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En realidad, existía otro asunto que tratar; el que lo había llevado a Bloten en busca de esa espada precisamente. Lo había estado posponiendo, perdiendo el tiempo en la lluvia, pues temía sus consecuencias.

Dhamon se encaminó despacio al fondo del callejón, donde encontró un cajón sobre el que sentarse. Sujetando la empuñadura de Wyrmsbane con ambas manos, y extendiendo la espada al frente hasta que su punta fue a descansar en un charco, cerró los ojos y meditó cómo expresar aquella insólita petición.

—Una cura —planteó sencillamente después de que hubieran transcurrido varios minutos—. Una solución. Un final. —No a la lluvia, que seguía tamborileando sin parar—. Redentora, ¿dónde está la cura para esta condenada escama?

Aguardó unos minutos más, escuchando el incesante repiqueteo de la lluvia, sintiendo cómo las gotas lo azotaban, sin que resultara ni agradable ni desagradable, simplemente constante; como si hubiera estado lloviendo eternamente.

—Nada. —Suspiró e hizo girar la punta de la espada en el charco, observando mientras la hoja cortaba su oscuro reflejo. ¿Qué esperaba? La mujer perfecta. Felicidad. Cosas intangibles. Un modo de escapar a esa diabólica maldición. Profirió una risita ahogada y cerró los ojos—. No hay escapatoria.

Lo que buscas.

Dhamon abrió los ojos bruscamente y la empuñadura se tornó helada en sus manos. Allí, en el charco, había una imagen, nebulosa y borrosa debido a las sombras y al cielo encapotado. Se inclinó más hacia adelante, y pudo ver con algo más de claridad. Hojas, muy apiñadas, de un color verde intenso y tan oscuro que parecía casi negro.

No hubo un tirón físico, como había sucedido en la sala de Donnag cuando buscaba el objeto más valioso. Sólo hojas y ramas y una cotorra multicolor casi oculta por una mata de enredaderas. También había un lagarto, pero se marchó corriendo de su imagen mental, e insectos, tan gruesos como las nubes del cielo. Le pareció distinguir una sombra entre las hojas, de un tamaño y una forma imposibles de definir. Tal vez sólo una brisa que agitaba una rama. La sombra volvió a pasar ante él.

—El pantano. Algo que hay en el pantano.

La empuñadura hormigueó un poco, quizá diciéndole que sí quizá discutiendo con él. Se preguntó por un instante si no padecería una alucinación, dado el desesperante deseo de librarse del dolor de la escama. Pero el pomo se tornó más frío aún, y la visión persistió varios instantes más.

Dhamon permaneció sentado inmóvil, escuchando la lluvia y sintiendo que el corazón le martilleaba en el pecho. Palpitaba excitado, y su respiración surgía entrecortada. Un remedio, se dijo. Existe uno. La espada lo había dicho, dijo que había un modo de deshacerse de esa condenada escama o de hacer que dejara de dolerle.

Depositó a Wyrmsbane cruzada sobre las rodillas y se inclinó sobre ella, limpiando el agua de la hoja y evitando que cayera más sobre el texto en lengua elfa. Trazó las desconocidas palabras con la yema de un dedo, y por un instante deseó que Feril estuviera junto a él, pues ella podría leerlo. Pero la joven estaba lejos y Rikali no sabía leer ni el elfo ni el Común. La semielfa ni siquiera podía reconocer su propio nombre escrito.

Tras echar una nueva mirada al arma, se sentó muy erguido, con la espalda bien apoyada contra la pared. Decidió esperar allí hasta que el cielo se oscureciera para anunciar el crepúsculo.

—Entonces conseguiré una vaina y ropas —se repitió—. Después de ello, vería si Riki está despierta.

Y entonces, se dijo, haría algo para investigar ese remedio.

