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—No puedo ver con este resplandor. Pero sé que no tardaremos en tener visitas —dijo a Dhamon.

—Sí. Cojamos lo que hemos reunido y salgamos de aquí. Y hagámoslo deprisa. Desde luego tenemos más que suficiente para comprar la espada. Podríamos comprar todo Bloten, sospecho, con lo que hemos obtenido.

Trajín agarró sus sacos, forcejeando bajo el peso mientras ascendía despacio por la ladera. Maldred volvió veloz la mirada hacia su zona de recogida, donde aguardaban cuatro abultados sacos.

—Muy deprisa —añadió para sí.

Dhamon giró veloz y se encaminó hacia sus propios sacos, observando que Rikali seguía introduciendo gemas en uno de ellos; sus brazos eran prácticamente una mancha borrosa, y la túnica estaba pegada a la espalda por el sudor. Trepó por rocas y agujas y, cuando se encontraba casi junto a la mujer, dos proyectiles con punta de metal hendieron el aire; uno silbó junto a su hombro y rasgó su manga, y el otro se incrustó en su muslo derecho para a continuación ir a parar a la escama fijada allí.

Gritó sorprendido, al tiempo que caía de espaldas y se agarraba la pierna.

Quítate la escama, y morirás, oyó decir al caballero negro muerto hacia ya tanto tiempo. Luego el caballero desapareció y él se encontró retorciéndose en la ladera del valle de Caos. Profirió un gemido, largo y turbador, que arrancó un ahogado sollozo a la semielfa.

La mujer se arrojó sobre él, cerrando los delgados dedos sobre la saeta para tirar con suavidad.

—¡Maldred! —llamó—. ¡Por mi vida, Mal, ayúdame! —Siguió tirando, sin prestar atención a la docena de enanos que habían disparado sus últimos proyectiles y corrían ahora ladera abajo en dirección a ella y a Dhamon—. ¡Maldred!

El herido dio una boqueada. Todo lo que sentía era un calor intenso y un dolor insoportable que ocupaba cada centímetro de su cuerpo y lo convertía en un horno humano.

—¡Maldita escama!

En unos instantes, los enanos alcanzaron a la pareja, con las relucientes hachas alzadas, dispuestos a matar a los dos intrusos. Rikali intentó escudar a su compañero.

—Dije que íbamos a morir, amor —murmuró mientras la primera hacha descendía…

Y chocó con el sonido metálico de la espada alzada de Dhamon. A pesar del dolor, había conseguido arrastrarse lejos de ella y ponerse en pie.

—No voy a morir hoy —dijo a la semielfa mientras la apartaba.

Movió el arma veloz de un lado a otro y atravesó con la punta la muñeca de un enano. Maldred corrió a su lado, y el hombretón no lanzó ninguna advertencia a sus adversarios en esta ocasión, sino que se abrió paso entre ellos y empezó a blandir su espada.

—¡Únete a nosotros, Riki! —chilló—. ¡Cuando quieras, por favor!

La semielfa se incorporó y sacó su daga de hoja ondulada, que clavó profundamente en la garganta de un enano que iba hacia ella, uno que equivocadamente había decidido que luchar contra la mujer era una empresa más fácil que hacerlo contra Maldred o Dhamon.

Todos los enanos iban bien protegidos con armaduras a pesar del calor del verano, y cuando la semielfa arrancó su arma y se encaminó hacia otro adversario, tuvo que buscar una brecha en sus defensas, hundiendo la hoja en las junturas de las gruesas placas de metal.

Tres yacían muertos a los pies de Maldred y Dhamon antes de que uno de ellos consiguiera herir al hombretón. El más alto de los enanos hundió profundamente su arma en el brazo del gigante, arrancándole un gemido. La enorme espada cayó al suelo con un ruido metálico, al verse Maldred incapaz de sostenerla con las dos manos, pues el brazo herido colgaba inerte contra el costado.

