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—¡Dhamon! —aulló, pero no pudo oír su propia voz.

Todo lo que se oía era el eco del terremoto, tan potente que resultaba doloroso para su fino oído. Volvió a descender a trompicones por la ladera, pateando grava y pedazos de cristal, y su corazón dio un vuelco cuando descubrió el cuerpo de su compañero incrustado entre un par de columnas de granito. Maldred se aferraba a uno de los pilares con el brazo sano, con los ojos cerrados ante la avalancha de rocas.

A los otros enanos que habían caído rodando por la falda de la montaña no se los veía por ninguna parte. Sólo un casco aparecía cómicamente colgado en lo alto de una aguja de yeso. Trajín se hallaba por encima del lugar donde estaba Rikali, sujeto aún a su medio enterrada roca con una mano, mientras con la otra agarraba con fuerza un saco de piedras preciosas. La semielfa se había precipitado hacia las columnas y se asía con fuerza, soportando las piedras como puños que la azotaban y el terremoto hasta que éste finalizó misericordiosamente.

Se dejó caer junto a Dhamon, jadeando para conseguir aire fresco.

—¿Amor? —Apenas oyó su voz, tal vez sólo la imaginó, y las lágrimas corrieron por su rostro cuando lo palpó y sus manos quedaron ensangrentadas—. ¿Amor? Por favor, oh, por favor. —Sollozando, apoyó la cabeza sobre el pecho del hombre y posó una mano sobre su boca, con la esperanza de localizar alguna señal de respiración—. ¡Está vivo! —gritó un instante después a Maldred, que se apartó lentamente de la columna y cayó de rodillas.

El hombretón estaba malherido, con un brazo colgando inerte y la manga cubierta de sangre. Pero la semielfa no comprendió hasta qué punto estaba maltrecho, pues su preocupación por Dhamon tenía prioridad.

—¡Ayúdame, Mal! —insistió—. ¡Dhamon está grave!

Rikali volvió a forcejear con el proyectil, que se había roto y sobresalía sólo unos centímetros por encima de la escama del muslo del hombre. Sus afiladas uñas estaban rotas, y sus dedos sangraban.

—¡No puedo arrancarlo, Mal!

Maldred le apartó las manos y, con la mano sana, desgarró los pantalones de su compañero para dejar totalmente al descubierto la escama. Luego lanzó un gruñido y con un considerable esfuerzo extrajo el proyectil partido.

—¿Qué hacemos, Mal? Me temo que se está muriendo. —Sus manos revolotearon sobre el rostro y pecho del herido—. Ayúdalo. Lo amo, Mal. Realmente lo amo. No dejes que muera.

—No se está muriendo, Riki.

El hombre sacudió la cabeza, luchando contra una oleada de vértigo que amenazó con arrollarlo y lanzarlo rodando hasta el fondo del valle. El costado de la camisa iba adquiriendo un oscuro color rojo. Había perdido bastante sangre, y su brazo herido estaba tan entumecido que no podía moverlo.

—En realidad, no parece que esté herido en absoluto. Sólo inconsciente. —Señaló un corte en la frente de Dhamon—. Se golpeó contra una piedra y perdió el sentido. Se pondrá bien. Yo, por el contrario…

—Posees magia. Te he visto arreglar cosas. Puedes curarte a ti mismo, sé que puedes. Asegúrate de que Dhamon esté bien. Por favor.

—Bueno, puedo arreglar cosas, Riki. Pero nada que esté vivo. —Su mano rozó la escama, el pulgar centrándose en la pequeña herida—. Apostaría a que la saeta estaba hechizada —dijo—, de lo contrario no habría atravesado esto. Menos mal que no han ensartado a nadie más.

—No me importa cómo estuviera esa maldita cosa —maldijo Rikali—. Hechizada. Un disparo afortunado. Salgamos de aquí. Por favor. Marchemos y todo irá bien. ¿No es cierto?

—A mí también me importa él, Riki —dijo Maldred, con una voz demasiado apagada para que ella pudiera oírla. Echó una ojeada ladera arriba para asegurarse de que Trajín seguía allí y de que no habían llegado más enanos; luego bajó la mirada hacia Dhamon y observó que brotaba sangre del agujero de la escama—. Bien, bien. Tal vez pueda arreglar esto. Pero tal vez lo que debería hacer es arrancar esa maldita escama.

