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Una humana desgarbada, escasamente vestida con chales de color verde pálido, los invitó a elegir un lugar en la mesa y musitó que debían aguardar para sentarse. Tras dar una palmada, una ogra hizo su aparición con una bandeja de bebidas servidas en altas copas de madera. Detrás de ella entró Donnag.

El caudillo era el ogro de mayor tamaño que habían visto desde su llegada a la ciudad. Con casi tres metros treinta de altura, tenía unos grandes hombros sobre los que descansaban relucientes discos de bronce festoneados con medallas militares; algunas reconocibles como pertenecientes a los caballeros negros y a los caballeros de la Legión de Acero, unas cuantas con marcas nerakianas. Se cubría con una pesada cota de malla, que relucía a la luz de las gruesas velas distribuidas uniformemente por toda la estancia, y debajo de ella llevaba una costosa túnica morada. Aunque iba vestido regiamente como un monarca, no dejaba por ello de ser un ogro, con verrugas y costras salpicando su enorme rostro curtido. Dos colmillos sobresalían hacia arriba en su mandíbula inferior, y varios aros de oro atravesaban la amplia nariz y el bulboso labio inferior; las orejas quedaban ocultas por un casco de oro con aspecto de corona, adornado con piedras preciosas de exquisita talla y zarpas de animales grotescamente dispuestas en diagonal.

Sin embargo, avanzó con elegancia y en silencio, deslizándose hasta el asiento a modo de trono situado a la cabecera de la mesa donde se instaló. La humana permaneció a su derecha, a la espera de sus órdenes. A un gesto de cabeza de Donnag, Maldred apartó la silla para que Fiona se sentara, luego se sentó él. Los otros le imitaron, siendo Rig el último en hacerlo. El marinero siguió examinando la estancia con recelo, observando las pinturas, los candelabros y las chucherías que desde luego no habían sido creados para un ogro. Como antiguo pirata que era, Rig reconocía el pillaje cuando lo veía.

La mirada del ergothiano se posaba de vez en cuando en Fiona, a quien no parecía preocuparle lo que los rodeaba. Pero entonces el hombre se recordó que en la mujer prevalecía su creencia de que, al estar allí, podría de algún modo conseguir las monedas y las gemas con las que pagar el rescate de su hermano.

—No habíamos recibido a una Dama de Solamnia nunca antes —empezó a decir Donnag; su voz profunda y chirriante insinuaba una edad avanzada, pero su dominio de la lengua humana era preciso—. Nos sentimos honrados de teneros en nuestra estimada presencia, lady Fiona.

La mujer no respondió, aunque le sorprendió que conociera su nombre. Donnag, advirtiendo tal vez su incertidumbre, prosiguió con rapidez:

—Me alegro de tenerte en nuestro humilde hogar de nuevo, Maldred, y sirviente Ilbreth. —El kobold asintió, sonriente—. Y al amigo de Maldred… Dhamon Fierolobo. Conocemos tus gloriosas proezas y nos sentimos impresionados. Y tú eres…

El marinero estaba observando otro cuadro, uno que mostraba la costa oriental de Mithas, la costa Negra. El artista había representado un cielo en las primeras horas del crepúsculo, y tres lunas flotaban suspendidas sobre las aguas, en una época anterior a la Guerra de Caos cuando Krynn tenía tres lunas. Absorto en la pintura, que despertaba recuerdos de las islas del Mar Sangriento, Rig no se daba cuenta de que el caudillo se dirigía a él.

—Se llama Rig Mer-Krel —manifestó Fiona.

—¿Un ergothiano?

Rig asintió, su atención puesta por fin en Donnag. El marinero ahogó una risita, al encontrar que el rostro de su anfitrión, su regio vocabulario y su vestimenta estaban completamente reñidos entre sí.

—Estás muy lejos de tu hogar, ergothiano.

Rig abrió la boca para decir algo, y luego cambió de idea. Volvió a asentir y rezó a los dioses ausentes para que la cena transcurriera con rapidez.

