—¡Maldred! ¡Arrogante canalla! —Una voz atronadora atravesó el aire, seguida por unas sonoras y chapoteantes pisadas—. ¡Hace mucho tiempo, ya lo creo!
El que hablaba era un ogro, uno de los mejor vestidos del grupo, que avanzaba chapoteando entre los charcos hacia ellos. Tenía unas espaldas enormes, de las que colgaba una piel de oso negro, con la cabeza del animal descansando a un lado del grueso cuello, y las zarpas posteriores colgando sobre el suelo arañando el barro. Siguió hablando a grandes voces, aunque en idioma ogro ahora, mientras la cabeza del oso se bamboleaba al ritmo de sus exageradas gesticulaciones.
Maldred se precipitó a los brazos del ogro, pero éste retrocedió enseguida al observar el estado en que se hallaba el otro. Señalando el brazo herido de Maldred, la criatura contempló al resto de la comitiva y comprendió rápidamente que la semielfa y el otro humano también estaban heridos. Lanzó una prolongada risita al descubrir a Trajín, y éste descendió raudo del carro y prácticamente nadó a través de un charco para llegar junto a la pareja.
—¡Durfang! —chirrió el kobold—. ¡Es Durfang Farnwerth!
—¡Trajín! ¡Rata apestosa! ¡No te veía desde hacía años! —tronó el ogro en Común, al parecer en honor a Trajín; luego se inclinó y rascó la cabeza del kobold—. Parece que no has cuidado muy bien a mi amigo… ni a sus compañeros.
El ser se encogió de hombros y profirió una risita aguda.
—Amigos, necesitáis un sanador —continuó el ogro, irguiéndose y clavando la mirada en Maldred—. Uno bueno.
—Mis amigos primero —asintió Maldred, señalando a Dhamon y a Rikali.
El otro los contempló ceñudo e hizo una mueca.
—Como desees, Maldred —respondió por fin Durfang.
Sus ojos se posaron entonces en Fiona y se entrecerraron curiosos. Regresó al idioma ogro, para hablar con Maldred en tono veloz y bajo, con el rostro vivaz y preocupado, que se relajó cuando el hombretón dijo algo que aparentemente lo tranquilizó.
—Muy bien, seguidme todos vosotros.
—¿A ver a Sombrío Kedar? —inquirió Maldred.
—Es el mejor.
—Entonces me reuniré con vosotros allí dentro de un rato, Durfang. Tengo un cargamento que debo poner a buen recaudo. Y eso tiene prioridad por encima de mi bienestar.
El enorme ogro le dirigió una mirada torva, pero no protestó.
Dhamon saltó del carromato, encogiéndose por el esfuerzo. Avanzó pesadamente hacia Maldred, usando gestos más que palabras, y la velocidad de sus manos insinuaba una discusión.
—El cargamento estará a salvo conmigo —susurró Maldred.
Los ojos de Dhamon se convirtieron en rendijas, que se movían raudas entre Maldred y Durfang.
—Por mi vida, Dhamon —añadió el hombretón—. Sabes que tenemos que guardar el carro en alguna parte esta noche, o tal vez unos cuantos días dependiendo de cuándo nos quiera ver Donnag para negociar sobre la espada que deseas. Tal vez no esté disponible inmediatamente. Y no podemos dejar el carro en medio de la calle. No en esta ciudad. Y si lo custodiamos, sólo conseguiremos que esta gentuza sienta curiosidad. No podemos correr ese riesgo.
—¿Y un establo?
—No es lo bastante seguro —repuso Maldred, negando con la cabeza—. Demasiado público. Demasiada gente entrando y saliendo.
—¿Dónde pues? —quiso saber Dhamon, y a Maldred le costó oír su voz por encima de la lluvia.
—Tengo amigos en esta ciudad en los que puedo confiar y que me deben unos cuantos favores. Veré quién de entre ellos parece más digno de confianza hoy.
—Por tu vida, pues —asintió su compañero—. Pero, por si acaso, me quedaré con algunas chucherías. —Regresó al carro, estirando una mochila de debajo del asiento y echándosela al hombro—. Y ve deprisa, Mal. Necesitas más atención tú que Riki o yo.
Rikali y Trajín reclamaron cada uno un pequeño morral repleto de gemas antes de que Maldred se llevara el carro, eludiendo con habilidad las persistentes preguntas del marinero sobre qué clase de suministros habían traído a Bloten para vender. Dhamon sabía que Rig no creía ni por un instante que hubiera auténticas provisiones bajo la lona.
