Выбрать главу

—¡Eso ayudará! —anunció Trajín; el hombrecillo había encendido un fuego en un montón de heno en el centro del establo—. Ahora podemos ver mejor.

—¡Idiota escamoso! —aulló Rikali al darse cuenta de lo que el otro había hecho.

La luz mostró la cólera de su rostro, la piel como suave alabastro bajo el resplandor de las llamas, los grandes ojos de un pálido azul acuoso fuertemente perfilados con kohl, los labios finos y pintados de carmesí. Profirió un gruñido que mostró una hilera de pequeños dientes puntiagudos, tan pequeños y uniformes que parecían limados.

—¡Eres un inútil!

Antes de que pudiera llegar hasta el fuego e intentar apagarlo, éste había empezado ya a propagarse, corriendo por el suelo sobre la paja desperdigada, para luego saltar de una bala a otra. Los ollares de los caballos se hincharon aterrorizados, y los nobles brutos empezaron a relinchar nerviosos en sus pesebres, tirando de las cuerdas que los sujetaban. El fuego se extendía hacia los animales, se extendía hacia todas partes, y los esfuerzos de Rikali para sofocarlo con los pies no servían de nada.

—¡Mal! —llamó la mujer—. ¡Tenernos otro problema! Trajín ha decidido quemar el edificio.

Maldred continuó con su tarareo.

En el exterior resonaron gritos de ¡Fuego!, y un enano chilló pidiendo que se organizara una brigada de portadores de cubos de agua. Otro aulló indicando que dejaran arder el fuego, para que acabara con los ladrones que eran capaces de robar a los caballeros heridos que habían arriesgado sus vidas para salvar a la población de un ejército de goblins.

Dhamon, que tenía ya a los dos caballos de mayor tamaño ensillados y regresaba para elegir a uno o dos más, contuvo la respiración al oír que una de las vigas centrales gemía y ver cómo se elevaban las llamas.

—¡Riki! —gritó—. Ensilla un animal para ti y para Trajín. Deprisa.

Ella refunfuñó pero obedeció, pateando tierra sobre las llamas inútilmente mientras giraba y alargaba la mano hacia una silla de montar. Un hacha astilló la puerta, y la mujer decidió entonces que montar a pelo era mejor idea. Tosiendo y cegada por el humo, lanzó un grito. Trajín tiró de su capa.

—Lo siento —dijo—. No pensé que el fuego se propagaría. Quería probar aquel conjuro de fuego que me enseñó Mal.

—Siempre quieres probar ese conjuro.

—Sólo quería que todos vieran mejor.

La mujer se agachó, lo sujetó por la cintura, lo subió al caballo y luego se montó detrás de él.

—Cállate —ordenó—. Limítate a estar callado y a sujetarte.

Agarró la soga de otro corcel y clavó en su montura los tacones de sus botas, instándola a avanzar mientras tiraba del otro animal para que los siguiera. Los otros ponis forcejeaban con sus cuerdas, encabritándose frenéticos ante las llamas y las columnas de humo. Los gemidos de los asustados animales, el chisporroteo de las llamas, el golpear de las hachas contra la puerta delantera, los gritos de los enanos y de Rig y Fiona impedía a la mujer pensar con claridad.

—¡Dhamon! —chilló Rikali—. ¡No te veo Dhamon!

Éste siguió su voz y consiguió sujetar el caballo que ella montaba y conducirlo a la parte trasera, donde empezó a cargar al otro animal con los sacos que habían estado en el carro. Rikali tosía violentamente, y también Trajín, y a Dhamon le escocían los ojos debido al humo.

A continuación Dhamon giró en redondo y corrió a recuperar su propio precioso botín, contando con su memoria para localizarlo, pues el humo y las llamas lo oscurecían todo.

—¡He conseguido derribar la puerta! —gritó la voz de Rig—. ¡Ayudadme a apartar este carro!

—¡Son ladrones! ¡Que se quemen!

Se oyó la voz de un enano —entrecortada y autoritaria— que gritaba órdenes, y las voces aumentaron junto con la humareda, enojadas y curiosas y llenas de miedo y agravio. Un caballero de la Legión de Acero dio órdenes a sus hombres.

