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—Eso es una certeza por mi parte.

—En cualquier caso, Donnag y yo hemos tenido varias largas charlas durante los últimos dos días; mientras se hacía venir a Sombrío Kedar de modo intermitente para que lo atendiera. Sobre cómo tenías la espada que querías, y él su vida. Sobre mantener la palabra dada y el precio de engañar a otros.

Dhamon enarcó una ceja.

—También me engañó a mí, amigo. Lobos. ¡Ja! —Maldred sonrió malicioso—. Y si quiere mantener nuestra amistad, dejarte tranquilo es el precio.

—Está lleno de mentiras.

La voz de Dhamon sonó apagada. El guerrero vigilaba a Donnag con el rabillo del ojo, mientras el caudillo ogro volvía a pavonearse ante sus mercenarios.

—Bueno, aquí tienes una mentira que encontrarás divertida —Maldred rió por lo bajo—. Dijo a Sombrío que había rodado por las escaleras de su mansión y se había roto la mandíbula. Y Donnag contó a sus guardias la misma historia. —Maldred alzó la mano y jugueteó con una cadena de platino que colgaba alrededor de su cuello y se alargaba por debajo de su túnica de cuero; había un bulto en el pecho, donde descansaba la Aflicción de Lahue—. El soberano de Blode no puede admitir que ha sido vapuleado por un humano insignificante.

—De todos modos —dijo Dhamon—, me sentiré mejor lejos de aquí.

—¿Y qué hay de Rikali? —Maldred palmeó la espalda de su amigo.

—Todavía se está reponiendo en casa de Sombrío. Las heridas que sufrió en la caída evidentemente eran más graves de lo que pensé. Estará allí unos cuantos días más.

—¿Y sabe que no vas a esperarla, que marchas con nosotros?

—Sí —asintió él—. Y no está demasiado contenta.

—¿Sabe que no vas a regresar? —La expresión de Maldred se ensombreció.

Dhamon sabía, por una breve conversación con Rig, que la semielfa había estado fluctuando entre la conciencia y la inconsciencia durante el viaje de regreso a Bloten y que no sabía que él la había dejado atrás. Rig no se lo había dicho, al parecer considerando que ese asunto no era de su incumbencia. Dhamon la había visitado la víspera, entrada la noche, en la casa del sanador ogro, y le había dicho que iría a verla cuando regresaran a Bloten de su viaje al pantano.

—No —respondió—. No lo sabe. Y al menos no tengo que preocuparme de que vaya a seguirnos. Odia la idea de tener que arrastrarse por una ciénaga.

—Hasta el mismo fondo del Abismo contigo, Dhamon Fierolobo —susurró Rig, que se había deslizado hasta ellos lo bastante cerca como para escuchar la última parte de su conversación.

* * *

El pantano se cerró alrededor. Era bochornoso, caluroso y sofocante, y si bien lo poco que podían ver del cielo aparecía notablemente encapotado, estaba exento de la lluvia que seguía azotando las montañas. Fiona se esforzaba por mantener el paso de los ogros y aunque su armadura solámnica la hacía sentirse fatal, rehusaba quitársela. Ni siquiera Maldred pudo convencerla.

Tenían los pulmones saturados por el embriagador perfume de los bejucos mezclado con el olor fétido de las charcas estancadas. Cientos de ojos los observaban: serpientes que se dejaban caer como enredaderas desde las ramas de los cipreses, loros de brillantes colores rojos y amarillos que descendían revoloteando desde las alturas para pasar justo por encima de sus cabezas antes de desaparecer de nuevo entre el follaje.

Su mundo se tornó verde; enredaderas, hojas, musgo, helechos, incluso la espuma verde que reposaba sobre los charcos de agua. Los enormes árboles formaban un extenso dosel, y en los excepcionales días en que el sol se introducía a través de las nubes pasado el mediodía, sólo rayos difusos se abrían paso hasta el pantanoso suelo del bosque. De vez en cuando, los mercenarios ogros recurrían a las antorchas, cuando la ciénaga era tan tupida y oscura que parecían hallarse en una noche perpetua. Dhamon se preguntó cómo conseguía crecer algo allí. Magia de dragón, se dijo.

