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Groller marchó no se sabía dónde. El sordo semiogro tenía sus propios demonios personales con los que enfrentarse, y Dhamon sospechaba que Palin sabía dónde estaba, aunque jamás se molestó en preguntar al hechicero. No era asunto suyo.

Y Dhamon… marchó en esa misión a instancias de Palin —una misión cuyo objetivo era matar a un joven Dragón Verde que tiranizaba a los qualinestis en esa parte del bosque—, estaba tan cansado. Sólo unas cuantas horas de sueño era lo que necesitaba. Un poco de tiempo.

Pero no había tiempo para él mismo. No había tiempo para pensar. Ni tiempo para olvidarse de los dragones. Dhamon y sus hombres se hallaban en el linde del bosque ahora.

—¿Señor?

El pequeño elfo llamado Gauderic sacó al guerrero de sus meditaciones. Gauderic era su segundo en el mando, y en el corto tiempo que llevaban juntos, el elfo se había ganado el respeto y la amistad de su jefe.

—Alcázar del Viento está siguiendo ese río.

El elfo señaló hacia el sudoeste, donde una fina cinta de color azul oscuro se abría paso entre los árboles. El sol que se ponía proyectaba luz suficiente a través del dosel de hojas para arrojar centelleantes motas color naranja sobre las veloces aguas.

—Señor, podremos conseguir…

—Más mercenarios allí, Gauderic —finalizó Dhamon.

—Lo sé. Cuarenta o cincuenta, me dijo Palin. Estaremos allí antes del mediodía de mañana. Descansad.

El aire era helado cuando se pusieron en marcha antes del amanecer, lo bastante frío como para enrojecer sus mejillas y mantener sus manos desnudas enterradas en las profundidades de los bolsillos. No obstante, no hacía ni con mucho tanto frío como el que habían respirado en su arduo viaje a través de las montañas Kharolis para llegar hasta allí. El aire olía fecundo y lleno de vida.

Los hombres seguirían a Dhamon sin una pregunta, pues la mayoría lo admiraban, hasta el punto de venerarlo como a un héroe: se había desprendido del manto de un caballero negro, había osado enfrentarse a los señores supremos dragones y era el héroe elegido por Goldmoon y Palin Majere, dos de las personas más poderosas e influyentes de todo Krynn. Dhamon Fierolobo era una leyenda viva, sus hazañas se murmuraban de modo regular, y en su compañía imaginaban ser parte de alguna magnífica y gloriosa gesta que sería material para los relatos que circulaban por las tabernas. Sus ánimos no podían estar más elevados.

Sin embargo, aquel buen ánimo no tardó demasiado en caer en picado.

Dhamon condujo a sus hombres a Alcázar del Viento y descubrió que los elfos que debían unirse a ellos estaban muertos; como lo estaban también los restantes aldeanos. No quedaba nada en pie en el lugar. Los hogares de troncos de abedul, construidos con tanto cariño por sus propietarios, estaban convertidos en escombros. Piezas de delicadas telas ondeaban al viento como estandartes por entre muebles astillados y platos rotos. Había juguetes aplastados contra el suelo, como si la gente los hubiera pisoteado en medio del pánico, sin darse cuenta de que no había adonde huir. Los muertos estaban por todas partes: ancianos y jóvenes, niños inocentes, perros que habían permanecido con sus amos hasta el último instante.

A primera vista, parecía que los cuerpos que cubrían la zona alrededor de lo que había sido el edificio principal llevaran muertos unas cuantas semanas. Dhamon y su segundo se arrodillaron junto al cadáver de una elfa, y ambos tuvieron que esforzarse por no vomitar. Lo que quedaba de su túnica se había fundido prácticamente con su carne descolorida; sus cabellos resultaban curiosamente quebradizos, desmenuzándose como cristal soplado cuando lo tocaron. La carne que quedaba al descubierto estaba llena de ampollas y grotescamente desfigurada, incluso se veía el hueso en las zonas donde la carne había sido devorada, no por animales o insectos. No encontraron ningún ser vivo de ningún tamaño entre los restos del pueblo.

—Un dragón —musitó Dhamon.

—¿Señor?

