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La guerrera sacudió la cabeza, con las rojas trenzas azotando el aire a su espalda como un látigo. De todos modos, sus ojos no abandonaron los de él, y sus dedos siguieron firmemente cerrados sobre la empuñadura de su espada. Fiona parpadeó con furia, como si intentara despejar su cabeza. Por un instante se sintió débil, y dobló las rodillas para no perder el equilibrio. Cuando recuperó la serenidad, sus ojos brillaban y estaban llenos de ira.

—No. —Fiona devolvió la sorprendida mirada de Maldred—. No sé en qué estoy pensando. Hablando contigo. Un ladrón. Y un embustero. No obtendrás ninguna ayuda mía en estas minas a las que vas, Maldred. Este engaño que has ideado, alejándome de Takar. Os dejo a ti y a tu pequeña banda. Creo a Rig. Creo que mi hermano está muerto. Y creo que podría haber impedido esta tragedia si hubiera encontrado otro modo de conseguir el rescate. Si al menos hubiera actuado antes.

Rig permanecía en silencio, observando a ambos, aunque su mirada se posaba de vez en cuando en Dhamon, que se hallaba a sólo unos pocos metros de distancia. Alrededor, los ogros se reunían formando una columna al tiempo que inspeccionaban sus armas, sin dejar de parlotear en voz baja en una lengua que sonaba primitiva y tosca. Finalmente, Rig se deslizó más cerca de la mujer, resuelto a oír la conversación entre ella y Maldred.

—Hermosa dama guerrera.

Las palabras del hombre se tornaron más suaves, más musicales, y su expresión se relajó, también. Una mano oculta en los pliegues de la capa empezó a gesticular para aumentar el efecto de su conjuro. La cólera de la mujer había disminuido el control de Maldred sobre ella, y tenía que corregir la situación.

—Dama guerrera, desde las alturas donde fui retenido cautivo en los árboles te vi combatir a las serpientes. Vales como cuatro de estos hombres, eres más formidable de lo que creí en un principio. Necesito tu ayuda. Por favor.

La expresión de la solámnica se calmó un poco, y sus dedos se aflojaron sobre la empuñadura de la espada.

—Docenas de ogros se ven obligados a trabajar en la mina —prosiguió la lírica voz de Maldred—. Son azotados, apenas se los alimenta para vivir. Es esclavitud, dama guerrera, de la peor clase. Y hay que detenerla. Es un problema que había pensado rectificar antes de que tú aparecieras. Tú sencillamente haces la tarea menos molesta. —Los dedos de su mano oculta revolotearon aún más veloces—. Debiera haber sido honrado contigo, me doy cuenta ahora. Pero temí que no nos acompañases. Te lo prometo, dama guerrera, si nos ayudas a liberar a los ogros, descubriremos la verdad sobre tu hermano. Si vive, será rescatado. Tienes mi palabra. Quédate conmigo.

—De acuerdo. Me quedaré contigo.

—No —rugió Rig, que había avanzado hasta estar lo bastante cerca para oír algo de lo que el otro había dicho—. Fiona, no puedes confiar en él. No puedes confiar en Dhamon. No puedes creer nada de esto. —Se interpuso entre la solámnica y Maldred—. No puedes hablar en serio.

—La esclavitud está mal, Rig —su expresión era extraña, con los ojos fijos sin parpadear—, y liberar a los ogros de las minas es justo y honorable. Ayudaré a Maldred. Y luego todos iremos a Takar.

La mujer dio media vuelta y ocupó una posición en la cabeza de la columna. Dhamon fue a colocarse a su lado.

Maldred evaluó al marinero durante unos instantes.

—Tiene fuego —dijo por fin—. Y una rara habilidad con el arma.

—Esto no es normal en ella —afirmó el otro—. Aceptar ayudar a tipos como vosotros. Ladrones. Embusteros. Liberar ogros. No lo entiendo.

El hombretón se encogió de hombros y se encaminó hacia la cabeza de la columna.

—No es propio de ella —repitió Rig—. Por la bendita memoria de Habbakuk, ¿qué le está pasando? ¿Y a mí?

Debería marcharme —pensó—. Pero no puedo dejarla. No sola con esta clase de gente. Y quiero recuperar mi maldita alabarda.

