—Ahí arriba —explicó Maldred, señalando hacia una serie de agujeros negros—. Tal vez haya gigantes en todos ellos si están desperdigados, o quizás están agrupados en uno solo; pero yo espero que no sea así. Preferiría ocuparme de ellos de uno en uno. En cualquier caso, tendremos que buscar un poco para encontrarlos. Los enanos con los que hablé anoche están seguros de que son sólo tres debido a las huellas que han descubierto.
—Sólo tres —murmuró Rikalí—. Son gigantes. Yo diría que tres es mucho más que suficiente.
—Bueno, al menos sabemos a qué nos enfrentamos —intervino Dhamon.
—¿Has luchado alguna vez contra gigantes? —inquirió la semielfa en tono burlón mientras él iniciaba la ascensión a la montaña.
—Una vez. Cuando estaba con los Caballeros de Takhisis. Eran dos, y cada uno tenía dos cabezas. Ettins los llamó mi comandante.
—Bien, es evidente que saliste victorioso. Estás aquí. ¿Eran muy duros? ¿A qué velocidad corren los gigantes? —quiso saber Rikali.
El meneó la cabeza, sin preocuparse de responder a su sucesión de preguntas hasta que llegaron de nuevo a terreno llano. Tras una ascensión de unas cuantas decenas de metros, le hizo una seña, indicándole las pruebas de la existencia de los gigantes: el cuerpo destripado de una cabra incrustado profundamente entre dos rocas, los huesos de otro animal a unos quince metros más arriba.
Rikali se tapó la boca para no vomitar.
—Son unos puercos comiendo —comentó Trajín mientras arrancaba un retorcido cuerno al cadáver y se lo llevaba al oído como si pudiera oír el océano; tras eliminar unos pedazos de carne podrida, sujetó el cuerno a su cinturón—. Sus padres jamás les enseñaron a limpiar después de haber comido. Gigantes malos.
* * *
—Tres cuevas, y nada. Nada excepto lluvia y huesos de cabra. Han estado aquí, pero no están ahora. No parece que hayan estado aquí desde hace unas dos semanas.
Rig se apoyó en el risco y alzó los ojos hacia Dhamon, que había trepado algo más arriba, con las ropas brillando negras como el carbón bajo el plomizo cielo. El marinero se palmeó el estómago y refunfuñó:
—El cielo y las tripas me indican que es casi el atardecer. Y no queda gran cosa de montaña por ver. —Sacó un pedazo de raíz cocida del bolsillo, lo partió en dos y se metió un trozo en la boca.
Trajín subió correteando en pos de Dhamon, seguido por Rikali, que regañaba al kobold con respecto a algo.
—Tal vez se han ido —sugirió Maldred.
—Necesito la recompensa que Donnag prometió —dijo Fiona, hundiendo los hombros—. Necesito esos cuarenta hombres.
—Ogros —interpuso Rig—. Te prometió ogros, Fiona. —En voz más baja, masculló que la promesa del caudillo valía tanto como los restos de cabra que habían encontrado.
—Los ogros son hombres, Rig —replicó ella—. Y agradeceré su ayuda.
—Conseguirás los hombres, dama guerrera —indicó Maldred, colocándose entre ambos y mirando a la solámnica con ojos brillantes—. Registraremos una o dos cuevas más y luego nos marcharemos. Explicaré al caudillo que hicimos todo lo que pudimos y que quizá se han ido y ya no supondrán una amenaza para Talud del Cerro. Siempre y cuando la amenaza haya desaparecido, Donnag mantendrá su palabra con respecto a los hombres.
¿Lo hará? inquirieron las cejas enarcadas del marinero.
—¡Aquí arriba! —llamó Dhamon.
El guerrero estaba de pie sobre un saliente ante un alto y estrecho tajo en las rocas. La entrada de la cueva tenía un aspecto serrado e irregular, como si la zarpa de una criatura enorme hubiera desgarrado la montaña.
—¿Encontraste algún rastro de ellos? —quiso saber Maldred desde abajo.