Su segundo se apartó del cuerpo para darse de bruces con otro cadáver igual de espeluznante, que resultó aún peor al inspeccionarlo con mayor atención porque acunaba a un bebé muerto contra su pecho en descomposición. Gauderic giró en redondo y se inclinó, vomitando hasta quedarse sin fuerzas. Minutos más tarde, cuando recuperó la compostura, encontró a Dhamon arrodillado junto a un árbol desarraigado, estudiando algo que había en el suelo.

El hombre se incorporó, oprimiendo la escama de la pierna con la mano. Ésta le escocía débilmente. Era una sensación cálida que él atribuyó a los nervios.

—El viento de las alas del dragón destrozó las casas y arrancó unos cuantos árboles jóvenes. Su aliento mató a estas gentes. Yo diría que fue hace poco, hará unos dos o tres días.

—No hay huellas de gran tamaño —argumentó el joven elfo—. Un dragón dejaría huellas. Cualquier criatura de ese tamaño lo haría. ¡He visto pisadas de esos seres! No creo que haya ningún…

Dhamon se alejó despacio del centro del pueblo, teniendo cuidado de no pisar ninguno de los cuerpos. En el linde de los pinos que circundaban lo que había sido Alcázar del Viento, miró al exterior e hizo una seña a su compañero para que se acercara.

—Ahí fuera. —Indicó un claro situado varios metros más allá y se dirigió hacia él, con el joven elfo avanzando en silencio tras él.

—¡Por el amor de todos los primogénitos! —musitó el elfo.

Ante sus ojos había una depresión, la huella de una pisada tan larga como alto era él. El claro que contemplaba boquiabierto, uno lleno de arbolillos y matas, había sido aplanado por un peso enorme.

—El dragón se paró aquí —dijo Dhamon, luego giró y señaló hacia el poblado—. Y consiguió matar a toda esa gente.

—¿Cómo?

El guerrero hizo señas a sus hombres para que se reunieran con él en el límite de pueblo. La tropa de humanos y elfos se cuadró ante él, mientras sus ojos —desorbitados por la incredulidad— seguían escudriñando las ruinas y los cuerpos.

—Este dragón es bastante pequeño.

—¿Pequeño? —vio como articulaba Gauderic. El joven que tan valiente se había mostrado, había palidecido.

—Yo diría, a juzgar por la pisada, que mide menos de dieciocho metros. Palin estaba seguro de que podíamos derrotarlo entre todos nosotros y los hombres que debían reunirse con nosotros. Estoy de acuerdo. No es ni mucho menos un señor supremo, y no es un dragón valiente, si ha acabado con este poblado desde esta distancia. A lo mejor teme a los hombres. Las partidas de caza que ha estado atacando han sido pequeñas.

—¡Señor!

Era la voz de uno de los mercenarios humanos. Dhamon recordó que el hombre tenía una esposa elfa, y aunque ésta estaba a salvo en su hogar en Nuevo Puerto muy al norte y al otro lado de las montañas, la mujer tenía fuertes vínculos con esa tierra.

—Si damos la vuelta —siguió el hombre—, el dragón seguirá matando. Ya es bastante malo que Muerte Verde ocupe este reino. Pero ella…

—No asesina tan insensiblemente a sus súbditos. Al menos ya no —finalizó Dhamon—. Sí. Pero a lo mejor la Verde ni siquiera conoce la existencia de este jovencito.

—O tal vez no sea así —farfulló Gauderic—. Quizá Muerte Verde ya no se preocupa de sus

súbditos

y…

—Yo digo que sigamos adelante, localicemos a este dragón y nos ocupemos de él —indicó Dhamon, carraspeando.

Un coro de murmullos procedentes de la mayoría de los allí reunidos indicó que no estaban ansiosos por enfrentarse a un dragón sin aumentar sus fuerzas. Pero Dhamon empezó a dar órdenes, y los hombres formaron fila nerviosamente, algunos sin dejar de mirar en silencio a los cadáveres. Gauderic asignó rápidamente a sus dos hermanos y a sus amigos la tarea de cavar fosas, usando las pocas herramientas que pudieron rescatar. Y a la mañana siguiente, tras haber llevado a cabo una sencilla ceremonia para honrar a los muertos, la banda mercenaria siguió adelante.