Su siguiente parada fue en el punto donde la calle finalizaba ante un enorme edificio. No tenía tejado, sólo paredes de piedra y madera, y una amplia puerta doble medio podrida que permanecía ligeramente abierta.
Dhamon introdujo la cabeza en el interior y la retiró al instante, al tiempo que se dejaba oír un zumbido y un golpe sordo producidos por una enorme hacha de armas de dos manos al descender en el lugar donde había estado su cuello momentos antes. Barro y agua salieron despedidos por los aires al chocar la hoja contra el suelo, salpicando la túnica de Dhamon y arrancándole sonoros juramentos.
Abrió la puerta de una patada y desenvainó la espada al mismo tiempo; se precipitó al interior y apuntaló los pies para enfrentarse a un ogro de impresionante tamaño, uno que sin duda medía unos tres metros, con unas amplias espaldas y una considerable barriga que sobresalía por encima de un grueso cinturón de cuero. El ogro volvió a alzar el hacha, mientras una retorcida sonrisa amarillenta se extendía por el rechoncho rostro, y sus opacos ojos verdes relucían.
Dhamon retrocedió, pisando un profundo charco. Al no haber techo, llovía con la misma fuerza en el interior del edificio como en el exterior.
—¡Maldred! —gritó, sin prestar atención al lodo—. ¡Estoy con Maldred!
El ogro se detuvo un instante, y la sonrisa desapareció. La peluda frente se arrugó. Sus manos seguían sujetando el hacha, pero la amenaza había disminuido en su mirada.
—Maldred —repitió Dhamon, cuando la enorme bestia dio un paso al frente con un amenazador bufido. En entrecortado idioma ogro, añadió—: Nuestro carro. Maldred te pidió que vigilaras. Lo has hecho. He venido a recoger nuestro carro.
El ogro miró hacia la parte trasera del edificio, y la mirada fue suficiente para dar a entender al humano que el otro lo comprendía con claridad. El carromato estaba envuelto en las sombras. Dhamon avanzó hacia él, sin perder de vista al ogro y con la espada lista. Sólo había un caballo atado a poca distancia, y el humano lo enganchó rápidamente al carro mientras escudriñaba la zona en busca del otro animal.
—Maldición —juró por lo bajo al descubrir sangre en la pared trasera; distinguió una madeja de crines y, debajo de un montón de paja húmeda y mohosa, una pata ungulada que sobresalía—. ¿Tenías hambre, no es cierto? —No esperaba que el otro lo comprendiera o respondiera—. Elegiste al más grande para comértelo.
La criatura se acercó más, arrastrando los pies por el barro. Sujetaba todavía el hacha ante él, y sus ojos se movían veloces de un lado a otro.
Dhamon se dedicó a comprobar lo que había bajo la empapada lona alquitranada, sin perder de vista al ser.
—También te atacó la codicia, ¿no? O al menos, la curiosidad.
Se dio cuenta de que los sacos se hallaban colocados de un modo distinto en el fondo del carro, y aunque no podía estar seguro de si faltaba algo, decidió echarse un farol y apuntó al ogro con la espada.
—Devuelve. Los sacos que cogiste. Devuelve.
—¡Thwuk! ¡Thwuk! —rugió el ogro acercándose y alzando el hacha sobre su cabeza en un gran alarde amenazador—. ¡Thwuk no coger de Maldred!
Pero Dhamon no estaba de humor para dejarse intimidar. Se precipitó hacia adelante y barrió con la espada el vientre de su atacante, luego dio un salto atrás mientras una cortina de oscura sangre brotaba al exterior. El ogro aulló, y el hacha resbaló de sus dedos, que sujetaban ahora furiosamente su estómago. La sangre se derramó por encima de las manos de la bestia mientras ésta caía de rodillas, con una mezcla de cólera y sorpresa reflejada en el feo rostro.
Lanzó un gutural gruñido a Dhamon, y una baba roja se derramó por el bulboso labio. Luego gritó una vez más cuando el humano volvió a adelantarse y le rebanó la garganta. El ogro se desplomó de bruces sin vida.
