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La lluvia había proseguido sin parar durante los últimos días, en ocasiones cayendo con fuerza, y en otras, como en ese momento, en forma de fina llovizna, cuyo único propósito parecía ser evitarles soportar el impacto del caluroso día. La semielfa alzó el rostro hacia el cielo para atrapar un poco del agua de lluvia en la boca y luego descansó la barbilla de nuevo en el pecho de él.

—Dhamon Fierolobo, te amo.

—Rikali, yo…

—¿Vais a reuniros con nosotros, tortolitos?

Rig había conseguido llegar a la repisa siguiente y los miraba desde lo alto. Trajín se hallaba sobre su hombro, con los rojos ojos centelleando traviesos.

Dhamon extendió la mano para coger la cuerda, sin observar la sombría expresión del rostro de su compañera. Casi había llegado al siguiente saliente cuando sintió un calorcillo en la pierna procedente de la escama, que apenas le dio tiempo a prepararse, pues se tornó al instante en un calor abrasador. Agarró firmemente la cuerda, cerrando los ojos con fuerza, al tiempo que hundía los dientes en el labio inferior. Sintió el sabor de la sangre en la boca y, a continuación, dedicó todos sus esfuerzos a colgarse mientras se veía atormentado por una oleada tras otra de intenso calor y frío entumecedor.

El dolor era cada vez más intenso. Y cada vez era distinto, más caliente y luego terriblemente helado, alternando de forma súbita de un extremo a otro. Tras los párpados lo veía todo rojo: las llamas de un fuego, el aliento de la señora suprema que lo había maldecido con la escama que llevaba en la pierna. Luchó por concentrarse en algo que no fueran las llamas, real o imaginario, no importaba; cualquier cosa que disminuyera el dolor. Por un instante vio el rostro de una kalanesti, dulce y hermoso, pero entonces el rojo lo dominó todo y contempló un par de parpadeantes ojos rojos.

—Soñando —chirrió, y se mordió los labios con fuerza, casi como si saboreara aquel dolor.

—¿Dhamon? —Rig miraba por encima del borde, esperando para izarlo.

Rikali daba nerviosos brincos sobre la repisa, comprendiendo lo que sucedía.

—¡Dhamon! —chilló el marinero.

—¡Déjalo tranquilo! —siseó la mujer a Rig, e inició el ascenso por la pared—. Agárrate —lo instó—. Limítate a agarrarte, amor.

La semielfa llegó hasta él, extendió el brazo y sujetó el cinturón del que colgaban la espada y los odres de cerveza, pero los estremecimientos de su compañero amenazaban con arrancarla de la pared del risco.

En cuestión de segundos Dhamon empezó a temblar aún más. Rig tiró de la cuerda, con Rikali trepando junto con ella, una mano en una grieta vertical, la otra aferrada aún al cinturón de su compañero; entre los dos consiguieron arrastrarlo hasta la repisa, donde le quitaron el arco y el carcaj y lo tendieron en el suelo lejos del borde. La semielfa se inclinó sobre él y apartó al marinero, cloqueando como una gallina clueca.

—Sigue adelante —indicó al otro, agitando el brazo—. Dhamon y yo estaremos perfectamente aquí. Os alcanzaremos dentro de unos minutos. —Luego cambió rápidamente de parecer sobre la situación—. ¡Mal! —chilló—. ¡Necesita ayuda!

Parecía como si Dhamon fuera víctima de una convulsión. La semielfa soltó de un tirón uno de los odres que su compañero llevaba al cinto, le alzó la cabeza y vertió la bebida en su boca, aunque buena parte de ella se derramó por su barbilla y sobre la camisa. Friccionó los músculos de su garganta para ayudar al líquido a descender.

—Eso no lo ayudará, Riki. —Maldred había descendido desde el saliente situado más arriba; apartó a Rig para acuclillarse junto a su amigo—. Sólo lo deja un poco aturdido, eso es todo. —Cogió el brazo de Dhamon y lo sujetó con fuerza al tiempo que él le devolvía el apretón con todas sus fuerzas, clavando las uñas en los músculos del hombretón—. Eso es —animó Maldred, mientras la preocupación se reflejaba profundamente en las arrugas que rodeaban sus ojos y su boca—. Aguanta, amigo.

