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—Eres el siguiente —le dijo Dhamon.

Pero Fiona se hallaba cerca y llegó antes que él a la criatura. La espada describió un arco por encima de la cabeza de la solámnica y rebanó el tercer brazo del ser, que intentó arañarla furiosamente con las dos extremidades restantes, cuyas uñas arañaron inútilmente el metal de su armadura.

Cuando Dhamon miró en derredor en busca de otro blanco, vio a la guerrera, que alzaba la espada en alto y la descargaba sobre la clavícula de la bestia. Se oyó un nauseabundo crujido, y luego ella se apartó al estallar aquella cosa en una corrosiva nube de ácido. Los ojos de ambos se encontraron por un instante, los de ella llenos de una mezcla de cólera y ansia por el combate, los de Dhamon con idéntica y fiera determinación.

Sin una palabra, el hombre corrió hacia Maldred. Mientras los mercenarios ogros se ocupaban de los dracs restantes, el hombretón interrogaba a uno de los esclavos.

—¿Cuántos en las minas? —Las palabras eran en la lengua de los ogros, pero eran sencillas, y Dhamon sabía lo suficiente para comprenderlas—. Dracs. Las criaturas negras. ¿Cuántas? —El esclavo no respondió—. Los amos —probó Maldred—. Vuestros amos. Y háblame de las minas de ahí abajo.

Surgió una respuesta, pero la voz del esclavo ogro resultaba confusa, y Dhamon no se hallaba aún lo bastante cerca para oír las palabras.

—Diez dracs —gritó el hombretón a Dhamon, señalando la mina más pequeña y usando el Común—. Otros doce en la más grande. Unos cuantos draconianos. —Indicó con la cabeza la enorme boca abierta del suelo—. Fiona y yo nos ocuparemos de la mina grande.

Dhamon hizo una mueca de disgusto, pues su espada lo convertía en el mejor para ocuparse de dracs, draconianos y cualquier abominación que pudiera anclar por ahí. Y por un momento pensó en discutir el asunto; pero la mina más pequeña presentaba menor peligro.

—De acuerdo —contestó—. En ese caso, Rig y yo tomaremos la otra mina.

Maldred asintió. El marinero se encontraba ya en el claro, avanzando por entre los ogros mercenarios y zigzagueando entre esclavos atónitos y cajas de mineral. Sostenía una espada larga en una mano, y tres dagas con la otra, y se encaminaba hacia Fiona que acababa de despachar a otra abominación.

—¡Dama guerrera! —tronó Maldred desde el otro extremo del claro—. ¡Necesito tu ayuda!

La mujer alzó la mirada y, al ver al hombretón, echó a correr hacia él, sin ver a Rig o, tal vez, haciendo como si no lo viera. El marinero abrió los ojos de par en par al verla pasar por su lado a toda velocidad y tuvo la intención de seguirla, pero entonces vio a dos oscuras figuras que surgían de la mina más pequeña. Un drac y una abominación. Sacudió la cabeza y corrió hacia ellos, con los pies batiendo sobre el fangoso mantillo. Echando el brazo hacia atrás, arrojó las dagas, y las tres dieron en el pecho de la abominación a la que convirtieron en una nube de vapor ácido. El drac avanzó a su encuentro.

La solámnica apenas oía a Maldred por encima de los sonidos de la batalla y los gritos de los mercenarios ogros. El hombretón gesticulaba, con los ojos fijos en los de la mujer.

—Dama guerrera. Tú y yo nos aventuraremos en la mina principal.

Mientras exponía su plan, un drac surgió del agujero, y Dhamon se abalanzó contra él, descargando su espada sobre la cresta de espinas y partiéndole la cabeza en dos antes de que pudiera abandonar la entrada.

—Hay muchos ogros trabajando abajo. Y algunos humanos. —Esto último Maldred se lo dijo a Fiona como una ocurrencia tardía—. Debemos matar a los dracs y liberar a los mineros. Dhamon y Rig se ocuparán de la otra mina mientras los mercenarios montan guardia aquí arriba y se ocupan de cualquier drac que hagamos huir.

—Como desees —repuso ella, asintiendo y con los ojos fijos en él.

