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—¡Estirges! —chilló Fiona.

—¿Qué? —preguntó Dhamon.

—Estirges. Son… son insectos. ¡Se beberán tu sangre!

El guerrero reaccionó con rapidez, pues las criaturas se arremolinaban ya sobre su persona. Pero, aunque agitó la espada en alto sobre su cabeza, partiendo algunas en dos, varias se lanzaron sobre su pecho, hincando sus aguijones en su carne. Aulló de sorpresa y dolor cuando empezaron a darse un banquete con su sangre.

Oyó a Fiona a su espalda, con la espada silbando mientras atravesaba a las repugnantes criaturas. La solámnica se hallaba protegida por su cota de mallas, y las estirges que se lanzaban sobre ella quedaban atontadas al estrellarse contra el metal, aunque la mujer tenía la precaución de cubrirse el rostro con un brazo. De ese modo siguió golpeando una tras otra a aquellas criaturas mientras se encaminaba hacia Rig.

El claro estaba inundado por los gruñidos de los ogros, que no se habían tropezado jamás con tan malévolos insectos y que los arrancaban de sus cuerpos y aplastaban con las manos desnudas; los alaridos de los esclavos liberados; el sordo golpear de las estirges muertas contra el suelo; el chupeteo de las criaturas atiborrándose de sangre.

Con el pecho desnudo, Dhamon era un blanco fácil para las pequeñas bestias, y una docena estaba aferrada a su pecho y su espalda. Se quitó algunas de las piernas, pisoteándolas antes de pudieran volver a elevarse.

—¡No son tan difíciles de matar! —chillaba Maldred.

—No —masculló Dhamon, mientras acuchillaba las estirges que llegaban para ocupar el lugar de sus camaradas muertas—. ¡Pero hay muchas! ¡Demasiadas! —Se sentía débil y comprendió que se debía a que le habían quitado mucha sangre—. Podrían destruirnos —gritó a sus amigos.

—¡No pienso morir aquí, Dhamon Fierolobo! —replicó Maldred—. Prometí ayudarte con esa escama, ¿recuerdas?

No tendría que preocuparse por la escama, se dijo Dhamon. Si no conseguía deshacerse de esos mortíferos parásitos, la escama sería muy pronto la menor de sus preocupaciones. Levantó a Wyrmsbane con una mano, usándola para repeler a las criaturas que se lanzaban sobre él, y con la otra mano empezó a arrancar los insectos, estrujándolos en la mano hasta que la cáscara quitinosa se rompía, para arrojarlos a continuación al suelo y pisotearlos por si acaso. Tenía la mano pegajosa por la propia sangre que las criaturas le habían extraído, y giró en redondo observando que las manos de los ogros también estaban cubiertas de sangre. Todos habían abandonado sus armas, y usaban las manos para acabar con la vida de las estirges. Dhamon consideró la posibilidad de hacerlo también, pero se sentía reacio a soltar la larga espada, y no estaba dispuesto a quedar demasiado al descubierto perdiendo un tiempo en envainarla.

Oyó un gruñido a su espalda; era Mulok. El enorme ogro le arrancaba las estirges de la espalda, y Dhamon sintió cómo la sangre lo salpicaba con cada criatura que su compañero aplastaba. A continuación notó la espalda del ogro contra la suya, cubierta de sangre. Otros imitaron a Mulok, colocándose espalda con espalda; los que no lo hacían sucumbían.

—¡No! ¡Mugwort! —gritó Maldred al ogro de mayor tamaño, el que había transportado el cofre de Fiona con las joyas por el pantano.

El enorme mercenario se desplomó bajo una nube de negros cuerpos alados. Agitó los brazos sobre el fangoso suelo durante un momento y luego se quedó inmóvil. Más criaturas descendieron sobre el cuerpo, y el sonido de sus chúpeteos resultaba repugnante.

—¡Ya es suficiente!

Maldred combatía a la vez contra varias de las criaturas; se arrancó unas cuantas y luego empezó a mover las manos. A los pocos instantes, el cuerpo de Mugwort —y todas las estirges que lo cubrían— quedaron envueltos en una chisporroteante bola de fuego.

Los ogros de las proximidades empezaron a arrancarse aquellos seres del cuerpo y a arrojarlos a la hoguera, lo que provocaba que los insectos chillaran y estallaran, soltando un hedor nauseabundo. Hubo otra llamarada, y luego otra, a medida que Maldred prendía fuego a los cadáveres de otros ogros y esclavos.

