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—Una cura.

Nada.

Soltó un profundo suspiro, y el aire silbó con suavidad por entre sus apretados dientes. Volvería a intentarlo por la mañana, antes de ponerse en marcha otra vez. Regresaría junto a Maldred y… la empuñadura se tornó fría en sus manos. Era una sensación grata, que disolvía el calor de la ciénaga y hacía que su corazón diera un vuelco. Removió el agua y volvió a concentrar todos sus pensamientos en la escama de su pierna y en la busca de alivio. Al cabo de un instante distinguió una imagen en la charca.

Volvía a ser una visión verde, hojas gruesas y enredaderas, lagartos y aves moviéndose dentro y fuera de su vista, flores del pantano y helechos gigantes. De nuevo, no se produjo ningún tirón que le indicara en qué dirección seguir, y ni sol ni luna visibles en el agua para ayudarlo a indicar el camino. Pero en esta ocasión había más. Por entre una ligera abertura en las hojas, Dhamon distinguió piedra; ladrillo o una estatua, no lo sabía. Pero era algo hecho por el hombre, liso y labrado. Cuando se concentró en ello, la empuñadura vibró.

Le rogó mentalmente que le mostrara más, pero la visión se disolvió. Se recostó sobre las caderas y envainó la espada. Tal vez volvería a intentarlo cuando llegaran a las minas; quizás obtendría mejores imágenes si daba un descanso a la magia.

Regresó al campamento y se instaló a varios metros de distancia del marinero; en el único trozo de tierra firme que no había sido delimitado por los ogros. Vio que Rig lo observaba. El marinero había apoyado su alabarda contra el tronco de un inmenso nogal, y Dhamon reflexionó que el otro parecía coleccionar las armas que él desechaba; aunque el marinero no conseguiría esa espada, porque Dhamon sabía que no desecharía a Wyrmsbane mientras viviera.

El guerrero recostó la espalda en un árbol, con una retorcida raíz que se clavaba embarazosamente en su pierna, y cerró los ojos en un vano intento de dormir. Los sonidos lo molestaban demasiado, emponzoñando su mente. Los gritos de pájaros y grandes felinos ocultos, el movimiento de hojas en la parte más baja del dosel de ramas. Y más que eso: las conversaciones de los ogros lo inquietaban; deseaba poder entenderlos mejor y captar más que unas palabras sueltas aquí y allí. No conseguía confiar en ellos, ya que eran mercenarios de Donnag, y deseaba saber exactamente de qué hablaban, y quería que Maldred compartiera su preocupación por su lealtad.

Oyó el chapoteo de unas pisadas y abrió los ojos. El ogro llamado Mulok se aproximaba. Dhamon pensó en agitar una mano indicando que se fuera, pues prefería estar solo, pero al ver que la enorme criatura llevaba un enorme odre de licor, le indicó con la mano que se acercara más.

Dhamon advirtió que Rig seguía observándolo. Fiona estaba unos metros más allá, suavemente iluminada por la luz de una alta antorcha clavada en el suelo. Dedicaba a Dhamon alguna que otra mirada, pero casi toda su atención estaba puesta en Maldred. Permanecía de pie muy cerca del hombretón, y éste había rodeado la mano de ella con la suya.

Mulok tomó un buen trago del odre y se lo pasó a Dhamon. El ogro tenía ciertos conocimientos del Común e intentó entablar conversación con el humano sobre un gran jabalí que había descubierto a primeras horas de aquel día e intentó cazar infructuosamente. El hombre lo escuchó con educación y tomó varios largos tragos de alcohol. Éste era un poco amargo, pero no del todo desagradable, aunque lo encontró fuerte, y tras un sorbo más lo devolvió y le dio las gracias con un gesto de la cabeza.

Mulok introdujo la mano en el bolsillo en busca de piedras pintadas, elementos de un sencillo juego que gustaba mucho a los ogros. Dhamon accedió a jugar de mala gana y, mientras rebuscaba en su bolsillo para localizar unas cuantas monedas de cobre, el alarido de un ogro atravesó el campamento. El humano se incorporó de un salto y desenvainó la espada. Mulok soltó las piedras y estiró la mano hacia su garrote.