—Esto es tan poco propio de ti, ese espíritu sojuzgado. Cedes ante mí con demasiada facilidad —dijo él, lamentando tal vez el hechizo que había lanzado sobre ella; la tomó del brazo y la condujo hasta el pozo principal, y no tardaron en empezar a descender usando las cuerdas.

Dhamon, que corría en dirección a la mina más pequeña, agitó la espada para llamar la atención de Rig. El marinero acababa de eliminar a un drac, y su piel era una masa de furúnculos provocados por el ácido, en tanto que la camisa estaba hecha jirones por culpa de las garras de la criatura. Unido a los mordiscos de serpiente en su rostro y sus manos, todo él daba la impresión de que no debería seguir en pie; pero su espalda se mantenía erguida, su mirada nítida, y observaba cómo Fiona y Maldred descendían con ayuda de las sogas.

—¡Fiona! —llamó—. ¡No vayas con él!

Dhamon meneó la cabeza y señaló la entrada de la mina más pequeña situada a la espalda del ergothiano.

—Hay diez dracs ahí dentro. Tal vez más —le dijo mientras entraba en el pozo—. Hemos de acabar con ellos para poder sacar a los demás esclavos.

Rig permaneció inmóvil, indeciso, por un instante; luego, sacudió la cabeza y siguió al otro, arrojando sus dolores y penas al fondo de su mente al tiempo que se decía que cuando hubieran acabado allí, él y Fiona seguirían su camino y todo aquello no sería más que un mal recuerdo. No tendrían que volver a mirar jamás a Dhamon Fierolobo.

La mina más pequeña tenía túneles estrechos de apenas un metro ochenta de altura; en ella trabajaban esclavos humanos y enanos, que excavaban diligentemente las gruesas vetas de plata. Rig y Dhamon se orientaron por los sinuosos pozos guiados por la mortecina luz de las antorchas y el sonido de látigos y rugidos.

Tropezaron con dos dracs que no tenían ni idea de lo que sucedía en la superficie, ya que el ruido de los picos chocando contra la roca era lo bastante fuerte para ahogar el de la batalla que se libraba sobre sus cabezas. Dhamon mató a uno antes de que pudiera reaccionar, cerrando con fuerza los ojos al aparecer la nube de ácido. Luego se abalanzó sobre el segundo, hundiéndole la espada en el pecho. La criatura le provocó un profundo desgarrón con las zarpas al desplomarse y luego se disolvió en forma de ácido y una nube.

—De modo que el ácido de dragón de los dracs no puede hacerme daño —masculló Dhamon—. Gracias enteramente a ti. —Dirigió una veloz mirada a Wyrmsbane—. Pero las zarpas de las criaturas son otra cosa. —Se limpió un trazo de sangre que manaba de una herida a lo largo del pecho.

Rig no se detuvo a ver cómo le iba a su compañero.

—No quiero estar aquí —siseó, admitiendo para sí, sin embargo, que liberar a esa gente distaba mucho de ser una mala idea.

Echó a correr túnel abajo, gritando a los humanos y enanos que soltaran sus picos, para a continuación empezar a tirar de sus cadenas, que eran débiles y estaban oxidadas por culpa de la humedad del pantano de la hembra de Dragón Negro. Sus músculos se hincharon, a medida que fue soltando un eslabón tras otro, sin prestar atención a las voces de agradecimiento.

—Si tuviera mi alabarda, cortaría este metal como si fuera mantequilla.

Innumerables manos lo rozaron en señal de agradecimiento.

—Shrentak —farfulló al tiempo que levantaba otras cadenas y las partía e indicaba a los que estaban libres que se dirigieran a la superficie—. Debería estar haciendo esto en Shrentak.

Una vez que hubieron liberado a más de una docena de esclavos, Dhamon y Rig descendieron por otro pasadizo, agachándose y preparando sus armas al distinguir el apagado resplandor amarillento de los ojos de los dracs.

* * *

En el túnel principal, Maldred y Fiona estaban enfrascados liberando ogros. Encontraron a uno demasiado débil para moverse, hambriento y apaleado, y Maldred lo mató deprisa, hablando con suavidad en la lengua de los ogros al tiempo que cerraba los ojos del esclavo muerto.