.

Los enanos estaban ya muertos cuando Dhamon llegó junto al hombretón. El guerrero envainó su espada, se arrodilló y arrancó de un tirón una tira de cuero que rodeaba el cuello de uno de los enanos. Colgando de ella había un diamante enorme y bellamente tallado, el más grande que había visto nunca. Dhamon se lo colgó al cuello y empezó a registrar los otros cuerpos, recogiendo piedras talladas montadas en oro y plata que fue introduciendo en sus bolsillos. El hombretón entretanto se protegía los ojos de la luz de los cristales de las rocas y extendía el cuello para mirar montaña arriba, en busca del enano que había huido.