—Ningún rastro. —Dhamon negó con la cabeza—. Pero encontré otra cosa muy interesante. —Y desapareció en el interior de la gruta, con Trajín y Rikali tras él.
—Las damas primero. —Maldred hizo una reverencia a Fiona, que inició la ascensión, y luego hizo intención de seguirla, pero Rig le puso una mano en el hombro.
—Es mi compañera —explicó sencillamente el marinero—. Nos casaremos dentro de unos meses. No me gusta el modo en que la miras siempre. Y estoy harto de que ocupes su tiempo.
—Yo diría que ella se pertenece a sí misma —repuso él con una amplia sonrisa—. Y aún no estáis casados. —Acto seguido, se colocó delante del marinero antes de que el asombrado Rig pudiera decir nada.
El ergothiano permaneció solo sobre la repisa durante varios minutos, escuchando el repiqueteo de la lluvia repiqueteaba contra las rocas y contemplando el poblado, que daba la impresión de un conjunto de casas de muñecas desperdigadas, la gente y las cabras simples insectos que vagaban sin rumbo entre los charcos, que deseó se convirtieran en un lago y engulleran Talud del Cerro.
* * *
Desde el exterior se filtraba muy poca luz, pero era más que suficiente para que Dhamon advirtiera enseguida que no se trataba de una cueva corriente. Se detuvo en el interior de la alta y estrecha entrada, sobre un antiguo suelo de mosaico hecho con pedacitos de piedra de diferentes colores. Seis elevados pilares, de al menos doce metros de altura, se elevaban desde el suelo hasta el techo. Eran gigantescos troncos de árbol, todos de un grosor prácticamente idéntico; se preguntó qué proeza de ingeniería los habría llevado a lo alto de esa montaña para luego colocarlos en ese lugar. Prácticamente blancos debido a su antigüedad, estaban tallados con imágenes de enanos colocados unos encima de los hombros de los otros. El que se hallaba encima de todo de cada columna lucía una corona, y sus brazos extendidos parecían sostener el techo de la cueva.
—¡Por mi vida! —Rikali se introdujo en el interior detrás de él, y Trajín se deslizó entre la pareja.
—Una antorcha —indicó Dhamon—. Quiero ver mejor todo esto.
—Fee-ohn-a las lleva en su mochila —dijo Rikali en tono arisco.
Cuando los otros se reunieron por fin con ellos y se encendió una antorcha, aparecieron muchas más imágenes de enanos. Talladas en las paredes de la cueva, cada rostro era distinto e increíblemente pormenorizado: hombres, mujeres, niños, algunos guerreros a juzgar por sus cascos y rostros llenos de cicatrices, otros sacerdotes por los símbolos que colgaban de sus cuellos. Los rostros mostraban una amplía variedad de emociones: felicidad, orgullo, dolor, amor, sorpresa y muchas más.
El suelo era liso y llano, y los pedacitos de piedra pintada estaban dispuestos sobre él de modo que formaban el rostro de un enano de aspecto imponente, con los alborotados cabellos extendidos hasta tocar las paredes de la caverna, y las columnas enmarcando prácticamente a un cabecilla anciano y de semblante inteligente. El color se había apagado, pero Dhamon supuso que la trenzada barba había sido de un rojo brillante en el pasado, y las cuentas entretejidas en ella teñidas de plata y oro. Los ojos muy separados estaban hundidos y eran negros, formando braseros que tal vez habían sido utilizados en alguna ancestral ceremonia.
—Reorx —dijo Dhamon, y su mano se deslizó hacia la empuñadura de la espada.
Sentía un hormigueo en la nuca. Algo no encajaba en ese lugar, pero no conseguía identificar qué era. Contempló con fijeza los ojos de la imagen. Era como si alguien lo observara, una sensación que había aprendido a identificar cuando estaba con los Caballeros de Takhisis. Deseó estar de vuelta en Bloten, con su nueva espada y en marcha otra vez. Desvió la mirada y la dirigió a las columnas.
—Éste debe ser uno de los templos de Reorx.
—¿Quién? —Rikali le tiró de la manga—. ¿Quién es Re-or-ax?