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Los bosques de Qualinesti, llamados bosques de Beryl por los que vivían fuera de ellos, así como por los que vivían en su interior y declaraban su lealtad a la señora suprema, eran realmente impresionantes. Incluso antes de que el dragón presentara su reclamación del territorio en medio de la terrible Purga de los Dragones, eran unos bosques enormes y antiguos con más de un millar de variedades de árboles.

Pero después de que el dragón llegara y empezara a alterar el terreno, el lugar se tornó extraño y primitivo. Ahora, los árboles se alzaban más de treinta metros hacia el cielo, con unos troncos que eran más gruesos que un elefante macho. Enredaderas repletas de flores que podían soportar el frío del invierno trepaban por arces y robles y perfumaban el ambiente con un dulce aroma que casi resultaba opresivo. Había algunas pocas zonas donde no crecía nada, pero el musgo era espeso en todas partes y se extendía en todas direcciones en deslumbrantes tonalidades de verde esmeralda y verde azulado. Helechos tan altos como un hombre colgaban por encima de arroyos y daban sombra a tupidas parcelas de hongos del tamaño de un puño. Las hojas eran verdes y llenas de vitalidad. Abundaba la vida.

Las aves estaban gordas y saludables debido a la abundancia de frutas e insectos. Gauderic señaló varias clases de loros que normalmente se hallarían sólo en zonas tropicales. La caza menor prosperaba y se apartaba veloz del camino de los humanos; conejos y otros animales se habían multiplicado de un modo asombroso. Existían algunas sendas, abiertas por los qualinestis que viajaban de un poblado a otro o que cazaban a lo largo del río Sendaventosa. Pero la magia del bosque impedía que los caminos quedaran demasiado marcados, pues el musgo y las enredaderas crecían sobre ellos casi tan pronto como eran hollados por las botas de los caminantes. Cada sendero que Dhamon localizaba parecía como si acabara de ser abierto.

El guerrero recordó que Feril había hablado de esos bosques, a cuyo interior se había aventurado en compañía de Palin y del enano Jaspe Fireforge. La kalanesti lo consideró embriagador, y él casi imaginó ver su rostro en las espirales de un enorme roble. Sus ojos adquirían cierta dulzura cuando pensaba en ella, y sus dedos se extendieron para rozar el trozo de corteza en el que le parecía ver su mejilla.

—¡Señor! ¡He encontrado huellas! ¡Por aquí! —La excitación era bien patente en la voz del explorador humano, que era uno de los cuatro que se habían desplegado en abanico fuera del sendero principal—. Fijaos, son difíciles de distinguir, señor, y casi los paso por alto. Pero aquí hay una marca. Y aquí hay parte de otra.

Dhamon se sacudió de encima sus meditaciones, se arrodilló y trazó con el dedo la marca de una pisada. Era un rastreador experto, adiestrado por los Caballeros de Takhisis cuando se unió a sus filas de muchacho, e instruido en otros aspectos de tal especialidad por un caballero solámnico de avanzada edad que hizo amistad con él y lo apartó de la oscura orden. La época pasada junto a la kalanesti Feril había aumentado más su destreza en el tema.

Feril

, se dijo de nuevo.

El joven aguardaba a que su jefe hablara.

—Sí, son huellas de dragón —confirmó éste, con voz tranquila pero vacilante—. Es difícil decir cuánto hace que están aquí.

—¡Y nuestra ruta sigue estas huellas! —repuso el otro muy satisfecho.

Empezó a decir algo más, pero Dhamon no lo escuchaba, porque estudiaba el florido tapiz del suelo que había quedado aplastado contra el suelo. Las huellas pertenecían a un dragón de mayor tamaño que el que aparentemente había destruido Alcázar del Viento, y el bosque se recuperaba ya del peso de la pisada de la criatura. Había brotado musgo, y las pequeñas ramas rotas cicatrizaban.

—Nervios —musitó al sentir que la escama de su pierna le escocía de un modo desagradable.

Se puso en pie y escudriñó los matorrales en busca de más señales, observando que el joven rastreador hacía lo mismo. El hombre señaló hacia el oeste, en dirección a lo que parecía un apisonado tramo de matas de helechos, y los dos se encaminaron hacia allí. Pero se detuvieron al instante cuando un grito ahogado hendió el aire a su espalda.

