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—Ayúdame —lo instó Rikali—. Vamos, puedes hacerlo.

Dhamon se sacudió la sensación de mareo y estiró los brazos por encima de la parte posterior del carromato para rodear con ellos el pecho de Maldred. Sus músculos se hincharon y la mandíbula se crispó con fuerza mientras arrastraba al hombretón al interior del carro.

—Es más pesado de lo que parece —resopló, con los brazos momentáneamente entumecidos por el esfuerzo—. Mucho más pesado. —Se desplomó junto a su compañero y sus dedos palparon su propia frente, localizando la herida y presionándola vacilante.

—Sácanos de aquí, Trajín —espetó Dhamon—. Antes de que tengamos más compañía.

El kobold corrió a la parte delantera del carromato y apoyó el hombro contra la roca que impedía el paso. Gimió y maldijo, tensando los músculos; Rikali se le unió y empujó con fuerza. La tierra ayudó a ambos en sus esfuerzos retumbando ligeramente con otra réplica, lo que facilitó el impulso necesario para mover la piedra, que rodó despacio por la falda de la montaña, chocando contra columnas naturales y proyectando fragmentos de cristal por los aires hasta hacerse añicos en su loca carrera.

Sin aliento, el kobold trepó al carro, con los pies colgando. Rikali le pasó las riendas, luego se encaramó también ella y desgarró la camisa de Mal, arrancando la manga para convertirla en un torniquete para el brazo herido.

—No siento el brazo, Dhamon —dijo Mal, con una voz tan ronca y apagada que el otro tuvo que inclinar el rostro para oírlo—. No puedo moverlo.

Rikali le ofreció palabras de consuelo mientras Dhamon registraba bajo los sacos de lona y hallaba una jarra de sidra amarga. Vertió un poco en la herida, y Maldred se estremeció por el escozor.

—Ves, puedes sentir algo —dijo la mujer—. Eso es una buena señal. —En voz más baja, añadió—: ¿No es una buena señal, Dhamon?

Éste no respondió. Mientras se sujetaba la frente, examinaba con atención a su grandullón amigo, con los ojos insólitamente abiertos y compasivos, aunque mantenía el entrecejo fruncido.

—Eso espero —musitó por fin.

Rikali contempló a su compañero unos instantes.

—Tal vez debería ser yo quien yaciera aquí en lugar de Mal —dijo en voz demasiado baja para que él la oyera.

Luego dedicó toda su atención al hombretón e intentó secar un poco la sangre con un trozo de su propia túnica.

—¿Adonde podemos ir? Algún lugar donde consigamos ayuda para él. A algún lugar. Dhamon, no sé que… —empezó a decir.

—Hemos de salir de aquí —replicó él, haciendo una leve mueca mientras vertía un poco más de sidra sobre el brazo de Maldred—. En dirección a Bloten. Trajín conoce el camino.

* * *

Cuatro noches más tarde estaban sentados alrededor de una fogata asando un enorme conejo. No obstante lo avanzado de la hora, el aire seguía siendo abrasador, y el suelo estaba tan necesitado de agua que se había tornado polvoriento como las cenizas. Trajín aventuró unos cuantos sorbos de su último odre de agua y refunfuñó que serían aún más ricos si pudieran hallar un modo de hacer llover en aquellas montañas.

Muchas de las ropas que habían cogido de la caravana de los comerciantes se habían convertido en vendas para Maldred, que se reemplazaban a medida que era necesario.

Dhamon rechazó los intentos de Rikali para vendarlo, diciendo que quería guardar toda la tela disponible para Mal, y convenció a la semielfa de que tenía peor aspecto de lo que en realidad se sentía; no obstante, estaba seguro de que se había magullado algunas costillas o se las había roto. Se movía con cuidado y respiraba de modo superficial. Su cabello grasiento estaba cubierto de sangre, totalmente enmarañado y veteado de gris y marrón por el polvo y la tierra. La incipiente barba de su rostro se iba transformando en una barba desigual y antiestética, y sus ropas estaban sucias y desgarradas. Había conseguido guardar una camisa del botín obtenido de los mercaderes, ocultándola bajo un saco de piedras preciosas de modo que los otros no la encontraran y desgarraran para convertirla en vendas. Pero no había motivo para lucirla ahora; era para más adelante, decidió, cuando llegaran a Bloten y necesitara mostrar un mejor aspecto.

