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—Unas cuantas más y conseguiré liberar tus brazos.

—Y será la tercera vez que me salvas la vida, amigo mío —consiguió jadear el fornido ladrón—. Te deberé…

—Nada —terminó por él Dhamon—. Me ayudaste a conseguir a Wymsbane, Ya. Casi lo conseguí. Sólo un poco… —Se quedó rígido, pues sintió algo que se apretaba dolorosamente alrededor de su cintura—. Un poco más —jadeó, mientras se inclinaba para finalizar la tarea.

Aún no había acabado de cortar hasta el final las serpientes que aprisionaban a su amigo cuando éste finalizó el trabajo por él, flexionando los músculos y arrancando a la última de su cuerpo. Resollando, el hombretón extendió la mano y cerró los dedos sobre la constrictora que rodeaba la cintura de Dhamon y la oprimió con fuerza. Trituró a la criatura, y el limo rezumó al exterior, manchando su enorme mano.

—No tiene huesos —manifestó, mientras apartaba los cuerpos sin vida e intentaba mantener un precario equilibrio sobre la rama—. Todo esto es producto de la magia, amigo mío, y me encantaría estudiarlo si las circunstancias fueran distintas. Alguien con considerable poder ha dado vida a las enredaderas.

—Sí —asintió el otro, señalando en dirección a las ramas donde había ogros retenidos—. Y ese alguien está destrozando el ejército de Donnag.

Se abrieron paso a toda prisa de rama en rama; al mantenerse juntos podían apartarse las serpientes el uno al otro mientras liberaban a los restantes ogros. Los que quedaban libres, por su parte, se dedicaban a rescatar a sus congéneres, aunque a los ogros les costaba mucho más avanzar con sus enormes cuerpos por las ramas.

Abajo, Fiona seguía ordenando a los ogros que alteraran el círculo, sin permanecer en el mismo lugar durante más de unos instantes. Nadie más había sido atrapado desde que la mujer los había hecho colocar en formación de círculo. El mercenario de piel blanca se hallaba en el centro, moviendo las manos en el aire, que relucía alrededor de las puntas de sus dedos. Luego el resplandor se extendió hacia el exterior para adoptar el aspecto de una nube de luciérnagas. Las luces, de tonos amarillo y naranja pálido, danzaron y se arremolinaron alrededor de las serpientes que seguían descendiendo del dosel de hojas. A medida que las luces aumentaban en intensidad, los reptiles dejaban de retorcerse, y tras unos instantes quedaban colgando, inmóviles, con el aspecto de enredaderas cubiertas de flores en medio de unas luces que se desvanecían.

La Dama de Solamnia mandó a sus hombres que volvieran a cambiar el círculo para que se adaptara al alcance mágico del chamán. No tardaron en hallarse bajo otra miríada de serpientes que se retorcían y, de nuevo, los dedos del ogro empezaron a agitarse.

En las alturas, Rig atisbo por entre las sombras y vio cómo Dhamon liberaba a Maldred y luego a varios ogros. El marinero siguió debatiéndose contra las cada vez más apretadas criaturas que lo inmovilizaban contra el tronco del nogal. Le escocían las mejillas y sentía correr la sangre por su rostro.

—Serpientes apestosas —escupió, cuando una saltó al frente para morderle la nariz—. Al Abismo con Dhamon Fierolobo y todas estas serpientes.

Comprendió que Dhamon tardaría un poco en ayudarlo, si es que lo hacía, y que si él no actuaba con rapidez para soltarse, moriría, pues empezaba a costarle respirar. Casi consiguió escapar en dos ocasiones, pero cada vez más serpientes acudían a reemplazar a las que él había arrojado lejos.

Parecía una situación desesperada, pero Rig se concentró; no en la situación en que se hallaba, sino en el romance que empezaba a florecer entre Fiona y Maldred.

—No permitiré que se quede con ella —consiguió jadear, mientras otra serpiente descendía amenazadora.

Abriendo la boca de par en par, los dientes del marinero se cerraron con energía sobre la negra serpiente, y mordió con fuerza hasta que el ser dejó de moverse. Sintió ganas de vomitar cuando la acida sangre inundó su boca, pero la escupió y siguió con su tarea.

