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—Estúpido —se limitó a decir ella, gesticulando otra vez—. Mi señora Sable, que espera en Shrentak, se enojará contigo. Pedirá más de mi insignificante lluvia y mis terremotos para que perturben tu reino.

Un haz plateado salió disparado como un rayo de su diminuta mano, creció hasta convertirse en una centelleante nube diáfana y luego envolvió a Maldred como una red. En su nebulosa luz, la figura del hombretón se estremeció y expandió, su piel rojiza onduló con más músculos todavía, al tiempo que su viva tonalidad se desvanecía hasta tornarse prácticamente blanca. Luego volvió a cambiar de tono, convirtiéndose en azul pálido salpicado aquí y allí de verrugas y furúnculos; la corta melena roja creció y se tornó más espesa, pero adquirió un color totalmente blanco y cayó sobre los hombros como la melena de un león.

—¿Qué le está haciendo? —exclamó Fiona.

—Desenmascararlo —replicó la criatura en tono tranquilo—. Ahuyentar su hechizo que pinta una hermosa forma humana sobre su horrible cuerpo de ogro. Dejar al descubierto al hijo de Donnag de Blode… ¡el enemigo de mi señora!

Cuando la transformación se completó, Maldred medía más de dos metros setenta de estatura, un ogro más impresionante e imponente físicamente que cualquiera de aquellos que los habían acompañado a las minas. Sus ropas estaban ahora hechas jirones, sin apenas cubrir su enorme cuerpo.

Dhamon contempló anonadado a la criatura que había considerado su amigo más íntimo. No quedaba ni rastro del Maldred que conocía, ni siquiera reconocía sus ojos.

Fiona y Rig se quedaron igualmente asombrados. La solámnica se sintió desfallecer ante la visión, y el sobresalto recibido fue suficiente para eliminar al menos parte de la magia que Maldred había lanzado sobre ella. Sacudió la cabeza, intentando ahuyentar… algo, no podía decir qué. La memoria de la guerrera parecía nebulosa. No obstante, una docena de pensamientos la asaltaron: los engaños de que habían sido víctimas ella y Rig, el viaje por las ruinas enanas, la lucha en las minas. Una imagen centelleó en el fondo de su cerebro, la de un draconiano bozak. Uno con un collarín de oro. ¿Lo había matado ella?

Dhamon sacudió la cabeza con incredulidad, como si la visión del ogro de pellejo azul pudiera desaparecer y Maldred regresar en su lugar. Torció la cabeza para mirar otra vez a la niña.

—¡No estás desenmascarando nada! —escupió—. ¡Nos estás haciendo creer que nuestro amigo es una de esas criaturas! ¡Igual que creaste las estirges y las serpientes!

—Vuestro amigo es un mago ogro —continuó ella—. Que pronto será un mago muerto. Disfrutaré dando la noticia a mi señora personalmente. Sable me recompensará bien.

Echó la cabeza hacia atrás y rió, con un sonido agudo del todo incongruente con su menuda figura. Unos rayos plateados en miniatura surgieron en arco de sus dedos y danzaron en dirección a Maldred, que seguía inmovilizado por la reluciente neblina.

—¡Muy bien, ya lo creo que muy bien!

—¡No! —chilló Dhamon, y se liberó de sus botas que estaban aprisionadas por la magia de la niña. Corrió hacia ella, desenvainando a Wyrmsbane mientras avanzaba.

La pequeña fue más veloz. Los rayos golpearon al ogro en el pecho, y su piel chisporroteó, estalló y ardió. Maldred se retorció, pero no gritó; en su lugar, forcejeó con el nebuloso hechizo que lo inmovilizaba, gesticulando y canturreando en voz alta su propio conjuro.

Dhamon había llegado casi hasta la infantil figura cuando nuevos rayos salieron disparados en dirección al enorme ogro. Volvieron a dar en el blanco, pero un segundo después de que Maldred se hubiera desquitado con su propia magia.

Finalizado su conjuro, una llamarada surgió de las agitadas manos del ogro. Fue un derroche de colores, verdes y azules, chisporroteando violentamente y saltando al frente como una gota de aliento de dragón. Creció y cambió de color, convirtiéndose en una llameante bola de un rojo anaranjado que, con un silbido casi ensordecedor, engulló a la niña y a varios de los árboles que la rodeaban. A pesar de la humedad de la ciénaga, los árboles ardieron, convirtiéndose en cenizas en un instante.