Finalmente, se ocupó de sí mismo, extirpando un hinchado insecto tras otro de sus brazos y piernas, mientras retrocedía hacia un par de los ogros de Donnag y les gritaba que le quitaran los últimos que quedaban de la espalda.

Rig y Fiona se hallaban espalda contra espalda, con un círculo de criaturas muertas a sus pies. La solámnica luchaba contra los insectos sin decir una palabra, con una mano firmemente cerrada sobre la espada y la otra extendida para agarrar estirges en pleno vuelo y aplastarlas. El marinero era más ruidoso, y se dedicaba a maldecir el pantano y a los insectos, a Maldred, a Dhamon, al caudillo Donnag, a todos los dioses desaparecidos. Cuanto más deprisa surgían las palabras de sus labios, más rápido se movían sus manos; había abandonado la espada, que había dejado caer a sus pies, prefiriendo agarrar y triturar a sus atacantes.

—Estirges, ¿eh? —dijo Rig—. Sólo condenados mosquitos grandes, si me preguntas a mí. ¿Te has enfrentado antes a ellos?

—Uh, uh. —También Fiona estaba atareada.

—¿Tantos como éstos?

Ella sacudió la cabeza.

—¿Dónde?

—Una vez. Cuando visitaba la isla de Crystine. Pero sólo había unas pocas. Habíamos molestado un nido y salimos de allí a toda prisa.

—¡Estamos venciendo! —chilló Maldred desde el otro extremo del claro.

Sólo quedaban unas pocas docenas de las aladas criaturas, que no tardaron en estar muertas también. El suelo estaba cubierto de cuerpos negros, una alfombra de insectos que crujió cuando los ogros y los esclavos la pisaron para comprobar si alguno de sus compañeros caídos había sobrevivido.

Rig pateó el montón que tenía delante, localizó su espada y la recupero a toda velocidad. Sacudió la cabeza. Estaba llena de sangre, la suya y la de las estirges. Hizo una mueca de disgusto cuando Dhamon se acercó a él, seguido por Maldred.

Las hogueras se consumían alrededor del claro, pero Dhamon atisbaba en los espesos cipreses que los rodeaban.

—Estoy seguro de haber oído una voz…

Maldred asintió.

—La oí justo antes de que las criaturas aparecieran.

—Sí —dijo el marinero—, suave y bonita… aunque estas… estirges… eran cualquier cosa menos eso. Apuesto a que también nos envió las serpientes, nuestra misteriosa dama. No nos quiere en el pantano. O, tal vez, no nos quiere cerca de Shrentak. Las estirges aparecieron justo después de que mencionara el lugar.

Los ojos de Dhamon se entrecerraron, ya que le había parecido distinguir algo con un destello metálico moviéndose entre las hojas de helecho.

—Shrentak… —La voz era femenina y velada, la misma que habían oído antes del ataque de los insectos—. Shrentak te daría la bienvenida, hombre del color de la noche —continuó la voz—. Siempre hay algunas celdas vacías.

Una cortina de bejucos se separó y la figura de una niña se deslizó al interior del claro, con los cobrizos cabellos agitados por un continuo movimiento. No parecía tener más de cinco o seis años, sin embargo hablaba como una mujer mucho mayor, con la voz de una seductora. Y en la menuda mano sujetaba la alabarda de Rig, un arma que no debería haber podido levantar. La hoja brillaba tenuemente bajo la luz.

—La niña… —empezó a decir el marinero.

—La de la visión de Trajín —afirmó Dhamon.

Los ojos de ambos se abrieron aún más cuando una neblina de un gris plateado se formó y rodeó su mano libre. Dhamon se abalanzó hacia adelante, pero sólo consiguió dar unos pocos pasos antes de verse paralizado, con el suelo tapizado de estirges brillando alrededor de sus botas y sujetándolo como una tenaza. La plateada neblina se derramaba de la mano de la niña, cubriendo el suelo como una niebla baja y arremolinándose alrededor de las piernas de todos.

Retorciéndose, Dhamon vio que Rig y Fiona se encontraban igualmente inmovilizados. Pero Maldred estaba libre, pues la bruma de algún modo era incapaz de retenerlo, y ahora el hombretón cargaba en dirección a la niña, sacando la espada de dos manos que llevaba a la espalda mientras avanzaba.