Los pájaros salieron disparados de los árboles en una enorme nube de atronador colorido, y los pequeños animales que habían permanecido ocultos por la maleza emergieron en veloz oleada. Se oyó un revuelo en el sur, eran animales de mayor tamaño que también corrían, y el golpear de botas sobre el suelo: los mercenarios también huían.

Dhamon giró en redondo y regresó a toda velocidad al sendero, sin importarle las ramas que azotaban su rostro y tiraban de su capa. El joven rastreador lo siguió como pudo.

—¡Corred! —chillaba Gauderic a los hombres—. ¡Desperdigaos y corred!

—¡Elfo idiota! —gritó Dhamon mientras se precipitaba en dirección a la orilla del río.

Pasó veloz junto a un espeso grupo de abedules, saltando sobre una gran roca y esquivando un charco de agua estancada. El verde del bosque era una masa borrosa mientras corría hacia sus hombres.

—¡Atacad al dragón! —rugió—. ¡Es una orden, Gauderic! ¡Atacad y desplegaos! ¡Enfrentaos a la bestia desde varias direcciones! ¡No os atreváis a poner pies en polvorosa! —Necesitó sólo unos instantes para acorralar a los mercenarios y obligarlos a avanzar.

Y en unos cuantos minutos más la mitad de sus hombres estaban muertos.

Los que atacaban muy por delante de Dhamon fueron alcanzados por una nube de cloro pestilente y se desplomaron entre alaridos y convulsiones, desgarrándose rostros y ropas, mientras sollozaban sin control. Unos cuantos pensaron rápidamente en echarse al río, donde las heladas aguas ayudaron a quitar la horrible película dejada por el aliento del dragón pero la mayoría se limitó a darse por vencida ante todo aquel dolor y sucumbió.

Dhamon corrió hacia la vanguardia de la fila, esquivando con agilidad a los mercenarios caídos. Las barbillas y las frentes de los hombres se cubrieron de ampollas como las que había visto en los aldeanos elfos; los situados en la parte delantera fueron los que salieron peor parados, pues sobre ellos había caído la mayor parte del aliento de la criatura. El gas de cloro se había introducido en las profundidades de sus pulmones, y aquella sustancia química era tan cáustica que los devoraba por dentro y por fuera.

—¡Asesino! —gritó Dhamon al dragón.

La enorme bestia proyectaba una larga sombra sobre el sendero, y tenía medio cuerpo dentro y medio fuera del agua, donde sin duda había estado apostada aguardándolos, alzándose para sorprenderlos con su nube de gas letal. Desde luego era mucho mayor que el dragón solitario que buscaban, por lo menos medía unos treinta metros desde el hocico hasta la punta de la cola.

Las flexibles placas del vientre del animal brillaban como esmeraldas mojadas al capturar la luz matutina que se filtraba por entre las ramas, y las escamas del resto del cuerpo tenían la forma de hojas de olmo e iban de un pardo tono oliva a un profundo y brillante azul verdoso casi idéntico a las agujas de los elevados abetos cercanos. Los ojos de la hembra de dragón refulgían con un apagado color amarillo y estaban atravesados por unas negras rendijas como las de un felino. Una gran cresta puntiaguda del color de los helechos jóvenes discurría cuello abajo desde lo alto de su testa, para desaparecer en las sombras de las correosas alas. Tenía un único cuerno, en el lado derecho de la testa, negro y alejándose de ella en un tirabuzón, deforme como un defecto de nacimiento. No había protuberancia allí donde debiera haber crecido el segundo cuerno.

Los pocos mercenarios que quedaban retrocedían, hipnotizados por la visión de la criatura, temerosos de darle la espalda.

—¡Enfrentaos a ella! —se oyó gritar Dhamon—. ¡No retrocedáis! ¡No huyáis!

Los mercenarios se detuvieron por un instante, mirando a Gauderic, que seguía aún inmóvil.

—No —articuló a su jefe, incrédulo; pero éste meneó la cabeza furiosamente en dirección a su segundo en el mando y les hizo señas para que avanzaran.