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—Wyrmsbane —musitó.

Dhamon alzó la hoja paralela a su rostro, y sus oscuros ojos se reflejaron en el brillante acero. ¿Era su imaginación o desprendía el metal una tenue luz propia? Puede que fuera el texto elfo, un conjuro escrito que producía el suave resplandor.

—¿Dhamon? —Maldred se encontraba junto a su hombro.

La atención del guerrero regresó veloz a Donnag, que estaba apoyado en una columna, observándolos, nervioso.

—Te dije que lo vigilaras.

—Todo va bien —respondió el hombretón—. No hará nada contra nosotros ahora. —Como si se le acabara de ocurrir, y en voz mucho más baja, dijo—: Y lo vigilo, muy de cerca. —Indicó la espada con la cabeza—. ¿Wyrmsbane, dijiste?

—Uno de los nombres que recibía la espada.

—¿Y estás seguro de que ésta es la legendaria arma? —Los ojos de Maldred se posaron veloces sobre la pared llena de espadas, luego regresaron a Donnag, que no se había movido ni un centímetro.

—Encaja con la descripción que me dio el sabio —asintió Dhamon.

—La espada de Tanis el Semielfo.

—Ha tenido muchos dueños a través del tiempo. Muchos nombres. La mayoría la conoce como Wyrmsbane, espada hermana de Wyrmslayer.

—¿Wyrmslayer? ¿El arma que el héroe elfo Kith-Kanan empuñó en la Segunda Guerra de los Dragones?

Su compañero volvió a asentir.

—Se decía que Wyrmsbane no era tan poderosa, aunque fue forjada por los mismos armeros silvanestis durante aquella Guerra de los Dragones. La leyenda dice que la espada fue entregada al reino de Thorbardin, y que de allí fue a Ergoth, donde cayó en las manos de Tanis el Semielfo. Se decía que la habían enterrado con él.

—El ladrón afirmaba haber saqueado la tumba de Tanis —refunfuñó Donnag.

Dhamon echó una ojeada al interior de la caja de acero y se preguntó sin demasiado interés si alguna de las otras chucherías habría pertenecido también al famoso héroe del pasado de Krynn.

—Redentora, la llamaron también —prosiguió—. Creo que así la llamaba Tanis. Porque se forjó para redimir al mundo de las garras de los dragones.

—Ya tienes lo que querías —dijo Donnag, carraspeando—. Ahora marchad, los dos. —No había poder tras sus palabras; era como si el caudillo suplicara a Dhamon en lugar de darle una orden.

—Una prueba primero —indicó Dhamon a Maldred—. Sólo para estar absolutamente seguro. Y tú asegúrate, Maldred, de mantener los ojos fijos en Donnag.

A continuación se dirigió a lo que consideraba era el centro de la antigua mazmorra y se dio la vuelta despacio para abarcarlo todo, aunque lo cierto es que ello era imposible, pues no podía ver en los rincones de todas las celdas que se abrían desde aquella estancia. Luego sujetó el pomo con las dos manos y cerró los ojos. Los otros dos lo observaron atentamente.

—Es un arma muy antigua, esa sobre la que me preguntas —decía un hombre menudo tan encorvado por la edad que parecía un cangrejo doblado dentro de una concha.

Unos cabellos finos, como tela de araña, se aferraban a los costados de su cabeza, y una delgada barba se extendía desde la punta de la barbilla para descender hasta los pliegues de una desgastada túnica parda. Estaba agachado sobre una mesa en una sórdida taberna de una zona peligrosa de Kortal, una ciudad situada al este de las septentrionales montañas Khalkist en el territorio de la señora suprema Roja.

—Estoy interesado en armas antiguas, Caladar —dijo Dhamon al tiempo que estiraba la mano y cogía el bock del anciano, lo atraía hacia sí y, de una jarra que había adquirido, la segunda de la noche, volvía a llenarlo. Las manos del viejo se cerraron codiciosas alrededor del recipiente y tomó un gran trago, cerrando los ojos satisfecho.

—No he probado nada tan dulce en muchos años —dijo Caladar pensativo, y depositó con cuidado el bock sobre la mesa, sintiendo los dedos torpemente entumecidos tras beber tanto alcohol—. No me lo había podido permitir.

