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— Tampoco yo, en aquella época. El Señor me secuestró, me trajo a este universo y cambió mi aspecto. También había raptado y cambiado a tantos otros, e insertado algunos cerebros humanos en cuerpos creados por él.

Hizo un gesto hacia el mar, señalando hacia lo alto.

— Ahora vive allá, y no lo vemos con mucha frecuencia. Algunos dicen que desapareció hace mucho tiempo, y que otro Señor ha tomado su lugar.

— Salgamos de aquí — dijo Wolff —. Más tarde podremos hablar de eso.

Cuando habían recorrido apenas unos setecientos metros, Criseya le indicó por señas que se escondiera tras un arbusto de gruesas ramas purpúreas y hojas doradas. Allí, arrodillado junto a ella, pudo ver entre el follaje lo que había provocado su reacción. A varios metros de distancia había un hombre de piernas velludas, con grandes cuernos de carnero en lo alto de la cabeza. A la altura de sus ojos, posado en una rama, se hallaba un cuervo gigantesco. Era del tamaño de un águila dorada; la frente era muy alta, y el cráneo parecía capaz de albergar el cerebro de un fox-terrier.

No fue el tamaño del ave lo que sorprendió a Wolff, puesto que ya había visto varias criaturas enormes. Pero aquélla estaba conversando con el hombre.

— El Ojo del Señor — susurró Criseya, señalando al cuervo —. Ése es uno de los espías del Señor. Vuela por sobre el mundo, ve lo que ocurre y se lo cuenta.

Wolff recordó entonces el comentario de Criseya con respecto a la implantación de cerebros en los cuerpos creados por el Señor; ante su pregunta, ella respondió:

— Sí, pero no sé si puso cerebros humanos en las cabezas de los cuervos. Tal vez creó cerebros pequeños a imitación de los humanos y después adiestró a los cuervos. También pudo haber utilizado sólo una parte del cerebro humano.

Infortunadamente, por más que forzaban sus oídos, no lograron captar sino unas pocas palabras sueltas. Transcurrieron varios minutos. El cuervo graznó un ruidoso adiós, en griego distorsionado pero comprensible, y se lanzó desde la rama. Cayó pesadamente, pero batió con fuerza sus grandes alas y se elevó antes de tocar el suelo. Un minuto después se había perdido tras el espeso follaje de los árboles. Algo más tarde, Wolff logró verlo a través de un claro en la vegetación. Iba ganando altura lentamente, rumbo a la montaña, del otro lado del mar.

Notó entonces que Criseya estaba temblando.

—¿Qué temes? — le preguntó —. ¿Qué puede decirle el cuervo al Señor?

No temo tanto por mí como por ti. Si el Señor descubre que estás aquí, querrá matarte. No quiere intrusos en su mundo.

Puso la mano sobre el cuerno y volvió a estremecerse.

— Sé que fue Kickaha quien te dio esto, y no es culpa tuya si lo tienes. Pero tal vez el Señor no lo sepa. O si lo sabe, quizá no le importe. Se enojaría muchísimo si pensara que tú tienes algo que ver con el robo. Te haría cosas horribles; sería mejor que acabaras tú mismo contigo, en este momento, antes de que el Señor te pusiera las manos encima.

—¿Kickaha robó el cuerno? ¿Cómo lo sabes?

— Oh, créeme, yo lo sé. Es del Señor. Y Kickaha debe haberlo robado, porque el Señor jamás se lo daría a nadie.

— Me siento confundido — dijo Wolff —. Pero tal vez logremos aclararlo algún día. Por el momento, lo que me preocupa es saber dónde está Kickaha.

Criseya señaló la montaña, diciendo:

— Los gworl lo llevaron allá, pero antes…

Se cubrió la cara con las manos, y las lágrimas brotaron de entre sus dedos.

—¿Le hicieron algo? — preguntó Wolff.

— A él no. Fue a…

Wolff le apartó las manos.

— Si no quieres hablar de eso, muéstramelo.

— No puedo. Es… demasiado horrible. Me enfermaría.

— Muéstrame, de cualquier modo.

— Te llevaré hasta donde está. Pero no me pidas que vuelva a… mirarla.

