—De modo que en realidad comprendes la lengua de los humanos —dijo éste, arrancando la gema y entregándosela, a pesar de las protestas de Rikali—. ¿Servirá también esto como pago por Mal y Riki?
El otro asintió y se puso a trabajar en la semielfa, mientras Maldred se desvestía y, con la ayuda de Dhamon, se subía a otra mesa. Las heridas de Rikali eran fáciles de curar y requirieron poco tiempo. Cuando el sanador terminó con ella, la mujer se acercó a Dhamon y le hundió los dedos aquí y allí, declarando que el trabajo del ogro había sido satisfactorio.
—Mal, ¿qué hay de nuestro carro? —musitó a continuación, temiendo que los que estaban en la otra habitación pudieran oírla—. Todas esas… hum… nuestro cargamento. ¿Qué hiciste con el carromato y…?
Sombrío agitó una mano en dirección a la semielfa, intentando acallarla mientras trabajaba, pero Rikali no se dejó disuadir y revoloteó alrededor de la mesa de Maldred, fuera del alcance del sanador, al que esquivaba cada vez que intentaba apartarla.
El ogro lanzó un gruñido cuando retiró el vendaje del brazo del hombretón y descubrió indicios de gangrena. Dhamon también reconoció la gravedad de la herida, pues había atendido a muchos Caballeros de Takhisis heridos en los campos de batalla y se había visto obligado a amputar extremidades. Apartó a Riki de allí y la sujetó con fuerza mientras Maldred gemía, y el sanador se ocupaba de aplicar otra raíz a la herida.
El ogro miró por encima de su hombro, encontrándose con los ojos de Dhamon.
—Mañana —dijo; era la primera palabra que había pronunciado en Común—. Volved entonces. A buscar a Maldred. Después de mediodía.
Sugirió varias zonas razonablemente seguras donde podían pasar el tiempo y luego los despidió con un ademán.
Pero Maldred indicó a su amigo que se acercara y, con rapidez y discreción, le dio instrucciones para localizar el carro.
—En el caso de que Sombrío no pueda recomponerme del todo, tendrás que ocuparte tú de él.
El hombretón quiso decir más cosas, pero el sanador gruñó y apartó a Dhamon de la mesa, para a continuación guiarlo enérgicamente a él y a Rikali a través de la cortina de cuentas una vez que hubieron recogido sus morrales. Trajín los aguardaba encima del mostrador. Rig se puso en pie y apoyó las manos en las caderas como diciendo ¿y bien?.
—Maldred necesita permanecer aquí un tiempo —empezó Dhamon, que no pensaba decirles que al hombretón, posiblemente, tendrían que amputarle el brazo—. Rikali y yo vamos a darnos un largo baño, en un lugar que actúa como casa de baños calle abajo. Luego tenemos que realizar unas compras… eso si encontramos las tiendas adecuadas y algunas ropas en Bloten que sean de nuestra talla.
—Cena —intervino la semielfa—. Carne casi cruda y algo dulce. —Rodeó la cintura de Dhamon con los brazos y se estiró hacía arriba para acurrucarse en su hombro—. Y vino, del caro.
—¡Voy con vosotros! —decidió Trajín, y en voz más baja, indicó—. Pero aquí no encontraréis nada mejor que cerveza amarga.
—Dudo que Rig y Fiona quieran seguirnos durante el resto del día —dijo Dhamon—. Así que…
—Al contrario, Dhamon —repuso la solámnica, carraspeando—. Rig y yo ni soñaríamos en abandonaros a ti y a la hermosa Rikali en esta guarida de ogros.
—Gracias por hablar por mí —masculló Rig en voz baja, luego en tono más alto, siguió—: Un baño caliente parece una maravillosa idea.