—Espero que no fueras demasiado buen amigo de Maldred —reflexionó Dhamon, mientras limpiaba la espada en las ropas del muerto y volvía a envainarla; arrojó rápidamente un montón de paja sobre el ogro muerto, evitando los insectos que se arremolinaban sobre la grupa del caballo.
A continuación utilizó la lluvia para lavarse las manos y echar un buen vistazo por todas partes. Plantas altas crecían en la mitad septentrional del edificio. Parecían bien cuidadas, y sus extremos casi llegaban al lugar donde había estado el techo. Había una enorme hamaca colgada entre lo que había servido como vigas de soporte del tejado, y debajo toda una colección de pequeños barriles y morrales, posiblemente las posesiones del ogro.
Dhamon se arrancó la túnica recién adquirida, que estaba empapada de sangre y barro, y la arrojó tras una hilera de plantas; rebuscando en el carro bajo un saco de piedras preciosas, recuperó la elegante camisa que había guardado del botín de los mercaderes y se apresuró a ponérsela. Al ser negra, complementaba a la perfección los abombados pantalones y el chaleco de gamuza. El hombre admiró su oscuro reflejo en un charco que había cerca de la hamaca del ogro.
Registró luego las posesiones del muerto, sin encontrar más que un pequeño saco de gemas, que éste podría haber robado o que probablemente le habían entregado como pago por vigilar el carro. Dhamon lo arrojó al interior del vehículo y prosiguió su registro de las posesiones materiales de la criatura, hallando una bolsa repleta de piezas de acero, una daga con empuñadura de marfil y trozos de alimentos secos, que olfateó sin demasiado entusiasmo. Había unas cuantas cosillas más, una sirena rota de jade y un brazalete de bronce, cubierto de barro, que agitó en el agua que llenaba la hamaca.
Tras decidir que no había gran cosa de valor, el humano sacó el caballo y el carro de la cuadra y apuntaló la puerta para cerrarla.
—Una última parada —se dijo en voz baja—. La más importante.
Al cabo de una hora, se encaminaba hacia el establecimiento de Sombrío Kedar.
Rig estaba en el otro lado de la calle, apoyado contra un edificio de piedra abandonado, vigilando la entrada de la casa. Sus ojos hundidos, con círculos negros por debajo de ellos, demostraban que había dormido poco la noche anterior. Un humano de aspecto desaliñado permanecía encogido junto a él, asintiendo y sacudiendo la cabeza mientras Rig lo asaba a preguntas. El marinero no había descubierto a un solo humano que no estuviera vestido con harapos o pareciera remotamente feliz.
Fiona hizo una seña a su compañero para que se reuniera con ellos, pero el marinero negó con la cabeza y siguió hablando con el desconocido. La solámnica se encogió de hombros y devolvió su atención al kobold.
—Un nombre insólito —dijo, inclinándose hacia él hasta que sus rostros quedaron frente a frente.
—No es mi auténtico nombre —replicó él—. Imagino que tú lo llamarías un… —Arrugó las facciones y dio un golpecito a su nariguera.
—¿Apodo? —arriesgó ella.
—Mi auténtico nombre es Ilbreth —asintió la criatura—. Simplemente me llaman Trajín porque…
—¡Trajín! —Rikali estaba de pie en la combada acera y hacía señas con los pintados dedos al kobold—. Busca mi morral y ven dentro. ¡Deprisa!
—… voy de un lado a otro trayendo y llevando cosas —terminó a toda prisa, precipitándose a obedecer.
Dhamon instó al caballo a dirigirse a la hundida acera de madera, lo ató a un poste y pasó veloz junto a Rikali, a la que indicó que custodiara el carro… con su vida. Al entrar en el establecimiento comprobó que, a pesar de que acababa de ser la hora del almuerzo, no había bebedores de té ni aparentes pacientes. Golpeó sobre el mostrador, y los otros entraron tras él. Momentos más tarde, Maldred se asomaba entre las cuentas.
Una enorme sonrisa recorría el rostro del hombretón, y tenía los brazos extendidos a los costados. Giró sobre sí mismo para ser inspeccionado. No había ni rastro de lesión, y Dhamon contempló boquiabierto a su fornido amigo.