—No voy a dejarla sola con él y con Dhamon Fierolobo. No pienso hacerlo, no puedo hacerlo… ¡Por fin! —exclamó, al liberar por fin una mano; sus dedos palparon su cintura, hasta que se cerraron sobre una de las empuñaduras de sus numerosas dagas y consiguieron desenvainarla—. Ahora ya sólo sois carroña, serpientes viscosas —siseó, mientras acuchillaba con fiereza a un reptil y luego a otro, luego a dos y a tres más, arrojando los cadáveres con aspecto de cuerdas lo más lejos como podía.

Tras varios minutos, seccionó la última criatura y se dejó caer contra el tronco para recuperar el aliento. Escupió una y otra vez, intentando eliminar el sabor de la sangre de su boca; luego rebuscó en su cintura para localizar el odre de agua y engulló todo su contenido. Aquello pareció servir de algo, pero la lengua aún le ardía. Sus ojos oscuros escudriñaron las hojas sobre su cabeza, con el ojo alerta por si había más serpientes.

Al descubrir a tres que descendían hacia él, saltó a otra rama. La luz de las estrellas penetraba hasta allí, por una abertura en el dosel más alto justo encima de su cabeza. Rig alzó la mirada, agradecido de obtener siquiera un atisbo del cielo, pues había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que viera las estrellas. Fiona tenía razón, él acostumbraba usarlas para guiarse, siempre lo había hecho, para gobernar cada barco en el que navegaba hasta algún nuevo puerto de atraque. El marinero sostenía que jamás podía perderse, no mientras hubiera estrellas que lo guiaran. Se sintió mejor al verlas, sintió que se encontraba en compañía de viejas amigas; unas que no cambiarían para convertirse en ladrones y que no contemplarían boquiabiertas a hombres llamados Maldred.

—Vaya, vaya —susurró.

El marinero realmente miraba las estrellas ahora, no se limitaba a admirarlas únicamente. Rig trepó un poco más, sin prestar atención a los sonidos de la batalla que se libraba en el suelo. Veía más superficie de cielo desde ese punto de observación y estudió algunas de las constelaciones. Eran distintas antes de la Guerra de Caos, lo sabía perfectamente por haber visto gran cantidad de mapas estelares de la época en que colgaban tres lunas del cielo. Y conocía a un anciano capitán de carabela de níveos cabellos que había navegado bajo aquellas constelaciones.

Pero ésas eran las estrellas con las que había crecido y que había llegado a considerar sus amigas. Levantó una mano, para trazar el contorno de un ala de dragón. Quería estudiar el cielo un poco más, pero un sonoro silbido lo hizo descender a una rama más baja a toda velocidad. Era como trepar por las jarcias de una nave, y por lo tanto no le resultaba especialmente difícil, aunque llevaba varios meses apartado del mar. Demasiado tiempo, se dijo.

Debajo del marinero, Dhamon se abría paso a tajos por entre un velo de reptiles que descendían y se encaminaba a una rama baja. El guerrero saltó al suelo, y el pantano absorbió su peso y proyectó un chorro de maloliente agua pulverizada en todas direcciones.

Dhamon volvió a oír el siseo, más fuerte al resonar en los gruesos árboles, oyó a Fiona gritando órdenes, a un ogro que gruñía una colección de palabras farfulladas como respuesta y a Maldred que saltaba al suelo.

La dama solámnica se encontraba cerca, y Dhamon y Maldred se encaminaron hacia su voz, golpeando a diestro y siniestro las serpientes-enredaderas mientras avanzaban. Les pareció que transcurría una eternidad hasta que consiguieron regresar al claro que habían abierto los ogros. El hombretón se apresuró a unirse al círculo de ogros que la guerrera dirigía con suma pericia, en tanto que Dhamon se quedaba atrás, moviendo los ojos a un lado y a otro en busca de más serpientes y acuchillando a las que descendían sobre él.

El guerrero arrugó la nariz, al tiempo que decidía que la sangre olía peor que el bálsamo curativo que le habían puesto en el hospital de Estaca de Hierro. No le habría importado un poco de lluvia ahora, para lavar parte del olor. Habían matado a tantas serpientes-enredaderas que prácticamente pisaba una alfombra de ellas, y el hedor iba en aumento. Sintió náuseas mientras se concentraba en blandir a Wyrmsbane contra las criaturas que seguían descendiendo, aunque en número decreciente ahora. Había menos de aquellos seres sencillamente porque él y los ogros habían hecho pedazos a la mayoría de las enredaderas hechizadas.