* * *
El día siguiente halló a Dhamon vestido con ropas distintas. No eran nuevas ni de su talla exacta, pues las calzas eran demasiado holgadas para su flexible cuerpo. De todos modos, estaban limpias, y eran de un amarillo oscuro, como el color de las hojas secas de abedul. Llevaba también una túnica con unas curiosas rayas en descoloridos tonos azules y rojos, que era demasiado grande y le llegaba a las rodillas. Mediante el empleo de unas cuantas piezas de acero había conseguido convencer a una ogra, que era una costurera bastante satisfactoria, para que le hiciera unos lazos alrededor de los tobillos de modo que las perneras de los pantalones se ablusonaran y cayeran formando pliegues. Un elegante cinturón de cuero rodeaba su cintura dándole sólo dos vueltas. La costurera también había sido capaz de proporcionarle un chaleco de gamuza que le caía casi a la perfección; estaba poco desgastado, y adornado con brillantes tachuelas de latón que formaban una media luna en el centro de la espalda. Unas botas del tamaño adecuado para humanos, que había descubierto en la tienda de la mujer, completaban su nuevo atuendo. Dhamon sospechaba que las botas habían sido obtenidas en un saqueo o arrebatadas a algún desdichado que habían convertido en esclavo allí, pero estaban magníficamente confeccionadas y le habrían costado cuatro veces más en una ciudad humana.
—Qué guapo estás, Dhamon Fierolobo. No te había visto con un aspecto tan elegante desde el día en que te conocí —le dijo Rikali—. Tenemos un aspecto muy distinguido, tú y yo.
Los cabellos de la semielfa, amontonados en mechones en lo alto de su cabeza, estaban decorados con pasadores de jade en forma de mariposas y colibríes, joyas que había sacado de uno de los carros de los mercaderes. Volvía a llevar el rostro maquillado, los párpados en un azul brillante, con las pestañas alargadas artificialmente, y los labios pintados en un rojo profundo.
Introdujo un brazo bajo el de él, esperando acompañarlo a recoger el carro, pero Dhamon les indicó a ella y a Trajín que se reunieran con él ante la puerta de Sombrío Kedar al cabo de un rato.
Solo, Dhamon descendió por una calle que conducía al este, donde las cimas de las Khalkist desaparecían en el interior de unas nubes bajas. Lo cierto era, se dijo para sí, que no había visto un cielo despejado desde la noche en que Rig y Fiona habían ido a parar a su campamento.
Se detuvo ante un edificio achaparrado, uno en mucho mejor estado que sus vecinos. Al parecer, el ogro a cargo del lugar estaba bastante orgulloso de él. En cuanto penetró en su interior, fue recibido con un gruñido y unos ojos entrecerrados, y el ogro situado tras una gran mesa que servía de mostrador estiró un dedo rechoncho e indicó a Dhamon que se fuera.
Pero éste negó con la cabeza y agitó una pequeña bolsa que colgaba de su cinturón.
El dedo descendió y los gruñidos cesaron, pero los ojos se entrecerraron aún más. La criatura ladeó la cabeza y echó una veloz mirada a la pared trasera, de la que pendían toda clase de armas de larga empuñadura; todas demasiado voluminosas para el humano.
—Quiero un arco —empezó Dhamon, agitando de nuevo la bolsa.
El otro sacudió la cabeza y encogió unos hombros deformes. Dhamon profirió un profundo suspiro.
—Será mejor que aprenda un poco más del idioma ogro si sigo andando mucho más tiempo por estas montañas o tengo que regresar alguna vez a este sumidero —masculló, luego apretó los labios en una fina línea, miró fijamente al otro, y fingió tensar un arco y colocar una flecha al tiempo que pronunciaba unas cuantas palabras en entrecortado lenguaje ogro.
Minutos más tarde, Dhamon seguía andando por la sinuosa y estrecha calle, con un largo arco y un carcaj lleno de flechas sujeto a la espalda. Tras el incidente con los enanos en el valle, había resuelto conseguir un arma para atacar a distancia.
Hizo otra parada y adquirió tres odres del licor más fuerte que podía hallarse en la ciudad. Dos los dejó colgando del cinturón, y el tercero lo sostuvo en la mano, para tomar un buen trago de él antes de sujetarlo también al cinto.
Los numerosos ogros junto a los que pasó lo evitaron. Estaba claro que no sentían ningún respeto por los humanos, pues escupían al suelo cuando él se acercaba, gruñendo y arrugando las aguileñas narices repletas de verrugas. Pero había algo en el porte y la expresión del hombre que les impedía abordarlo. En cuanto él posaba la mano sobre la empuñadura de su espada, ellos se marchaban al otro lado de la calle, sin atreverse a mirar por encima del hombro hasta encontrarse a varios metros de distancia.