Una sonrisa intentó aflorar a la comisura de sus labios. Pero se desvaneció rápidamente y sus dedos se crisparon alrededor de la espada cuando la escama de su pierna empezó a dar punzadas de nuevo. Con suavidad al principio, tanta suavidad que intentó negar la sensación; luego, al cabo de unos segundos, el dolor se tornó intenso y su cuerpo febril. La mano le dolía intensamente, y se dio cuenta de que, sin querer, había apretado la hoja de su espada y se había cortado.

Retiró la mano izquierda y contempló la carne cortada, con la sangre manando sobre la palma y la pernera del pantalón. Se llevó la mano al estómago y se balanceó hacia adelante y atrás, mientras la escama empezaba a lanzar oleadas de insoportable dolor por todo su cuerpo. Su mano derecha seguía aferrada a la empuñadura, negándose a soltar la legendaria espada, y su mente se concentró en el arma en un esfuerzo por reducir el dolor.

Tragó bocanadas de aire húmedo al iniciarse los temblores, luego cayó de bruces al charco, con las piernas agitándose y pataleando, y la cabeza girando a un lado y a otro. El agua inundó su nariz y su boca; estaba boca abajo en el agua ahora, ahogándose.

—¡No moriré aquí! —consiguió jadear.

Por entre una cortina de dolor, reunió todas sus energías y rodó sobre la espalda, escupiendo agua de lluvia, sin soltar a Wyrmsbane. Luego las sombras del callejón parecieron alargarse y engullirlo.

Dhamon despertó horas más tarde, tendido de espaldas casi sumergido en el charco, que había crecido debido a la persistente tormenta. Era de noche, bien pasada la puesta de sol. Se obligó a ponerse en pie, torpemente, luego avanzó entre traspiés hasta una pared y se apoyó en ella. La cabeza le martilleaba, tal vez como secuela del ataque, pero también porque estaba hambriento. Su estómago retumbó. Comería después de conseguir la funda, se dijo. Y ropas. Comería hasta hartarse, y luego volvería a visitar a Sombrío Kedar, para que se ocupara de su mano hinchada y herida y para ver a Riki. Debía tener mucho cuidado en el establecimiento del sanador, pues Sombrío habría sido llamado a la mansión para ocuparse de la mejilla y la mandíbula rotas de Donnag. Tendría que confiar en el sanador.

—Una vaina —repitió, observando que la empuñadura hormigueaba agradablemente en su palma sana, como si estuviera de acuerdo en que era una buena idea; tenía riquezas más que suficientes en sus bolsillos para persuadir a los propietarios ogros para que le abrieran sus puertas a esa hora tan tardía—. La vaina más hermosa que pueda encontrar.

14

Enredaderas letales

Al amanecer, los mercenarios ogros se reunieron frente al palacio de Donnag, en posición de firmes bajo la llovizna. El caudillo los acompañaba y les inculcaba su misión, que era seguir a la Dama de Solamnia hasta las ruinas de Takar. Allí la mujer entregaría el rescate, y allí ellos tendrían que ayudarla a recuperar a su hermano o el cadáver de su hermano, si llegaba el caso.

—Protegedla a ella y a todas esas chucherías como si nos protegierais a nos —salmodió.

Los que pasaban contemplaban boquiabiertos la reunión, murmurando algunos lo insólito que era ver al gobernador de Bloten en la calle a hora tan temprana, mientras otros se preguntaban por qué estaba reunido el ejército ogro y por qué una dama solámnica deambulaba con tanta libertad y, además, parecía disfrutar del favor del caudillo.

Donnag iba vestido regiamente. Una larga capa roja ribeteada de joyas y brocado de oro se arrastraba por el barro a su espalda, y su porte era rígido y autoritario, el paso decidido. Había pasado los últimos dos días en sus aposentos, recuperándose de las heridas que Dhamon le había infligido, y se sentía bien. La magia de Sombrío era poderosa, y lo había dejado tan rebosante de salud como lo estaba antes del incidente, puede que incluso más en forma aún. Pero la magia del anciano ogro no era lo bastante fuerte para hacer que volvieran a crecerle los pocos dientes que había perdido en la refriega o para apaciguar su ira por haber sido vencido por un humano.