Dhamon frenó en seco y contempló fijamente los humeantes troncos. La pequeña se había vaporizado y desaparecido. ¿O no?

El mago ogro se dejó caer al fangoso suelo, con las manos apretadas contra el azulado pecho como si ello pudiera mitigar el dolor. Dhamon corrió a su lado y desgarró tiras de lo que quedaba de su propia capa, presionando con ellas las heridas.

—Soy lo que parezco, amigo mío —declaró Maldred, y su dolorida voz resultaba difícil de oír.

—Parece que eres un experto en engaños —replicó él—. Eres un mentiroso tan consumado como tu padre. —Mantuvo la voz baja, pues no deseaba que los otros lo oyeran—. Creía que eras… eres… un hombre, como yo.

Maldred jadeó, intentando llevar aire a sus pulmones.

—En ocasiones los engaños ayudan a forjar amistades —respondió—. Pero aparte de la forma que lucía, jamás te he mentido, Dhamon Fierolobo. Creo que eso lo sabes.

—Simplemente jamás te molestaste en completar la verdad. —Dhamon siguió secando las heridas, confiando en lo que había aprendido en numerosos campos de batalla—. ¿Lo sabe Rikali?

Su compañero negó con la cabeza.

—Trajín lo sabía. Es uno de los pocos secretos que consiguió guardar. —Los ojos del ogro escudriñaron el rostro de su amigo—. Lamento que hayas tenido que averiguarlo así. Yo…

—No importa, supongo. Un cuerpo no es más que una cáscara, al fin y al cabo. Sólo dime si tienes algún otro secreto interesante. Odio las sorpresas.

Rig y Fiona avanzaron hacia ellos, pues también habían quedado libres de la magia de la niña. Los ogros y los esclavos liberados se habían reunido en un círculo alrededor, en tanto que unos cuantos de los exploradores tuvieron la prudencia de mantener una guardia en dirección a las minas y el anillo de cipreses.

—El cachorro de Donnag —dijo el marinero con amargura—. No me sorprende que encajaras tan bien en Bloten. —Meneó la cabeza y luego se aproximó a un grupo de mercenarios ogros y se deslizó hasta el lugar donde había estado la niña—. Ya te dije que no se podía confiar en él.

Fiona no dijo nada, sentía tal opresión en el pecho que no habría podido hablar aunque hubiera querido hacerlo. La solámnica intentó imaginar el rostro del humano Maldred, el de los ojos hipnóticos, pero sólo existía ese ogro de piel azul, que la hacía estremecerse de rabia y disgusto. Sus manos temblaban, las palmas estaban sudorosas. Intentó sujetar la empuñadura de su espada, pero los dedos carecían de fuerza.

La imagen del draconiano de bronce volvió a aparecer en su mente. Vio un collarín de oro que caía al suelo de las minas. ¿Lo había soñado? ¿Había soñado ver a la criatura que se suponía debía encontrar en Takar? ¿Verlo morir? ¿Lo había matado ella? A decir verdad, ¿cuánto de todo por lo que había pasado era real?

De improviso los ojos de Maldred atrajeron los suyos, reteniéndolos como había hecho cuando tenía aspecto humano. Con un gesto y un pensamiento reconcentrado, la liberó por completo del hechizo, y ella parpadeó con energía, sacudiendo la cabeza para despejarla.

Dhamon ayudó al mago ogro a ponerse en pie, atónito ante lo enorme y pesado que realmente era.

—Llevaremos a esta gente a Bloten —anunció Maldred, con una voz más profunda y potente que antes—. Sombrío Kedar se ocupará de curarlos, y mi padre correrá con los gastos. A los humanos y a los enanos se les dará un lugar en el que quedarse.

—Y luego… —quiso saber Dhamon.

El guerrero pensaba internarse más en el pantano, y aunque su amigo era un ogro de piel azul, seguía prefiriendo tener a Maldred a su lado. Wyrmsbane le había proporcionado visiones del pantano cuando le había preguntado por una cura para la escama de su pierna, y no tenía intención de abandonar ese lugar hasta que estuviera libre del objeto y del dolor.