La luz era escasa, puesto que sólo había dos antorchas encendidas; la justa para hacer que el claro que los ogros habían hecho pisoteando a un lado y a otro pareciera realmente espectral. Las criaturas habían estado dando vueltas, aplastando las últimas juncias de la maleza, sus oscuras figuras difíciles de distinguir debido al alto y denso follaje que circundaba el claro. Dhamon se encaminó hacia la antorcha más cercana, hacia el lugar donde había visto por última vez a Fiona, con Mulok corriendo pesadamente tras él.

Pero antes de dar más de una docena de pasos, Dhamon se sintió alzado del suelo, por unas serpientes que descendieron desde el dosel de hojas y se enrollaron a sus brazos y pecho para izarlo hacia las alturas. El aire se llenó con el siseo de cientos de ofidios.

En cuestión de segundos, el brazo izquierdo de Dhamon quedó inmovilizado, pero el que empuñaba el arma permaneció libre, y con él asestó mandobles a más serpientes que se dejaban caer sobre él con la intención de rodearlo aún más. Sus frenéticos mandobles consiguieron impedir que otras culebrearan hasta él, al menos por el momento. Sin perder de vista a los otros reptiles que se amontonaban en lo alto, esgrimió a Wyrmsbane contra las serpientes que ya lo asían con firmeza, liberándose mediante veloces tajos para a continuación dejarse caer en cuclillas sobre el blando suelo.

Dhamon sospechó que no habían transcurrido más que unos minutos. Y, en ese lapso de tiempo, varios ogros de la compañía se vieron arrastrados, forcejando y maldiciendo al interior de la parte baja del dosel de hojas. Maldred se hallaba entre ellos. Los brazos del hombretón estaban sujetos a los costados, y una serpiente se había enroscado a sus piernas, inmovilizando por completo sus extremidades. Maldred intentaba con toda su considerable fuerza extender los brazos y romper las ligaduras, pero las serpientes eran resistentes y desafiaban sus intentonas para arrollarse con más fuerza en torno a él. Hendieron la carne de sus brazos que quedaba al descubierto y lo hicieron sangrar.

En el suelo, Dhamon apenas conseguía esquivar a los ofidios que descendían de las alturas. Se agachó cuando uno intentó azocarle el pecho, y blandió Wyrmsbane contra una constrictor que se deslizaba hacia él, acertándole pero sin conseguir otra cosa que apartarla de un palmetazo. Con las venas abultadas como cuerdas en los brazos y el cuello, esgrimió el arma por segunda vez, rebanando el cuerpo de la constrictora y proyectando un surtidor de sangre de color gris verdoso.

En unos instantes, había partido a varias serpientes en dos y estaba de pie sobre una parte seccionada que seguía retorciéndose. Con la escasa luz de la antorcha distinguió la boca que se abrió para mostrar hileras de púas finas como agujas. Resultaba curioso. Miró con más atención. No eran dientes, exactamente. Había algo más que resultaba extraño en las serpientes muertas y moribundas que yacían alrededor.

Más que serpientes, tenían el aspecto de enredaderas, y se parecían a los bejucos que colgaban por todas partes en el pantano. Se agachó bajo un siseante reptil, y extendió una mano para palpar una de las serpientes muertas. También tenían el tacto de enredaderas y carecían de escamas.

—¿Qué son estas bestias? —murmuró para sí, pero no tardó en dejar de lado su curiosidad, para dar un brinco y acuchillar a otra de aquellas criaturas que se acercaba.

—¡Dhamon! —llamó Maldred desde lo alto; estaba oculto entre las ramas bajas, pero el otro podía oírlo debatirse—. ¡Necesito ayuda aquí!

Más ogros fueron atrapados y desaparecieron en las alturas. Otros blandían espadas y garrotes contra reptiles que seguían descendiendo desde las ramas y se lanzaban sobre más víctimas. Las criaturas emitían un siseo que aumentó en intensidad, un sonido que tapaba virtualmente los gritos de los ogros.