El grupo inició la marcha. El marinero dedicó una última mirada a los cadáveres de los ogros que rodeaban el enorme ciprés. Los lagartos empezaban ya a corretear sobre los cuerpos, mordiendo la carne que quedaba al descubierto. Un cuervo estaba posado sobre el estómago de un fornido ogro, picoteando la piel a través de un desgarrón en la armadura. Con un escalofrío, el marinero siguió al último de los ogros, con los dedos apretando aún la empuñadura de su espada, y los ojos moviéndose veloces en todas direcciones por si detectaba movimiento en las enredaderas. Por un instante deseó que más serpientes-enredaderas aparecieran y se llevaran con ellas a Dhamon y a Maldred y a todos los ogros. Entonces estarían sólo él y la dama solámnica otra vez.

Los mercenarios se vieron obligados a avanzar en fila india, pues la ciénaga estaba tan atestada de plantas que en ocasiones prácticamente tenían que abrirse paso entre troncos de cipreses. Rig perdió de vista a Fiona, Maldred y Dhamon poco después de que hubieran abandonado el claro. Le preocupaba la solámnica y se sentía furioso por la pérdida de su alabarda. En el fondo de su mente seguía viendo las pequeñas huellas de pies y diciéndose que debería volver a hablar con Fiona, obligarla a escucharlo, abandonar todo aquello y salir de allí. Alrededor sólo veía las oscuras formas de los árboles, apenas distinguibles a la luz de las pocas antorchas que sostenían los ogros.

—Moriré aquí —se dijo, aunque no fue su intención decirlo en voz alta—. Víctima de serpientes o de una traición.

No habían viajado mucho, un kilómetro y medio o tal vez un poco más, cuando la oscuridad de la noche dio paso a las luces de antorchas y fogatas que ardían alegremente algo más allá. Percibieron ruidos: chasquidos, gritos, maldiciones, gruñidos. Los ogros avanzaron con rapidez.

En la cabeza de la marcha, Dhamon apartó a un lado un manto de musgo y echó una primera ojeada a las minas Leales. Cajas llenas de rocas ocupaban un tramo de terreno pantanoso que se había desbrozado a hachazos y estaba salpicado de tocones en descomposición. La mina en sí era un enorme agujero en el suelo, un foso abierto del que surgían haces de luz, y a cuyo interior conducían gruesas sogas atadas alrededor de unos cuantos cipreses gigantes. Existía una boca más pequeña, abierta en una colina baja, y también surgía luz de ella.

Había ogros moviéndose por la zona, sombras de las criaturas que seguían a Dhamon y a Maldred. Tenían un aspecto demacrado, con la carne y lo que quedaba de sus ropas colgando sobre sus cuerpos, y la mirada inexpresiva. Algunos salían en aquellos momentos del agujero trepando por las sogas, con cajas repletas de mineral atadas a sus espaldas. Parecía como si tuvieran que hacer un supremo esfuerzo para llegar a la superficie, gateando en cuatro patas hasta que los dracs negros que eran sus guardianes soltaban las abrazaderas que sostenían las cargas. Una vez vaciadas las cajas, volvían a sujetarlas a las espaldas de los ogros, y éstos regresaban a las minas.

Los dracs eran repugnantes, se parecían a los draconianos hasta cierto punto, pero eran de un negro profundo como una noche sin estrellas, y sus alas eran cortas y opacas comparadas con las escamas de sus torsos que relucían húmedas bajo la luz. Sus hocicos eran ligeramente equinos, cubiertos con escamas diminutas, y los ojos de un amarillo pardusco, entrecerrados en expresión malévola. Lucían unas colas negras cortas, que agitaban sin cesar, y una achaparrada cresta de espinas descendía desde lo alto de sus cabezas casi hasta las puntas de las colas. El aliento escapaba de sus hocicos en un siseo, lo que provocaba que el claro pareciera infestado de serpientes y les trajera de inmediato el recuerdo de las enredaderas hechizadas.

La visión de los dracs provocó a Dhamon un escalofrío a lo largo de la espalda. Eran monstruos repulsivos, y se preguntó cuántos de ellos habían conseguido eliminar las fuerzas de Donnag en el nido que el caudillo ogro afirmaba que habían encontrado. Dhamon sabía por su relación con Palin Majere que los dracs eran creados por los señores supremos dragones; que los grandes dragones usaban algo de sí mismos y algo de un auténtico draconiano, y empleaban cautivos humanos para obtener los cuerpos. Aquellos ingredientes asociados con un poderoso conjuro daban vida a los dracs, y de algún modo los convertía en inquebrantablemente leales al dragón que los había creado. Obedecían a su señor sin reparos y parecían deleitarse matando.