Maldred canturreaba en voz más alta, y sus dedos se movían más veloces, danzando en el aire ahora; los dedos llamaban a los clavos a medida que éstos se desprendían de la madera, y los tablones gemían al hacerlo. El aire alrededor era caliente, y las llamas cada vez más fuertes a su espalda. El carro se movió un poco, y enanos y caballeros se desparramaron al interior, con lo que algunos resultaron inmediatamente pisoteados por los caballos que intentaban huir.

Dhamon subió el saco de cuero al caballo de mayor tamaño e introdujo las riendas en la mano de Maldred. Con un forcejeo, consiguió sujetarse la mochila al hombro y se encaramó a continuación en la silla de otro animal.

Maldred cerró con fuerza la mano libre y golpeó la pared trasera del establo. La madera profirió un último gemido, y tacto seguido, todo el muro posterior del edificio empezó a derrumbarse.

En un instante, el mundo se vio consumido por el fuego y el caos, y por un calor tan intenso como el aliento de un Dragón Rojo. Una enorme gota de aire fresco alimentó las llamas y las lanzó hacia el techo, al interior del henil y sobre el tejado de paja. Una infernal llamarada naranja devoró la madera y elevó una arremolinada masa de espeso humo gris hacia el ciclo nocturno. La bola de fuego expulsó a Rig, a los caballeros y a los enanos de vuelta al exterior, donde boquearon y tosieron medio asfixiados.

—¡Dhamon!

Era la voz de Rig, a la que siguió la de Fiona. Pero las palabras quedaron ahogadas por el tronar de los cascos de sus monturas robadas mientras Dhamon, Rikali, Maldred y Trajín huían de Estaca de Hierro, conduciendo a un puñado de caballos y ponis sueltos ante ellos.

—¡Qué calor! —se quejó Rikali, y se estremeció al mirar por encima del hombro y contemplar el fuego que se había extendido desde el establo del pueblo a media docena de otros edificios—. Apesto a humo. Tengo ampollas en los brazos. ¡Mi cara! Trajín, está…

—Tu cara sigue tan encantadora como siempre, Riki, aunque esa cosa chillona con la que te pintas los ojos se está corriendo por tus mejillas como lluvia negra. ¡Eh, mi túnica!

Trajín empezó a retorcerse, pues el dobladillo se había encendido, y se puso a darle palmadas con las diminutas manos.

—Inútil —declaró la mujer con un siseo, ayudándolo a extinguirlo—. Eres un completo inútil, Trajín.

—Lo siento —respondió él—. Pero al menos nadie nos seguirá. Los ponis y caballos están muertos o han huido, y los humanos no tienen nada en que montar. Los enanos preferirán dedicarse a extinguir el fuego en lugar de preocuparse por nosotros, y tendrán que trabajar duro para impedir que arda toda la población. El verano lo ha dejado todo muy seco y no abunda el agua.

—Pero los caballeros… —sugirió Rikali.

—Sí, los caballeros de la Legión de Acero no olvidarán que han robado a sus camaradas heridos. De ellos sí que hemos de preocuparnos.

Los cuatro aminoraron el galope de sus monturas hasta que el fuego y el humo quedaron muy atrás, el aroma del incendio un simple recuerdo, y un amanecer rosado empezó a deslizarse por el cielo.

El terreno que se extendía justo ante ellos era yermo, cubierto de maleza y llano. Había pequeñas zonas de pastos, desperdigadas como mechones de pelo en un hombre que se está quedando calvo, que aparecían resecas y susurrantes bajo la tenue brisa, y bolas de matas secas se cruzaban, girando alocadamente, en el camino del cuarteto. El verano, que jamás era benigno, había sido especialmente brutal este año, con las lluvias más raras que de costumbre, la temperatura más elevada y el viento demasiado tenue para proporcionar algún alivio.

Algo más allá, en dirección oeste, el paisaje cambiaba de modo espectacular. Una serie de colinas se alzaba en dirección a las altísimas montañas Khalkist, serradas e imponentes elevaciones de granito tapadas por nubes de un gris acerado. Había unos pocos robles y matorrales achaparrados, y todas las plantas daban la impresión de estar agonizando, con la excepción de la aromática salvia gris verdosa que prosperaba en aquel calor.