Dhamon extendió la mano bajo la mesa y echó un vistazo en derredor. Era muy tarde, y sólo unas pocas mesas más estaban ocupadas con parroquianos absortos en sus propias bebidas y charlas. Soltó una bolsa de cuero marrón y la empujó sobre la mesa en dirección al hombre.

Súbitamente Caladar extendió su mano, y la velocidad de su gesto codicioso sorprendió a Dhamon.

—¿Crees que sobornándome con bebida y monedas te contaré más cosas?

El otro no respondió, pero sus oscuros ojos se clavaron en los ojos gris pálido de su interlocutor.

—Tendrías razón. —La bolsa desapareció en los pliegues de la túnica—. No habría sido así diez años atrás, cuando disfrutaba de más dinero y más respeto, y era también más recto, y con una buena dosis de moralidad. Pero imagino que ahora ya no me quedan muchos años y, por lo tanto, me gustaría tener los medios para disfrutarlos. —Alzó su pichel en dirección a Dhamon en un brindis.

—La espada… —apuntó el otro.

—La llamaban Redentora. ¿Acaso la buscas porque necesitas ser redimido?

Su interlocutor negó con la cabeza, sin apartar los ojos ni un instante del rostro del anciano.

—La enterraron junto con Tanis el Semielfo, después de que fuera brutalmente asesinado. Ensartado por la espalda, según el relato que oí, un modo innoble de morir para un hombre noble. La sepultaron con él, las manos rodeando la empuñadura. Cuenta la historia —Caladar se estremeció—, que si los dioses no hubieran abandonado Krynn, habrían velado por el cuerpo de Tanis, no habrían permitido que un ladrón vulgar…

—¡Chisst! —Dhamon se llevó un dedo a los labios, pues la voz del anciano se había ido elevando.

Caladar rodeó el recipiente con ambas manos y lo alzó temblorosamente a sus finos labios. Tomó varios tragos largos, luego volvió a depositarlo con cuidado sobre la mesa y se secó los labios en el hombro.

—Anciano…

—Caladar —corrigió él—. Caladar, Sabio de Kortal.

—Eso, Caladar. Esa espada…

—Deberías haberme conocido en mis tiempos de juventud. ¡Ja! Incluso hace sólo diez años, yo era realmente un gran sabio. Un hombre docto al que la gente venía a ver desde kilómetros y kilómetros a la redonda, en busca de consejo, para escuchar los antiguos relatos, para aprender los antiguos secretos de Krynn. Mi mente era tan aguda que… —sus palabras se apagaron para observar los dedos de Dhamon que tamborileaban sobre la agujereada superficie de la mesa.

El anciano empujó el pichel hacia el centro de la mesa, y su interlocutor volvió a llenarlo, haciendo una leve mueca de desagrado al observar que la segunda jarra estaba vacía. Hizo una seña a una de las mozas de la taberna y dejó caer dos monedas de metal en su palma. Otra, vino a decir con un gesto. ¿Cómo podía aquel viejo beber tanto y seguir manteniéndose alerta? pensó. Dhamon mismo había vaciado sólo dos pichels y se sentía un poco soñoliento por ello.

—Redentora —declaró Caladar, y sus ojos sonrieron al ver regresar a la joven con otra jarra.

—Sí, Redentora.

—También la llamaban Wyrmsbane. —Tomó otro trago del pichel, y su voz se quebró—. Fabricada por elfos y hechizada por elfos. Hay un texto elfo a lo largo de la hoja. ¿Qué significa? ¿Qué dirías tú? —Se encogió de hombros—. El travesaño en forma de pájaro. Curioso, si se tiene en cuenta que fue forjada para combatir dragones y a su progenie. Uno pensaría que debería lucir el aspecto de un dragón. A lo mejor al que la forjó le gustaban más las aves. —Hizo una pausa y rió por lo bajo, luego se reclinó en la silla y frunció el entrecejo cuando Dhamon le dirigió una feroz mirada de impaciencia—. Contra las criaturas con escamas su contemplación resulta sorprendente, Redentora, o eso es lo que se cuenta. Supuestamente, Tanis mató a muchos draconianos con ella, y la hoja infligía heridas terribles con gran velocidad y aterradora precisión. Los seres con escamas no pueden dañar la hoja, o eso…