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Le apartó la mano del pecho para besársela.

— Es tiempo de que abandones este paraíso, que no es tal. No puedes quedarte aquí para siempre, eternamente niña.

— No podría ayudarte en nada — dijo ella, meneando la cabeza —. No haría más que estorbarte. Y… si me fuera… si me fuera… Bueno, sería mi fin.

— Tendrás que aprender un nuevo vocabulario. Una de las palabras que deberás pronunciar sin temor es «muerte». Y progresarás. Sabes que la muerte no dejará de existir porque tú no la nombres. Los huesos de tu amiga están allí, aunque no quieras hablar de ello.

—¡Es horrible!

— La verdad suele serlo.

Le dio la espalda y echó a andar hacia la playa. Tras recorrer unos cien metros se volvió. Ella venía corriendo. La esperó, la tomó en sus brazos para besarla, y le dijo:

— Tal vez te resulte difícil, Criseya, pero no te aburrirás; no tendrás que sumirte en el estupor para sobrellevar la vida.

— Eso espero — respondió ella, en voz baja —. Pero tengo miedo.

— También yo. Pero iremos, de cualquier modo.

Capitulo 4

EL AGUJERO DEL FIN DEL MUNDO

La tomó de la mano para caminar hacia el rugido de las olas. No habían avanzado sino unos cien metros cuando Wolff divisó al primer gworl. Salía de atrás de un árbol, y pareció tan sorprendido como ellos. Extrajo un puñal y lanzó un grito de advertencia hacia los otros que venían detrás. En pocos segundos se había formado una partida de siete, cada uno con un largo cuchillo curvo.

Wolff y Criseya llevaban unos cincuenta metros de ventaja. Él, sin soltar la mano de la muchacha, echó a correr a toda velocidad, con el cuerno en la otra mano.

— ¡No sé! — dijo ella, desesperada —. Podríamos escondernos en un árbol hueco, pero si nos descubrieran estaríamos atrapados.

Continuaron corriendo. De trecho en trecho miraban hacia atrás: los matorrales eran espesos y ocultaban a varios de los perseguidores, pero siempre había uno o dos a la vista.

— La roca — dijo él —. Está hacia delante. Saldremos por allí.

De pronto comprendió que no deseaba en absoluto regresar a su mundo natal. Aunque significara una vía de escape, un escondite momentáneo, no quería regresar. La perspectiva de quedar atrapado allá, sin poder volver, le era tan pavorosa que casi decidió no tocar el cuerno. Pero debía hacerlo. ¿Qué otra salida le quedaba?

Tal decisión se esfumó unos pocos segundos después. Mientras corría con Criseya hacia la roca, pudo ver que varias siluetas oscuras estaban agachadas en su base. Al levantarse, se convirtieron en tres gworl, provistos de cuchillos relucientes y largos caninos blancos.

Wolff y la muchacha cambiaron de rumbo, mientras los tres monstruos se unían a la persecución. Estos estaban mas cerca, a sólo veinte metros de distancia.

—¿No conoces algún sitio? — preguntó Wolff, jadeando.

— El acantilado — respondió ella —. Es el único sitio adonde no podrán seguirnos. He visto la cara vertical; allí hay cuevas, pero es peligroso.

El no respondió; debía reservar el aliento para la carrera. Tenía las piernas pesadas; le ardían los pulmones y la garganta. Criseya parecía estar en mejor estado: corría con facilidad, adelantando rápidamente sus largas piernas; respiraba profundamente, pero sin agitarse.

— En dos minutos más estaremos allí — dijo.

Los dos minutos parecieron muy largos; cada vez que Wolff se sentía en la necesidad de detenerse, echaba una mirada hacia atrás y sus fuerzas se renovaban. Los gworl, aunque a la distancia, todavía eran visibles. Corrían, apurando las piernas cortas, y deformes, los rostros irregulares llenos de determinación.

— Quizá se vayan si les das el cuerno — dijo Criseya —. Creo que sólo buscan eso.

— Lo haré si no me queda Otro remedio — respondió él —, pero sólo como último recurso.

