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—Sí, eso es cierto, muchacha elfa. No hay muchos humanos por estas tierras —repuso Dhamon—. Harían las patas de la silla y los techos bastante más altos si así fuera. No hay apenas humanos. —Su expresión se suavizó un instante, sus ojos se entristecieron al momento y se clavaron en algo que la joven no podía ver. Su mano se aflojó, aunque no la soltó, y alzó la mano libre para dibujar una puntiaguda oreja—. O tal vez hay un humano de más. Yo.

Ella le dedicó una larga mirada. De no haber sido por la maraña de su larga melena negra que no había visto un peine en días y por la espesa y desigual barba que empezaba a cubrir su rostro, la joven lo habría considerado bastante apuesto. Era joven para ser un humano, imaginó, aún no habría cumplido los treinta. Tenía una boca generosa que estaba húmeda de cerveza, y sus pómulos eran prominentes y marcados y muy bronceados por haber pasado horas al sol. Su camisa y su chaleco de cuero estaban abiertos, dejando al descubierto un pecho delgado y fornido que brillaba a causa del sudor como si le hubieran pasado aceite. Pero sus ojos fueron lo que capturaron su atención: apremiantes y misteriosos, la retenían como un imán.

—Soltadme, señor —dijo, si bien no forcejeó, y sus palabras carecían de convicción—. No hay necesidad de ocasionar disturbios aquí.

—Me gustan las mujeres silenciosas —repitió Dhamon, y por un instante apareció un resplandor en sus ojos, como si un pensamiento secreto estuviera actuando tras ellos—. Silenciosas.

—Pero a ella no le gustas tú. —Era el semielfo que había salpicado de cerveza—. Suéltala.

La mano libre de Dhamon fue a caer sobre la empuñadura de la espada que llevaba al cinto.

—No quiero problemas —instó la joven, sin apartar la vista de los ojos de él—. Por favor.

—De acuerdo —accedió él, finalmente, y soltó a la muchacha y la espada, rodeando la jarra con ambas manos. Miró con ojos entrecerrados al semielfo, luego se encogió de hombros—. Sin problemas. —Mirando a la muchacha añadió, casi en tono amable—: Tráeme otro pilcher. Y no esta porquería que me has estado sirviendo. ¿Qué hay de ese fantástico vino elfo que estoy oliendo? Cuanto más fuerte mejor. De la clase que le llevas al resto.

—Tal vez sería mejor que te fueras —sugirió el anciano semielfo en cuanto la joven se hubo marchado; su voz era atípicamente profunda y chirriante—. Ya has bebido más que suficiente.

—Aún no he bebido ni mucho menos lo suficiente —repuso él, negando con la cabeza, al tiempo que los músculos de su espalda se tensaban—, sigo despierto, ¿no es cierto? Pero no te preocupes por mí. No tardaré en marchar. Con las primeras luces, fffospecho. Entonces ni tú ni ninguno de los otros qualinestis tendréis que seguir aguantándome.

El semielfo se acercó un poco más, y Dhamon se vio reflejado en un largo y bruñido medallón que colgaba de una fina cadena alrededor de su cuello.

Dedicó una mueca a la desaliñada imagen.

—Ve a ahogar tus penas a otra parte —dijo el otro, bajando la voz hasta convertirla en un áspero susurro.

Un atisbo de sonrisa asomó al rostro de Dhamon, que enseguida abrió la boca para protestar, pero una ráfaga de helado viento nocturno lo interrumpió. La puerta de la taberna se abrió de par en par, golpeando con fuerza al entrar otros dos elfos. Estaban cubiertos de polvo y tenían un aspecto macilento, el que sostenía un bastón retorcido era un desconocido a sus ojos, pero el otro resultaba muy familiar e iba adornado de manchas de sangre.

—Gauderic —musitó Dhamon, y su rostro se tornó ceniciento como si hubiera visto un fantasma.

También Gauderic lo vio, dio un codazo a su compañero y señaló:

—¡Ese es! ¡Ese es el despreciable paladín de Palin Majere!

Al mismo tiempo, una falda multicolor susurró sonoramente junto a él.

—¡Aquí está vuestro vino elfo, señor! —anunció musicalmente la moza, y lanzó una exclamación de sorpresa cuando los dos elfos avanzaron veloces hacia ellos, los pies retumbando sobre el suelo de tierra batida mientras se abrían paso por entre las mesas.