Los lagartos salían corriendo debajo de sus pies. Algo entre la maleza se movía junto a la columna de ogros, invisible pero a todas luces siguiendo un curso paralelo al suyo. Un enorme felino negro se repantigó en una rama baja, con los amarillos ojos fijos en ellos, bostezando. Había ruidos que indicaban la presencia de otros observadores. El parloteo de los monos, el rugido y el chasquido de un caimán, el grito lúgubre de una criatura desconocida que sonaba incómodamente cercano. Había algunas huellas de criaturas enormes de pies palmeados, y los ogros hablaban de cazar cocodrilos gigantes cuando oscureciera, en un deseo de completar las raciones de carne fresca que Donnag les había dado.

Una neblina flotaba sobre el suelo por todas partes; también era verde y tenía su origen en el calor del verano que evaporaba parte de la humedad del pantano. Aquello puso en guardia a Dhamon, que sospechó que podía ocultar toda clase de cosas. El pantano adoptó un aspecto casi encantado, con la neblina convertida en un conjunto de espectros de color verde pálido entre los que tenían que deambular.

El guerrero pasó los primeros días avanzando detrás de los ogros, que abrían camino por entre el follaje. Interrogaba a la espada cada día, preguntándole de nuevo por un remedio. En ocasiones no recibía ninguna respuesta. Y a veces obtenía más visiones de la ciénaga, imágenes idénticas a lo que había visto representado en el callejón de Bloten.

A la cabeza de la columna, Fiona prestaba mucha más atención a Maldred que a Rig, quien a veces se rezagaba para andar con Dhamon, aunque no conversaban. A menudo el marinero permanecía alrededor de la parte central de la fila, donde podía vigilar a la Dama de Solamnia, y echar de vez en cuando un vistazo por encima del hombro para no perder de vista a Dhamon.

Dhamon se decía que el ergothiano se había vuelto prácticamente invisible u olvidado, y que nadie le prestaba la menor atención; se sentía satisfecho al ver que el marinero lo dejaba tranquilo, pues prefería mantenerse apartado, hablando sólo cuando Fiona o Maldred se retrasaban para comprobar que seguía allí o cuando uno de los ogros intentaba hacerle participar en un juego de azar.

La mañana del quinto día llegaron a un río. Los insectos abundaban alrededor del agua, que en la zona de mayor profundidad le llegaba a Dhamon hasta las axilas. Pero los insectos no parecían preocupar a los ogros, ni los caimanes y cocodrilos que ganduleaban en abundancia a lo largo de las orillas. Dhamon sospechó que era sólo el número en su séquito y el tamaño de los ogros lo que impedía a los habitantes del pantano darse un banquete con ellos.

Entrada la mañana, Rig se rezagó para volver a andar junto al humano. Los dos hombres no se hablaban, a pesar de avanzar pesadamente por el cenagoso terreno casi hombro con hombro. Cuando las sombras crecieron tanto que comprendieron que el sol se había puesto, la columna aminoró la marcha, y los ogros empezaron a montar el campamento. Rig se adelantó para ir al encuentro de Fiona, pero la dama solámnica estaba absorta conversando con Maldred, de modo que el marinero se alejó, tornándose invisible otra vez.

Dhamon se distanció del campamento, aunque teniendo buen cuidado de mantenerlo a la vista. Tras clavar el extremo de su antorcha en el suelo, se agachó frente a una charca estancada, sacó a Wyrmsbane y agitó el agua con la punta de la espada.

—Una cura —musitó—. Un remedio para esta escama.

Se concentró con intensidad, acurrucado frente a la charca, hasta que los músculos de las piernas le dolieron de verse forzados a mantener esa posición durante tanto tiempo. No se produjo ningún hormigueo por parte del arma, no apareció ninguna imagen, ni la empuñadura se heló. Nada.

—Una cura —repitió.

Dhamon recordó que el viejo Sabio de Kortal había dicho que la espada no funcionaba siempre, que tenía voluntad propia. Y, a decir verdad, no le había respondido todos los días. De modo que Dhamon se negó a perder la esperanza de hallar lo que quería. Mantuvo su posición unos cuantos minutos más y centró todos sus pensamientos en el arma y en la escama de su muslo.