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—Pensé que tendría que cortarte el brazo —dijo el humano en tono uniforme.

—También lo pensaba Sombrío —replicó Maldred—. ¡Lo cierto es que lo intentó! Pero yo no le dejé. Le dije que tenía que llevar a cabo su magia y sanarme o le diría a todo el mundo que no era otra cosa que un simple charlatán. Y él no podía permitirse esa reputación, al menos no aquí. Desde luego, esto me costó un poco más de lo que le diste ayer.

Dhamon hizo una mueca.

—Lo valía, amigo mío. Sombrío es el mejor. Por desgracia, sin embargo, no es tan poderoso como para detener toda esta lluvia. Dudo que estas montañas hayan visto tanta agua desde hace años. Al menos le está dando a Bloten un muy necesario baño. —Rió por lo bajo, luego se tornó serio al instante—. ¿El carro?

Dhamon señaló con la cabeza en dirección a la calle.

—¿Te pidió Thwuk algo más por vigilarlo?

—Nada más. —Movió la cabeza negativamente—. Soy un negociador hábil.

—Por eso me gustas. —Maldred se acercó a Fiona, con los ojos centelleando alegremente y atrayendo los de ella—. Ahora pasemos a ese asunto de obtener para ti un rescate, dama guerrera.

—Tenemos una cita esta noche —carraspeó Dhamon.

Maldred enarcó las cejas como diciendo ¿también has negociado eso?.

—Tenemos que cenar con Donnag hoy para discutir diversos asuntos.

—Entonces será mejor que me busque algo presentable que ponerme —respondió él—. ¿Me acompañas, dama guerrera?

—¿Mi rescate? —El rostro de Fiona estaba aún crispado por la preocupación—. ¿Es el rescate parte de los diversos asuntos?

—Sí. Creo que esta noche podremos conseguirte algo de dinero.

Maldred no vio la severa expresión y los ojos entrecerrados de Dhamon, pues dedicaba todos sus encantos y atención a la solámnica. El Hombretón alargó el brazo, y ella lo tomó, abandonando la tienda con él y recibiendo una furiosa mirada de la semielfa. Fiona miró al otro lado de la calle, pero no vio al marinero por ninguna parte.

Rig había ido a parar a una callejuela adoquinada, una de las pocas que había en Bloten. Casi todas las calles parecían anchos ríos de lodo, y tenía que rodear los charcos más grandes, pues evitarlos por completo era imposible. Cuando los adoquines desaparecían y se abría una nueva extensión de barro, los negocios y viviendas que bordeaban la calle eran aún más destartalados. Observó que unos pocos tenían como propietarios, o al menos como encargados, humanos y enanos, y que éstos parecían abastecer a los habitantes que no eran ogros. Ninguna de las tiendas poseía toldos o tablones en la parte delantera, sólo franjas de profunda y fangosa arcilla. El marinero echó una ojeada a su reflejo en un rebosante abrevadero para caballos. Su estómago rugía, pues apenas había tocado su cena la noche anterior, mientras sus compañeros comían con fruición, y ese día no había comido nada, ya que no deseaba nada que perteneciera a este lugar. Pero se sentía algo débil, la cabeza le dolía y las manos le temblaban, y sabía que tendría que comer alguna cosa. Alzó la mirada, buscando un establecimiento que pudiera vender alimentos reconocibles.

—¿Gardi? ¿Erezzz tú Gardi?

Rig se dio cuenta de que un joven larguirucho que acababa de inclinarse fuera de un sinuoso pórtico le hablaba a él.

—Oh, perdón. Pensar tu zer Gardi.

Se dio la vuelta y desapareció por la puerta, al tiempo que el marinero daba un salto al frente y lo agarraba por la muñeca. El joven escupió una palabra que parecía extranjera, luego tragó saliva y sus ojos se abrieron de par en par cuando advirtió todas las armas que lucía el marinero.

—Está bien —dijo Rig—. No voy a hacerte daño. Sólo quiero hablar. Soy nuevo en la ciudad, y me preguntaba…

—¡Qué pena! —respondió él, relajándose un poco cuando el otro lo soltó.

Rig ladeó la cabeza.

—¡Qué pena que hayas venido aquí! —siguió el hombre, con una genuina expresión de tristeza en el rostro—. Bloten no es un buen lugar en el que estar… si puedes elegir estar en otra parte. Y no puedo perder el tiempo contigo. Tengo que ganar dinero. Impuestos que pagar. Impuestos, impuestos, impuestos y más impuestos.

