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Philip José Farmer

El hacedor de universos

Capítulo I

EL CUERNO DE PLATA

Del otro lado de las puertas gimió el fantasma de una trompeta. Fueron siete notas desmayadas y lejanas, el tejido ectoplasmático de un espíritu plateado, si acaso las sombras están hechas de sonido.

Era imposible que hubiera tras las puertas corredizas una trompeta ni un hombre que la hiciera sonar, y Robert Wolff lo sabía. Un minuto antes había inspeccionado el sótano. Allí no había sino el piso de cemento, las paredes blancas de yeso, el soporte con sus perchas, un estante y una bombilla eléctrica.

Sin embargo, había oído notas de trompeta, muy apagadas, como si llegaran desde algún sitio tras el muro del mundo. Estaba solo y no tenía, por lo tanto, quien le confirmara la realidad de aquello que no podía ser real. Ese cuarto no era un sitio adecuado para semejante experiencia. Pero tal vez él era la persona adecuada para ello. En los últimos tiempos lo perturbaban sueños misteriosos. Durante el día pasaban por su mente pensamientos extraños y súbitas visiones, fugaces, pero vívidas y sorprendentes. No las deseaba, no las esperaba, y no podía resistirías.

Se sentía preocupado. No era justo caer en el agotamiento mental, precisamente cuando estaba a punto de jubilarse, sin embargo, lo que había pasado con otros podía ocurrirle a él. Lo mejor sería hacerse reconocer por un médico. Pero no podía decidirse a hacer lo que el sentido común indicaba. Y seguía esperando, sin decir nada a nadie, y menos que a nadie, a su mujer.

En ese momento contemplaba fijamente las puertas del sótano; estaba en el cuarto de recreo de una casa nueva, construida por Hohokam. Si el cuerno volvía a sonar, abriría las puertas para asegurarse de que no había nada allí dentro. Entonces, una vez seguro de que aquellas notas eran sólo producto de su mente enferma, descartaría la idea de comprar esa casa. No prestaría atención a las histéricas protestas de su esposa; consultaría en primer lugar a un médico, y después a un psicoterapeuta.

—¡Robert! — llamó su esposa —. ¿Hasta cuándo piensas quedarte allí? Sube. Quiero hablar contigo y con el señor Bresson.

Un momento, querida — pidió.

Ella volvió a llamarlo, esa vez desde muy cerca. Él se volvió Brenda Wolff estaba en lo alto de la escalerilla que bajaba hasta el cuarto de recreo. Tenía su misma edad: sesenta y seis años. La belleza de su juventud había quedado enterrada bajo la grasa, el maquillaje espeso y las, arrugas empolvadas, los gruesos anteojos y el cabello teñido de azul acerado. Al verla hizo una mueca de dolor, como lo hacía cada vez que veía en el espejo su propia cabeza calva, las líneas que le surcaban las mejillas desde la nariz a la boca y las estrellas de piel ajada que se abrían en la comisura de los ojos enrojecidos. ¿Acaso era ése su problema, el no poder ajustarse a lo que todos los hombres debían padecer, lo quisieran o no? ¿O acaso no era el deterioro físico lo que le disgustaba, sino el hecho de que ni Brenda ni él hubiesen realizado sus sueños juveniles? No había modo de evitar las señales que el tiempo dejaba en la carne, pero la vida había sido generosa con él, al permitirle llegar hasta esa edad. No podía alegar falta de tiempo como excusa por no haber plasmado en belleza sus proyectos. Tampoco podía echarle las culpas al mundo. Él, y sólo él, era el responsable; al menos tenía la suficiente energía como para reconocerlo. No reprochaba al universo ni a esa pequeña parte de él que era su esposa. No chillaba, no gruñía ni sollozaba, como Brenda.

A veces le habría sido fácil gemir y sollozar. No había muchas personas en sus condiciones, incapaces de recordar absolutamente nada sobre sus primeros veinte años. Es decir, él calculaba que eran veinte, basándose en la opinión de los Wolff; ellos decían que aparentaba unos veinte años cuando lo adoptaron.