Dhamon se puso en pie, y, al hacerlo, se golpeó la cabeza contra una viga del bajo techo y chocó contra la muchacha. Ésta cayó de espaldas sobre el semielfo que había resultado salpicado, empapándolo de nuevo cuando el recipiente resbaló de sus dedos y fue a hacerse pedazos contra el suelo.

El semielfo lanzó un juramento e intentó a ayudar a la joven a incorporarse, pero ambos resbalaron sobre el vino derramado, cayeron hechos un ovillo y se enredaron en las faldas de ella. Dhamon no les prestó la menor atención y agarró el borde de la mesa, dándole la vuelta para colocarla a modo de escudo contra los dos recién llegados.

El desconocido chocó contra la superficie de la mesa y se oyó un nauseabundo golpe, en tanto que Gauderic esquivó con agilidad el obstáculo y alzó bien alta su espada.

—¡Dhamon Fierolobo! —chilló—. ¡Nos ordenaste atacar al dragón! ¡Atacar y morir! —Blandió la espada en un salvaje arco por encima de su cabeza, enviando a todos los parroquianos en busca de un lugar en el que ponerse a cubierto, junto con las jarras de vino—. ¡No deberíamos haberte escuchado!

Dhamon pateó a Gauderic en el estómago y lo lanzó contra una mesa abandonada.

—¡No! —chilló a todo pulmón la joven, cuando por fin consiguió incorporarse y, dando un traspié huyó por entre el laberinto de mesas Insta el cuarto trasero—. ¡Vientoplateado! ¡Tenemos problemas! ¡Vientoplateado! ¡Llama a la ronda!

—Yo no quería problemas —refunfuñó Dhamon—. Sólo quería algo de beber.

Ambos elfos se habían recuperado y cargaban contra él, aunque el desconocido estaba un poco tambaleante y le sangraba la nariz. La clientela apartó el mobiliario hacia las paredes para dejar espacio a los contendientes. Susurros y murmullos inundaron la estancia. Con el rabillo del ojo, Dhamon vio que los dos humanos apostaban monedas. Unos cuantos de los parroquianos elfos tenían las manos puestas sobre sus armas, y el mercenario no tuvo la menor duda sobre qué bando tomarían si se decidían a intervenir.

—¡Mi esposa y hermana! —escupió el desconocido—. ¡Muertas! ¡Muertas por tu culpa!

—¡Mis hermanos y amigos! —añadió Gauderic.

—¡Yo no obligué a nadie a venir conmigo! —replicó él, y se agachó para no golpearse la cabeza contra el techo de metro ochenta de altura. Blandió su propia arma en un movimiento descendente, usando la hoja plana de la espada para golpear al desconocido en el hombro—. ¡Los dragones son peligrosos! ¡Matan a la gente, maldita sea! ¡Así es como son las cosas y tú lo sabes, Gauderic!

—¡La Verde no te mató! —interpuso el otro—. ¡Estabas tumbado boca abajo y evitabas la lucha! ¡Estabas muy ocupado contemplando cómo morían tus hombres!

Se secó la sangre que manaba de su labio con una mano y hundió el otro puño con fuerza en el estómago de Dhamon, que se dobló hacia adelante, mientras el otro hombre aprovechaba para asestarle un buen golpe en el costado con su bastón.

—Vienes con nosotros Dhamon Fierolobo —añadió el desconocido—. Te vamos a entregar a las autoridades. ¡Vas a ser juzgado en Trueque! Y no habrá nadie que hable en tu defensa. Quiero tu muerte a cambio de las muertes de mi esposa y mi hermana.

—Muerte por muerte —gritó una voz desde una esquina de la sala.

—¡Juzgadlo aquí!

—¡No necesitamos un juicio! —chilló otro cliente.

El desconocido volvió a golpear a Dhamon con su bastón. Éste sintió cómo sus costillas se partían y el dolor lo dejó sobrio al instante.

—Yo no maté a esos hombres. El dragón lo hizo. No tengo nada contra vosotros —siseó por entre los apretados dientes—. Ni siquiera te conozco a ti. —Esto lo dirigió al desconocido—. ¡Dejadme en paz! —Protegiendo el costado, se agachó y giró, esquivando como pudo los golpes de ambos elfos—. ¡Dejadme en paz!