Las prendas de todos ellos estaban oscurecidas por las manchas de sudor y sangre reseca, y era Trajín el que había salido mejor parado, escapando con sólo unos pocos arañazos, aunque sus ropas estaban acribilladas de agujeros. El kobold se dedicaba a hacer de enfermero del resto, inspeccionando los cortes y magulladuras que habían recibido en su viaje montaña abajo, y actuaba también como centinela.

En esos momentos, Maldred trazaba dibujos en el polvo, con la mano sana, en tanto que su brazo herido permanecía vendado muy pegado al pecho para mantenerlo inmóvil. El kobold observaba con atención al hombretón, pensando que los símbolos eran algo místico y parte de algún conjuro. Intentó copiar los dibujos, luego se aburrió de ello al no poder desentrañarlos y en su lugar se dedicó a repartir bandejas de madera.

Una vez que Trajín acabó de servirles, y tras haber devorado su propia exigua parte del conejo asado, la criatura recuperó la última jarra de alcohol destilado del carromato y la depositó junto a Dhamon. A continuación, haciendo un gran alarde sacó la pipa del anciano de su bolsa, introdujo tabaco en la cazoleta y la encendió con el dedo en un esfuerzo por demostrar a todos que realmente había perfeccionado el hechizo de fuego.

A continuación, el kobold se dedicó a pasear ante ellos, haciendo tintinear los afilados dientes sobre el tubo mientras golpeaba con suavidad su jupak contra el suelo aguardando una solicitud mágica. Al no recibir ninguna, aspiró con fuerza su pipa, lanzó un anillo de humo al aire y rompió el silencio.

—Al menos no perdí mi arma en ese terremoto, como hicieron Maldred y Riki. No tuve que coger una de las hachas de los enanos como Mal —afirmó—. Al menos la hermosa espada de Dhamon permaneció en su vaina. De modo que tuvimos algo de buena suerte, al final. Mi anciano no recibió ni un rasguño. Y tenemos todas esas piedras en bruto… —Frunció el entrecejo al ver que Maldred lo miraba airado—. ¡Uf! Bueno, estoy seguro de que encontrarás otra espada igual de grande, pesada y afilada —añadió rápidamente—. Y conseguiremos dagas para Riki. En Bloten.

Cuando comprendió que nadie se sentía aplacado, el kobold terminó su pipa, volvió a guardarla con sumo cuidado en la bolsa y luego se excusó diciendo que iba a patrullar el terreno alrededor del campamento… para asegurarse de que no los seguía ningún enano.

—Todavía me siento un poco dolorido —admitió Maldred en voz baja a Dhamon tras un largo silencio—. Y un poco débil. Pero supongo que debería alegrarme de estar vivo.

—Ah, Mal —dijo Riki, y se acercó más, encogiéndose cuando Dhamon la miró arrugando el entrecejo—. Mal, no te preocupes. Mala hierba nunca muere.

Maldred frotó los músculos del brazo herido y apenas si consiguió cerrar el puño.

—Nunca había resultado herido así al entrar en el valle en otras ocasiones. —Arrugó la frente—. Pero en esas ocasiones nunca permanecí tanto tiempo allí, ni tuve que vérmelas con un terremoto además de con los enanos. Tampoco salí nunca con tanto botín.

—¿Vamos a regresar? —Había un dejo de esperanza en la voz de la semielfa—. Quiero decir, si necesitamos todas esas gemas para comprarle a Dhamon su espada, cosa que no deberíamos hacer porque nada en el mundo debiera ser tan caro, tal vez podríamos sacar un gran carromato de ellas sólo para nosotros y…

—No durante un tiempo, Riki —repuso él, meneando la cabeza—. Los enanos doblarán las patrullas. Quizá dentro de unos cuantos meses, tal vez justo antes de que llegue el invierno. O quizás esperaremos hasta después de las primeras nevadas. No esperarán nada entonces.

Los ojos de la mujer brillaron alegremente.