—¡No! Si lo haces sin duda moriría. Te ayudaré a transportarlo.

—Aguarda.

El hombretón se concentró en el agujero de la escama y empezó a canturrear en voz baja y a dirigir su energía mágica. Minutos más tarde, Maldred se recostó contra la rocosa columna, y allí donde había estado la abertura podía verse un aplastado círculo negro cerca de la parte central de la reluciente escama. El suelo se había tornado rojo alrededor del brazo inerte de Maldred.

—Lo he sellado, y ahora ya no sangra.

—Malditos enanos —dijo ella, inclinándose sobre Dhamon para acariciar con sus dedos la húmeda frente del herido—. Y malditos sean los dragones. Un dragón le hizo esto, sabes. —Tocó la escama.

—Eso supongo. —La voz del hombretón había perdido su sonora potencia; se sentía mareado y terriblemente débil—. No sé cómo o por qué pero la señora suprema Roja lo hizo.

—Por mi vida, estás más que herido. —Rikali lanzó una ojeada a Maldred—. Lo siento. Soy tan egoísta. Has perdido tanta sangre, Mal…

Haciendo caso omiso de sus palabras, él hombre se puso en pie con un esfuerzo y luego se inclinó para sujetar a Dhamon con el brazo sano; pero otra oleada de vértigo lo acometió, amenazando con derribarlo al suelo.

—Necesitas descansar, Mal —protestó la semielfa—. No deberías moverte. Yo puedo llevar a Dhamon. ¡Puedo hacerlo! Todos nosotros necesitamos…

—Necesitamos salir de aquí —jadeó él—. Tal como dijiste. No tardarán en aparecer más enanos, que querrán saber cómo quedó su bendito valle después del terremoto. Ya habrá tiempo para curaciones más tarde, Riki… siempre y cuando consigamos salir vivos de aquí.

El suelo volvió a temblar. Maldred se había apuntalado, pero la semielfa no reaccionó con tanta rapidez, y cayó al suelo aunque consiguió agarrarse a una aguja de roca. El terreno se estremeció unos instantes y luego se apaciguó.

¿Vienes? articuló el hombretón en silencio, mientras la mujer se incorporaba; luego dio media vuelta y volvió a iniciar la ascensión por la ladera.

Recuperaron dos abultados sacos de piedras preciosas durante el ascenso, que Rikali transportó cuando Maldred insistió en que podía ocuparse él solo de Dhamon. Aun así, el hombretón dio media docena de traspiés durante la marcha. La montaña retumbó otras dos veces mientras ascendían; sacudidas secundarias del primer temblor o precursoras de uno nuevo. El temor los hizo avanzar más deprisa.

—Sigue ahí —anunció Rikali cuando distinguió el carro—. ¡Cerdos, creí que los caballos habrían marchado ya, llevándose todas nuestras joyas con ellos!

Instantes después descubrió el motivo de que los caballos no se hubieran desbocado; una roca había rodado hasta allí y había cerrado el paso a los animales. Se habían quedado sin un lugar al que huir.

Maldred instaló a Dhamon encima de los sacos en el fondo del carro, usando las ropas robadas a modo de almohadones para que no se moviera. Por suerte, el carromato no había sufrido demasiados daños. Y el ladrón se desplomó de rodillas y cerró los ojos, luego se reclinó hacia atrás, abrió la boca para decir algo, pero se desmayó y cayó de espaldas.

—¡Mal!

Rikali se esforzó por incorporarlo, pero era un peso muerto y demasiado para ella.

Trajín depositó el saco de gemas que de algún modo había conseguido mantener agarrado, luego corrió junto al hombretón y empezó a tirar de su camisa en un intento por ayudar.

—Inútil —escupió la semielfa al kobold—. Ya te costó bastante acarrear los sacos de piedras preciosas. No puedes levantar a Mal.

Impertérrito, el kobold concentró sus esfuerzos en pellizcar la tirante carne del rostro de Dhamon y lanzarle grititos en su curiosa lengua materna, cosa que sabía que el humano hallaba muy irritante.

—Qué… —los ojos del herido parpadearon al tiempo que éste gemía en voz baja, y el otro señaló con la cabeza en dirección a la parte posterior del carro.