—Lady Fiona, nuestros consejeros nos dicen que necesitáis una considerable cantidad de monedas y gemas para utilizarlas como rescate para vuestro hermano. Que los jefes de los Caballeros de Solamnia no os ayudarán en esto.

Ella asintió, con otro atisbo de sorpresa en los ojos al comprobar lo mucho que sabía él sobre el motivo de su presencia en la ciudad.

—¿A vuestro hermano lo retienen junto con otros caballeros en Shrentak?

Volvió a asentir.

—¿Y tenéis la intención de ir a Shrentak? Es un lugar terrible.

—No, caudillo Donnag —repuso ella, negando con la cabeza—. No necesito adentrarme tanto en la ciénaga. Uno de los secuaces de la Negra, un draconiano, se reunirá conmigo en las ruinas de Takar. Es allí donde debo entregar el rescate. A mi hermano lo conducirán allí y me lo entregarán. Tal vez me entregarán también otros caballeros si consiguió obtener suficiente.

—Es una tarea admirable la que os habéis encomendado —respondió su anfitrión, aclarándose la garganta—, puesto que la familia es lo más importante. —Hizo una pausa para tomar un sorbo de vino y carraspear de nuevo—. Nosotros no nos oponemos a la esclavitud y a mantener prisioneros. Siempre el más débil y desdichado debe servir al más fuerte. Sin embargo, no sentimos el menor amor por la Negra y su cada vez más extensa ciénaga. A decir verdad, nuestro ejército viajó al pantano no hará ni un mes y destruyó una creciente legión de dracs; mi general creía haber localizado un nido donde eran creados. El coste fue alto para nosotros, pero ni un solo drac quedó con vida. Por suerte para nosotros, la Negra no estaba allí en esos momentos.

Donnag volvió la cabeza despacio para asegurarse de que todo el mundo le prestaba atención.

—Y así pues, debido a nuestro amor por la familia y a nuestro odio por la Negra, os facilitaremos monedas y gemas más que suficientes para obtener la liberación de vuestro hermano.

—¿Por qué? —La pregunta surgió del marinero.

Donnag se mostró irritado, mientras la humana situada junto a él le llenaba la copa de vino hasta el borde.

—Además, le daremos hombres para que la acompañen hasta las ruinas de Takar. El pantano es peligroso, y ayudaremos a asegurar que alcance su destino. Al ayudarla, tal vez asestaremos un duro golpe a la que llamamos Sable. Podemos concederos cuarenta hombres.

—¿Y qué nos va a costar eso? —Rig deseó poderse tragar aquellas palabras cuando captó la feroz mirada del caudillo; no obstante, siguió diciendo—: Todo tiene un precio en vuestro país, ¿no es así, majestad? Licencias, impuestos, cuotas. Tengo entendido que incluso cobráis a humanos y enanos por el agua que sacan de los pozos. Oh, lo olvidaba, también cobráis impuestos a los semiogros, aunque no en tanta cuantía.

—Como dices, ergothiano, todo tiene un precio. Incluida nuestra ayuda —repuso Donnag con frialdad, al tiempo que volvía la mirada hacia la dama solámnica—. En las colinas situadas al este hay poblados que se dedican al pastoreo de cabras que nos suministran leche y carne. A nosotros nos gusta mucho la leche. Un poblado en particular ha sufrido repetidos ataques y han desaparecido cabras en plena noche. Sospechamos que se trata de lobos o de un enorme gato montes. Nada para una guerrera como vos. Estos aldeanos son súbditos muy leales, y nos preocupa enormemente que se vean atormentados de este modo. Si vais a ese poblado, Talud del Cerro, y ponéis fin a los ataques, se os entregará una fortuna en monedas y joyas, vuestro rescate. Talud del Cerro no está lejos, a un día de viaje.

—Tenéis un ejército de ogros —intervino Rig—. ¿Por qué no hacer que ellos ayuden a vuestros muy leales súbditos?