El viejo Wolff le encontró vagando por las colinas de Kentucky, cerca de la frontera con Indiana. No sabía quién era ni cómo había llegado hasta allí. Nada representaban para él Kentucky, ni los Estados Unidos de América, ni tampoco el idioma inglés.

Los Wolff, tras recogerlo, notificaron a la policía. Ninguna investigación oficial logró identificarlo. En otros tiempos, una historia como ésa podría haber concitado la atención de todo el país, pero en ese momento la nación salía de una guerra contra el Káiser, y tenía cosas más importantes en que pensar. Robert, así llamado en memoria del hijo de Wolff, ya fallecido, ayudó a cultivar la granja. Fue también a la escuela, puesto que no recordaba haber recibido educación alguna.

Hubo algo peor que la falta de conocimientos formales: su ignorancia acerca de cómo debía comportarse. Con cierta frecuencia ofendía o turbaba a los demás. La gente de las colinas lo hizo blanco de sus desprecios, y a veces de sus reacciones airadas. Pero aprendió con rapidez, y se ganó el respeto de todos con su férrea voluntad de trabajo y con la fuerza que empleaba para defenderse.

Le llevó muy poco tiempo cursar los distintos niveles escolares; era como si estuviese recordando en vez de aprender. Aunque le faltaban muchos años de asistencia a clase, dio sin dificultad el examen de ingreso a la universidad. Allí comenzó su eterno amor por las lenguas muertas. Amaba especialmente el griego; despertaba ecos en su alma, y lo sentía como su propio idioma.

Tras graduarse en la universidad de Chicago, dictó cátedra en varias universidades del este y del medio oeste. Se casó con Brenda, una muchacha hermosa y adorable. Al menos, eso pensó al principio; después llegó la desilusión, pero todavía podía considerarse un hombre feliz.

El misterio de su amnesia y su origen lo habían preocupado. Por un largo tiempo no reparó en ello, pero ahora, al llegar el retiro…

Robert — dijo Brenda en voz alta —, ¡ven ahora mismo! El señor Bresson es un hombre muy ocupado.

El señor Bresson, sin duda, debe saber que a muchos clientes les gusta examinar la casa con tiempo. ¿Es que ya no la quieres?

Brenda le echó una mirada furiosa y se marchó, indignada. Él suspiró; más tarde lo acusaría de hacerla quedar como una tonta frente al agente de la inmobiliaria.

Se volvió otra vez hacia el sótano. ¿Por qué no se atrevía a abrir las puertas? Era absurdo quedarse así, paralizado, en un estado de indecisión psicotica. Pero cuando la trompeta volvió a emitir las siete notas, sonando a todo volumen tras una gruesa barricada, no pudo sino dar un respingo.

El corazón le golpeaba sordamente contra las costillas, como un puño interior. Se obligó a dar un paso hacia las puertas; puso la mano en la ranura enchapada de bronce y deslizó la puerta hacia un lado. El suave rumor de los rodillos apagó el sonido del cuerno.

Los paneles blancos de la pared habían desaparecido. Eran la entrada a una escena que jamás habría podido imaginar, aunque debía ser un producto de su imaginación.

La luz del sol brotaba de aquella abertura, bastante amplia como para permitirle el paso. La escena estaba parcialmente cubierta por una vegetación con aspecto arbóreo, aunque no parecían árboles terráqueos. A través de las ramas y del follaje pudo ver un cielo verde y brillante. Bajó la mirada, hacia la escena que se desarrollaba bajo los árboles. Seis o siete criaturas de pesadilla estaban reunidas en la base de un gigantesco canto rodado. Este era de roca rojiza, impregnada de cuarzo, y tenía la tosca forma de un hongo venenoso. Aquellos seres deformes, cubiertos de pelaje negro, estaban de espaldas a él, pero uno recortaba su perfil contra el cielo verde. Tenía una cabeza brutal, inhumana, y una expresión malévola. El rostro y el cuerpo estaban cubiertos de protuberancias, en forma de grumos de carne que le daban la apariencia de algo inconcluso, como si su creador lo hubiese dejado sin pulir. Las dos piernas cortas recordaban las patas traseras de un perro. Tenía los brazos extendidos hacia el joven que ocupaba la parte plana de la roca.