Dos enanos se lanzaron entonces al ataque y alzaron sus hachas, pensando que el colosal humano sería ahora un blanco fácil. Sin embargo, el brazo sano de Maldred salió despedido al frente, y sus inmensos dedos se cerraron sobre el mango de un hacha de guerra y la arrancaron del puño de su propietario. Sin detenerse, el hombretón echó el arma hacia atrás y la descargó sobre el otro enano, hendiendo su casco e incrustándola en su cráneo. Liberó el hacha de un tirón al tiempo que su víctima se desplomaba y la blandió contra su anterior propietario, al que derribó.

Dhamon eliminó a un enano introduciendo su espada por una abertura de la armadura bajo el brazo de su oponente. Soltando con dificultad su arma, recogió el hacha del enano muerto y la balanceó con energía a un lado y a otro, clavándola en el cuello de otro adversario y lanzando un chorro de sangre por los aires. Muertos sus atacantes más inmediatos, se dedicó a recuperar el espadón y hundió el hacha en el pecho de un cadáver mientras llegaban más enanos.

Aunque las probabilidades empezaban a estar en su contra, los enanos restantes no mostraban señales de retirarse, excepto uno que descubrió que su barba estaba en llamas, por cortesía de Trajín que acababa de aparecer en escena. El kobold sonrió malicioso y gritó a Rikali que su hechizo de fuego era toda una bendición, pero la semielfa no le hizo caso y dedicó todos sus esfuerzos a rechazar el ataque de un enano particularmente achaparrado que llevaba un amplio surtido de medallas sujeto a la armadura.

Maldred eliminó a un adversario y, cuando se preparaba para acabar con otro, el suelo empezó a estremecerse bajo sus pies. Al principio fue un temblor suave, pero adquirió fuerza con rapidez, y en cuestión de segundos incluso la ágil Rikali tenía que esforzarse para permanecer en pie.

Dhamon embistió con su arma el muslo de uno de sus oponentes, pero enseguida sintió que el puño de la espada empezaba a resbalar de sus dedos sudorosos. Dedicó todos sus esfuerzos a sostener el arma y, tras liberarla de un tirón, la envainó al tiempo que sentía cómo sus pies perdían el equilibrio en aquel suelo en movimiento. Instantes después sus piernas se doblaron bajo su peso, y cayó rodando por la ladera, incapaz de protegerse de las agujas contra las que chocaba en su loca carrera. Trajín se dejó caer al suelo y pasó uno de sus larguiruchos brazos alrededor de una roca que no parecía irse a ninguna parte, mientras el otro brazo salía disparado para agarrar uno de sus sacos de piedras preciosas. Los enanos y Maldred salieron peor parados, pues no consiguieron mantener el equilibrio y se unieron a Dhamon en un atropellado descenso en dirección al fondo del valle.

—¡Dhamon! —chilló Rikali, y resbaló tras él, haciendo todo lo posible por esquivar las rocas que rodaban por la ladera, sin poder evitar un grito cada vez que alguna piedra afilada que parecía surgir de la nada le golpeaba los brazos y las piernas.

La falda de la montaña retumbó y aparecieron grietas en las rocosas pendientes: pequeñas al principio, como finas venitas bajo la piel, para ensancharse hasta parecer afiladas fauces de monstruos. Dos de los enanos aullaron aterrorizados al ser tragados por una de las crecientes fisuras.

Rikali notó que el suelo cedía bajo sus pies al tiempo que se escurría en el interior de una de las simas cada vez más grandes. Sus delgadas manos se agitaron violentamente hasta que sus dedos localizaron una afilada protuberancia rocosa, y se sujetó con fuerza mientras su cuerpo era lanzado contra la superficie rocosa, y el choque la dejaba sin respiración. Tosió y parpadeó con furia al tiempo que una nube de polvo se depositaba en la sima, amenazando con asfixiarla, luego lanzó una ahogada exclamación de terror al ver que el suelo empezaba a sellarse. Se impulsó hacia lo alto de la temblorosa superficie de piedra de un modo instintivo, hallando rincones en los que introducirse que una persona corriente pasaría por alto. Se incorporó por fin sobre el borde y rodó lejos justo en el instante en que la fisura retumbaba por última vez y se cerraba.