De pronto se encontraron ante una cuesta empinada. Wolff sintió que las piernas le pesaban insoportablemente, pero tomó un segundo aliento para proseguir otro poco. Pronto estuvieron en lo alto de la colina, al borde de un acantilado.

Criseya lo detuvo. Avanzó por el borde, se paró, miró a su alrededor y lo llamó por señas. El se acercó y miró también hacia abajo. El estómago se le cerró como un puño. El acantilado, compuesto por una roca negra y brillante, bajaba a pique por varios kilómetros. Debajo no había nada.

Nada, salvo el cielo verde.

—¡Entonces, éste es el borde del mundo! — exclamó. Criseya no respondió. Corrió delante, mirando por sobre el borde del acantilado, deteniéndose a cada rato por un breve instante, para examinarlo.

— Unos sesenta metros más allá — le dijo —. Detrás de esos árboles que crecen sobre el precipicio.

Y echó a correr a toda prisa, con él detrás Al mismo tiempo, un gworl surgió de entre los arbustos que crecían en el borde interior de la colina. Se volvió para lanzar un grito hacia sus compañeros, avisándoles, sin duda que había encontrado a los fugitivos; enseguida ataco sin esperarlos.

Wolff corrió hacia él. Al ver que el monstruo levantaba el cuchillo para arrojárselo, le lanzó el cuerno Eso tomó al gworl por sorpresa; o tal vez le cegó la luz reflejada por el metal. Cualquiera fuese la causa esa vacilación bastó para que Wolff tomara ventaja Se echo contra él, aprovechando el momento en que el gworl se agachaba, extendiendo la mano para recoger el cuerno. Los grandes dedos peludos se curvaron en torno al instrumento, y la criatura soltó un grito de placer: entonces, Wolff cayó sobre él. Lanzó una puñalada hacia el vientre redondo; el contrincante levantó su propio puñal, y las dos hojas se cruzaron.

Wolff, perdido el primer ataque, sintió deseos de echar a correr. Aquel monstruo era indudablemente diestro en la lucha a cuchillo. Él, por su parte, conocía bastante bien la esgrima, y nunca había dejado de practicarla, pero había mucha diferencia entre un duelo a estoque y los sucios cuchillazos cuerpo a cuerpo. De cualquier modo, no podía abandonar. En primer lugar, el gworl le mataría arrojándole el cuchillo a la espalda antes de que diera cuatro pasos. Por otra parte, allí estaba el cuerno, sujeto en la garra izquierda de su enemigo, y él no podía abandonarlo.

El gworl sonrió, comprendiendo que Wolff estaba en muy mala posición. La mueca dejó al descubierto sus caninos superiores, largos, húmedos, amarillos y agudos. Con ellos, el cuchillo resultaba casi innecesario.

Algo pasó velozmente junto a Wolff, algo de color pardo dorado, con largos cabellos listados en negro y cobre. El gworl abrió los ojos e hizo ademán de volverse a un lado. La punta de una estaca, despojada de hojas y corteza, se le clavó en el pecho. Criseya sostenía el otro extremo. Había corrido a toda velocidad, sosteniendo la rama en alto como una garrocha, pero en el momento de golpear la había bajado; así hirió a la criatura con un impulso lo bastante fuerte como para tumbaría hacia atrás. Soltó el cuerno, pero el cuchillo siguió firme en la otra mano.

Wolff, con un salto hacia delante, hundió hasta el mango su cuchillo entre las dos protuberancias cartilaginosas, en el cuello del gworl. Allí los músculos eran gruesos y duros, pero no lo bastante como para rechazar la hoja, que sólo se detuvo al herir la tráquea.

Wolff entregó a Criseya el puñal del gworl.

—¡Toma, aquí tienes!

Ella lo aceptó, pero parecía estar paralizada por la impresión. Wolff la abofeteó con fuerza, hasta lograr que la expresión volviera a sus ojos.

—¡Estuviste muy bien! — le dijo —. ¿O preferirías que hubiese muerto yo en su lugar?