Rikali volvió a dejar el odre en su lugar, haciendo caso omiso deliberadamente del marinero y de Fiona, que hacían preguntas desde lo alto.

—Dhamon no es cosa vuestra —les dijo por fin.

Minutos más tarde, Dhamon dejó de temblar. Aspiró con fuerza el húmedo aire y abrió los ojos.

—Estoy bien ahora —anunció, sin discutir cuando Maldred lo ayudó a ponerse en pie y a sujetar el carcaj y el arco a su espalda. Sus ojos se clavaron en la fija mirada de Rig—. Estoy bien. —repitió con más énfasis.

—Y un cuerno —protestó el otro—. Es esa maldita escama, ¿no es cierto?

Maldred pasó junto a los dos y empezó a escalar de nuevo, dejando caer la cuerda cuando llegó a lo alto al tiempo que se apuntalaba para izar a su amigo.

—Sí, es la escama. —Dhamon agarró la cuerda, confiando casi por completo en la fuerza de Maldred para levantarlo, pues el ataque lo había agotado.

Rikali hizo una seña al marinero para que fuera el siguiente.

—Dhamon sufre estos temblores de vez en cuando. Eso es todo —indicó—. Los supera y se queda como nuevo. Mal lo ayuda a vencerlos. Mal es su mejor amigo. Dhamon no necesita vuestra compasión.

El resto de la ascensión transcurrió en silencio hasta que, entrada la tarde llegaron a una estrecha meseta, en la que vivían los cabreros. Se trataba de una comunidad pequeña, cuyas casas eran una colección de cuevas diminutas y cobertizos construidos con troncos de pino y pieles apoyados en la ladera de la montaña, que se alzaba sobre ellos al menos otros ciento veinte metros más. Los moradores eran humanos y Enanos de las Montañas, los primeros bajos y delgados, casi desproporcionados, pero evidentemente ágiles como monos; los segundos eran rubicundos y achaparrados, al parecer igualmente en su elemento en ese emplazamiento elevado. Todos los hombres lucían cortas barbas puntiagudas, como si hubieran adoptado el aspecto de sus compañeros de cuatro patas. El aire transportaba un aroma acre a cabras mojadas, gente mojada, y algo irreconocible —y nada agradable— que se cocinaba en una fogata situada en un agujero cubierto para resguardarla de la lluvia.

Rikali rebuscó en su morral un frasco de aceite perfumado y se lo aplicó generosamente, añadiendo una gota bajo la nariz.

—Mejor —declaró.

—Soy Kulp —se presentó un humano de edad avanzada, extendiendo la mano hacia Dhamon. Los dos se hallaban cerca de la hoguera, donde se habían reunido varios pastores—. Gobierno esta aldea, llamada Talud del Cerro, y soy quien notificó a su eminente señoría Donnag que nuestro rebaño está menguando. Agradecemos al lord cualquier ayuda que nos podáis proporcionar, aunque lo cierto es que me sorprende mucho que nos la haya enviado. Su señoría no es famoso por preocuparse del bienestar de estas aldeas.

¿Su señoría?, articuló Rig en silencio.

Maldred paseó por el poblado, acompañado de Fiona, en busca de alguna señal de los temidos lobos, y mientras deambulaban charlaron animadamente con la gente que encontraban, respondiendo preguntas sobre la ciudad situada allá abajo, las hechuras de los vestidos de las mujeres, la música que era popular, la amenaza de la hembra de Dragón Negro llamada Sable, lo que sucedía en el mundo al este de las Khalkist. Cuando Maldred reveló que Fiona era una Dama de Solamnia que se había enfrentado a los señores supremos dragones, toda la atención se centró en ella, y las preguntas, en los grandes dragones. Todos los aldeanos habían oído hablar de los señores supremos y sabían lo que habían hecho a Krynn. Sin embargo, ninguno de ellos había visto un dragón, con excepción de una poco frecuente silueta en las alturas, y todos ellos mostraban su incredulidad ante el hecho de que lord Donnag hubiera enviado a alguien tan importante como Fiona a ayudarlos.