El otro aseguró la silla de montar y de su garganta brotó una especie de chasqueo.
—Me alegra ver que te preocupa tanto nuestra seguridad.
—No es cierto. —El rostro de Dhamon era impasible, y su voz firme—. Es sólo que prefiero no disfrutar de vuestra compañía.
—Más motivo aún, en ese caso, para que Fiona y yo vayamos con vosotros. Sé que cuando se le mete una idea en la cabeza no puedo hacer que cambie de opinión. Pero no os voy a ayudar a birlar una sola moneda de acero.
—Una pérdida de tiempo —repitió su amigo.
—Es nuestro tiempo.
El sendero que tomaron se había convertido en una tortuosa serpiente marrón que se ondulaba con espesos riachuelos. En ocasiones se curvaba con suavidad por entre las montañas con escarpadas rocas alzándose en ambos lados; pero a menudo se enroscaba alrededor del borde de la ladera occidental, como hacía en ese momento, ascendiendo una cara casi vertical del risco, cuya cima desaparecía en el interior de oscuras nubes grises en un lado, mientras en el otro había una pendiente perpendicular de sesenta metros que daba al inmenso pantano de Sable. Una fina franja de nubes flotaba sobre una zona de la ciénaga, y unos cuantos de los cipreses gigantes se estiraban a través de ella, con las copas decoradas por enormes loros.
Rikali iba en cabeza chapoteando en el barro mientras sondeaba con el bastón de Dhamon para asegurarse de que el camino era seguro para los caballos y el carro. Aunque se quejaba por la tarea, era ella quien había sugerido que se llevara a cabo y que fuera ella misma la encargada de hacerlo.
—Mis ojos son mejores que los vuestros —había dicho a los hombres y, en voz más baja, para que Rig y Fiona no la oyeran, había añadido—: Y no quiero que les suceda nada a nuestras piedras preciosas. Ningún vuelco por la ladera que nos las haga perder después de todo lo que hemos padecido para obtenerlas.
Sabía que a Dhamon aún le dolían las costillas y que Maldred no podía usar el brazo derecho. Y si bien sus propios rasguños y contusiones no habían curado aún, reconocía que ella era la mejor elección como guía. En cuanto a Trajín, su único problema parecía ser el repulsivo olor que exudaba al estar tan mojado, pero Rikali no se fiaba del kobold para guiar el carromato.
Maldred estaba sentado en el pescante del vehículo, con los ojos dirigidos hacia la semielfa, y el brazo herido bien pegado aún al pecho. Dhamon, sentado a su lado, era muy consciente de que su amigo tenía fiebre, y mientras sujetaba las riendas, tampoco él perdía de vista a Rikali, aunque quedaba claro por su vacua expresión que sus pensamientos estaban en otra parte.
Trajín estaba detrás de ellos, sentado con las piernas cruzadas sobre la lona alquitranada que cubría los abultados sacos de piedras preciosas, y que había colocado bien extendida y sujeta siguiendo órdenes de Maldred. Rig había estado observando la lona con interés, y el kobold estaba seguro de que intentaba adivinar qué había debajo. Provisiones, ¡ja! Desde el principio, la criatura había decidido que no le gustaba el hombre de piel oscura; no le gustaba el modo en que se contoneaba, la manera en que sus ojos llameaban beligerantes de vez en cuando, ni la forma en que se vestía, y desde luego estaba seguro de que no le gustaban todas las armas que el marinero llevaba.
Al kobold tampoco le gustaba la dama, pero sabía que Maldred se sentía al menos ligeramente interesado por ella, de modo que expresar demasiado resentimiento sería malgastar aliento.
Fiona y Rig cabalgaban uno junto al otro detrás del carro, la comitiva avanzando despacio, con el marinero dedicando frecuentes ojeadas a la lona.
—Están hablando —informó el kobold a Maldred, manteniendo los redondos ojillos fijos en el marinero con la esperanza de acobardarlo—. Toda esta lluvia, el repiqueteo y todo eso, me impiden oír bien lo que dicen. Es algo sobre caballeros y prisioneros y Shren… algo, no consigo entender el resto. Además el carro cruje también. Espero que no se haga pedazos. Cargado como está con gemas y agua. Agua. Agua. Agua.