Rig sacó una moneda de acero del bolsillo y la introdujo en la mano del joven.

—Háblame de este lugar.

—Impuestos —repitió él.

—Sí, ya lo sé —contestó Rig—. Ahora dime dónde puedo conseguir algo para comer.

8

Donnag

La tarde encontró a Rig y a los demás en el otro extremo de la ciudad, en casa del caudillo Donnag, el gobernador de todo Blode.

La mansión, un palacio lo llamó Trajín, resultaba algo incongruente en comparación con los edificios que se extendían alrededor y con todas las casas que hasta entonces habían visto en Bloten. Tenía tres pisos de altura, de acuerdo con las dimensiones de los ogros, lo que hacía que a los humanos les pareciera como si tuviera casi cinco. Y ocupaba toda una manzana de la ciudad. El exterior estaba en buen estado, la sillería remendada y pintada de un blanco brillante que parecía gris pálido bajo la continua llovizna. Una moldura de madera pintada de color naranja bordeaba las esquinas, tallada con imágenes de dragones de alas extendidas y cabezas mirando al cielo. Arbustos decorativos llenos de malas hierbas y que pedían a gritos ser podados se extendían bajo las ventanas adornadas con extravagantes cortinas, y se habían podado las enredaderas llenas de espinos para mantenerlas fuera del sinuoso sendero de adoquines que conducía a las impresionantes puertas de acceso dispuestas bajo un saliente en forma de arco.

Había dos ogros de guardia a cada lado de las puertas, ataviados con armaduras abolladas y sosteniendo alabardas más largas que el arma de Rig. Protegidos de la lluvia, estaban secos y sudorosos por el calor del verano, y olían poderosamente a almizcle. Uno se adelantó e indicó un cajón de embalaje.

—Quiere que dejéis fuera todas vuestras armas —explicó Maldred.

—¡No lo haré! —Rig retrocedió y sacudió la cabeza—. No me quedaré indefenso en…

Fiona se deslizó junto a él, soltando su talabarte que depositó en el cajón; luego sacó una daga de su bota y la añadió al arma. Tras un momento de vacilación, dejó el casco junto al recipiente y se peinó los cabellos con los dedos. Dhamon retiró también su talabarte, balanceándolo por encima de la caja junto con los odres de cerveza al tiempo que miraba a los centinelas ogros. Luego lo colocó con cuidado en el interior. Rikali hizo lo propio con la daga de empuñadura de marfil que Dhamon le había dado, y Trajín depositó de mala gana su jupak. Los cuatro aguardaron entonces a Rig.

—No lo haré.

—Entonces haz lo que quieras y espéranos aquí —dijo Maldred.

El hombretón extendió de nuevo galantemente el brazo a Fiona, con ojos centelleantes y afectuosos que arrancaron una leve sonrisa del rostro ovalado de la mujer. La solámnica vaciló un instante antes de tomarlo del codo y penetrar en el edificio, sin dedicar al marinero una segunda ojeada.

Rikali aguardó a que Dhamon imitara el cortés gesto de Maldred, haciendo un puchero cuando éste no lo hizo, para a continuación entrar tras él.

—Amor —le susurró mientras le daba un codazo—. Deberías aprender mejores modales. Observa a Mal. Él sabe cómo tratar a una dama.

Trajín se había introducido en el interior justo por delante de la pareja.

—Ahh… —Rig apoyó su arma contra la pared delantera de la mansión—. Será mejor que esto siga aquí cuando yo salga —advirtió; luego procedió a dejar sus otras armas más visibles en el interior del cajón de embalaje y a reunirse con los otros dentro de la casa.

El interior era impresionante. Una larga mesa de madera de cerezo dominaba el comedor al que fueron escoltados, circundada por sillones tamaño ogro con almohadones bien rellenos y respaldos profusamente tallados. Ninguno de los muebles estaba encerado ni en el mejor de los estados, pero eran mejores que el mobiliario del establecimiento de Sombrío Kedar y de los otros lugares que habían visitado. De las paredes colgaban pinturas, realizadas por artistas humanos de renombre. Los ojos de Rig se entrecerraron y clavaron en uno. Lo había pintado Usha Majere, la esposa de Palin; el marinero había visto suficientes obras de la mujer cuando visitó la Torre de Wayreth para reconocerlo, y sabía que ella no lo habría pintado para un caudillo ogro. Robado, se dijo. Probablemente como todo lo demás en esta habitación.