Rig y Fiona llevaron sus caballos al paso detrás del trío, con el marinero maldiciendo en voz baja, sin dejar de repetir lo mala que era esa idea en cada oportunidad que se le presentaba. Su guía ogro, que no había pronunciado una palabra desde la marcha de Maldred, los condujo por una callejuela tras otra. Algunos edificios estaban tapiados, otros en ruinas a causa del fuego. Había unos cuantos ogros sentados en un banco frente a una casa consumida por las llamas, que charlaban y gruñían en voz alta sin dejar de contemplar al pequeño grupo; uno de ellos se puso en pie y se golpeó la pierna con un garrote, pero volvió a sentarse rápidamente en cuanto Durfang lanzó un rugido en dirección a ellos.
—¿Tienes hambre? —preguntó Trajín, alzando la vista hacia la solámnica—. Yo estoy muerto de hambre. No he comido desde hace al menos un día.
Fiona, que no se había dado cuenta de que el kobold se dirigía a ella, siguió andando.
—He perdido el apetito —respondió Rig por ambos.
El establecimiento de Sombrío Kedar era un edificio bajo comparado con los que se alzaban alrededor. La parte frontal era gris como el cielo sobre sus cabezas, y una acera de tablones de madera que en el pasado había estado pintada de rojo se combaba frente a ella bajo un toldo de lona que parecía tan lleno de agujeros como un queso de Karthay. Un letrero deteriorado por la intemperie situado sobre la entrada mostraba un almirez y una maja con hilillos de humo elevándose del cuenco para formar un espectral cráneo ogro.
—Muy mala idea —refunfuñó Rig mientras ataba los caballos a un poste y seguía a Fiona al interior.
Trajín los acompañó hasta una mesa con sillas de un tamaño enorme que se tambaleaban bajo patas desiguales. Dos ogros ocupaban la única otra mesa de la estancia, sujetando humeantes jarras que dejaban escapar un aroma amargo. Las criaturas hacían alarde de una colección de pequeñas bolsas y dagas, y el kobold, que trepó por la pata de la mesa para sentarse junto a Fiona, explicó que los ogros estaban ocupados haciendo trueques —aunque no pudo especificar qué intercambiaban porque apenas conocía nada de su idioma— y que se hacía ostentación de las dagas para prevenir traiciones. Los ojos del ser centellearon con avidez, con la esperanza de contemplar una pelea.
Rikali y Dhamon permanecían de pie ante un pequeño mostrador, tras el que se alzaba, con apenas dos metros y medio de altura, un ogro descolorido con unos pocos mechones verde oscuro en la moteada cabeza. Las puntiagudas orejas estaban perforadas con docenas de aros pequeños, y un husillo de metal le atravesaba el puente de la nariz. Sonrió abiertamente a sus clientes, mostrando unos dientes amarillentos tan despuntados e idénticos que parecía como si los hubieran limado.
—Ése es Sombrío —susurró Trajín a Fiona, sin molestarse en dirigirse al marinero, aunque le lanzó alguna que otra siniestra mirada—. Es un sanador. El mejor de Bloten, probablemente el mejor de todo Krynn. Vende té del que se dice que previene las enfermedades y es famoso por poseer hierbas que neutralizan la mayoría de los venenos. —El kobold indicó con un ademán las jarras que bebían los ogros—. Tal vez deberíamos tomar un poco, también nosotros. Toda esta lluvia no puede ser buena para vosotros humanos. Podría haber algo flotando por ahí.
Rig lanzó un gruñido.
—Dejará a Dhamon y a Riki como nuevos. A lo mejor incluso hará algo con respecto a la escama… —La criatura se interrumpió.
—Lo sabemos todo sobre la escama de la pierna de Dhamon —indicó la solámnica.
—Pero no sabéis que ella… —El kobold no terminó la frase, y siguió con la mirada a Rikali y a su compañero, que pasaron al otro lado del mostrador y desaparecieron tras una cortina de cuentas que entrechocaron ruidosamente cuando las atravesaron—. Ahí es donde Sombrío realiza todas sus curaciones importantes. Yo entré ahí una vez con Maldred cuando recibió un buen tajo en una pelea de taberna. Claro que los otros ogros que tomaron parte en la reyerta no tuvieron arreglo.