Echó a andar, y él la siguió. Ella se detenía de trecho en trecho, y retomaba la marcha sólo ante la insistencia de Wolff. Tras andar en zigzag por casi un kilómetro, se detuvo frente a un bosquecillo de arbustos de unos cincuenta centímetros de altura. Las ramas de una planta se entremezclaban con las de sus vecinas. Las hojas eran anchas, en forma de oreja de elefante, de color verde claro con anchas venas rojizas, y rematadas por una pequeña flor de lis.

— Está allí dentro — dijo Criseya —. Vi que los gworl… la arrastraban hasta allí. Los seguí y…

No pudo hablar más.

Wolff, sin dejar el cuchillo, apartó las ramas y se encontró en un claro natural. En el medio, sobre el verde y corto césped, yacían esparcidos los huesos de una mujer. Estaban despojados de toda carne y presentaban pequeñas marcas de dientes; eso le reveló que los bípedos vulpinos habían llegado hasta allí.

Aquello no le horrorizó, pero pudo imaginar cómo habría impresionado a Criseya. Ella debió ver parte de lo que hicieran con la mujer; probablemente la habían violado, para matarla después de forma bestial. Ante aquello, Criseya había reaccionado como cualquier otro habitante del Jardín. La muerte era algo tan horrible que esa palabra se había convertido en tabú largo tiempo atrás, y finalmente había desaparecido del idioma. Allí sólo podían existir los actos y los pensamientos agradables; toda otra cosa debía ser eliminada.

Regresó hasta donde estaba Criseya, quien le miró con sus ojos enormes como si esperara enterarse de que no había nada allí.

— No quedan más que huesos — le dijo —. Hace mucho que dejó de sufrir.

— ¡Los gworl tendrán que pagar por esto! — exclamó ella, furiosa —. ¡El Señor no permite que se dañe a sus criaturas! Este Jardín es suyo, y ¡los intrusos son castigados!

— Estás mejor — dijo él —. Empezaba a creer que la impresión te había paralizado. Odia a los gworl cuanto quieras; se lo merecen. Y tú necesitas desahogarte.

Con un grito, ella se lanzó hacia él y le pegó en el pecho con los puños. Después rompió en sollozos, hasta que él la tomó en sus brazos, le alzó el rostro y la besó. Ella devolvió su beso apasionadamente, aunque seguía derramando lágrimas.

Más tarde dijo:

— Corrí hasta la playa para decirle a mi gente lo que había visto, pero no me escucharon. Me volvieron las espaldas y fingieron no oírme. Seguí tratando de hablar con ellos, pero Owisandros (el hombre de los cuernos de carnero que vimos hablando con el cuervo) me golpeó y me indicó que me marchara. Después de eso, ninguno de ellos ha querido saber nada conmigo, y yo… Necesitaba amigos, y amor.

— No conseguirás amigos ni amor si le dices a la gente lo que no quiere oír — respondió él —, ni aquí ni en la Tierra. Pero me tienes a mí, Criseya, y yo a ti. Estoy empezando a enamorarme, aunque tal vez sea una reacción contra la soledad, y por la más extraña belleza que haya visto nunca. Y por mi nueva juventud.

Irguiéndose, señaló la montaña con un ademán.

— Sí los gworl son intrusos aquí, ¿de dónde vienen? ¿Por qué buscaban el cuerno? ¿Por qué se llevaron a Kickaha? ¿Y quién es Kickaha?

— Él también viene de allá arriba. Pero creo que es terráqueo.

—¿Qué quieres decir con eso de «terráqueo»? Dijiste que tú también eras de la Tierra.

— Quiero decir que es un recién llegado. No sé. Me dio esa impresión.

Él se levantó y tiró de sus manos.

— Vamos en su busca.

Criseya retuvo el aliento y se llevó una mano al pecho, retrocediendo.

— ¡No!

— Criseya, yo podría quedarme aquí contigo y ser muy feliz. Por un tiempo. Pero viviría preguntándome qué significa todo este asunto del Señor, y qué pasó con Kickaha. Lo vi sólo por unos segundos, pero me gustó. Además, no me arrojó el cuerno sólo porque yo estaba allí. Creo que lo hizo con buenos motivos, y quiero descubrirlos. No podré descansar sabiéndolo en manos de esos monstruos, los gworl.