—Pensaba que querías que lloviera.
—No tanto, Mal —respondió él, profiriendo un sonido que recordó el resoplido de un cerdo—. Ni siquiera puedo encender a mi viejo. El tabaco está todo húmedo. En toda mi vida no había visto llover tanto de una vez en estas montañas. No está bien. No es natural. Podría parar en cualquier momento y… —Un retumbante trueno interrumpió al kobold, que clavó las pequeñas zarpas en la lona—. ¿Y qué es todo eso de ayudar a esa dama solámnica a conseguir monedas, joyas y esas cosas? ¿Desde cuándo compartimos nuestro botín con gentes como ella?
—Lo cierto es que no tengo intención de ayudarla —respondió Maldred con una risita—. Y desde luego no voy a compartir nada de lo que tenemos en el carro.
—Ya, ya, es para la espada de Dhamon —refunfuñó el kobold—. Una espada condenadamente cara.
—Pero ella cree que la ayudaré —prosiguió el hombretón—. Y ese pensamiento conforta mi corazón.
—Y la mantiene rondando por aquí. —Trajín hizo una mueca—. Pero ella es… bueno, es una Dama de Solamnia. Problemas. Grandes problemas. Además, se va a casar con ese hombre.
—Pero no se ha casado aún. Y a mí me gusta ella.
—Te gusta. —El ser volvió a gruñir—. La última mujer que te gustó era la esposa de un rico comerciante de Sanction y…
—No tenía tanto carácter como ésta —replicó él—. Y no era tan bonita. Además, la dama guerrera y el hombre oscuro se dirigen a Takar, y después, penetrarán más en el pantano. Sospecho que podríamos obtener buenos beneficios si seguimos con ellos… al menos una parte del camino.
Ante la mención del pantano, Dhamon prestó atención de improviso, y lanzó al hombretón una mirada de protesta.
—No puedes…
—¿Qué es eso de beneficios? —interpuso Trajín—. ¿Cuánto beneficio?
—Hay gente en Bloten que esta preocupada con respecto a Sable y su ciénaga. Pagarán bien por cualquier información obtenida de un grupo de reconocimiento.
—Yo no pienso estar en vuestro grupo de reconocimiento —indicó Dhamon—. Ya es bastante malo que invitaras a Rig y a Fiona a venir.
—Si no lo hubiera hecho, nos habrían seguido igual —repuso él, encogiéndose de hombros—. La dama es testaruda. Es mejor tenerlos controlados.
—Pero a mí no tiene por qué gustarme —Dhamon se vio obligado a darle la razón.
El humano estiró la mano por detrás del asiento en busca de la jarra. La agitó y frunció el entrecejo; no quedaba gran cosa. La destapó, vació hasta la última gota de licor, luego arrojó el recipiente por la ladera de la montaña y observó cómo desaparecía en la neblina.
Justo entonces, Rikali resbaló, el bastón salió despedido de entre sus dedos y cayó ruidosamente por el borde. Dhamon tiró de las riendas, deteniendo a los caballos antes de que la pisotearan. Escupiendo y maldiciendo, la semielfa se incorporó y se limpió el barro de la espalda, luego alzó la cabeza para mirar a Maldred y sacudió la cabeza con vehemencia. La larga melena blanca estaba pegada a los costados de su cuerpo, veteada de barro.
—¡Es como un maldito río ahí delante! —gritó—. Cerdos, el agua baja a borbotones. Resulta demasiado resbaladizo. Tendremos que detenernos.
—¡Trajín! —Dhamon hizo una seña al kobold.
Rezongando todo el tiempo, la pequeña criatura descendió del carromato y resbaló en dirección a la semielfa, cayendo dos veces antes de conseguir llegar junto a ella. Echó una ojeada al sendero que discurría por el borde de las Khalkist, con los ojillos como pequeños faros por entre la cortina gris de agua, luego pasó junto a Rikali patinando y dirigió una rápida mirada al otro lado de la siguiente curva. Hizo una mueca y alzó la vista, bizqueando cuando la lluvia le golpeó el rostro.