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Quitó al cadáver el cinturón y se lo puso. Ahora tenía tres cuchillos. Envainó el arma ensangrentada, tomó el cuerno en una mano y dio la otra a Criseya, para echar nuevamente a correr. A sus espaldas se oyó un aullido, en tanto el primero de los gworl llegaba al borde del acantilado. De todos modos, ellos llevaban una ventaja de treinta metros, y la mantuvieron hasta llegar al grupo de árboles que crecía en la orilla. Criseya tomó la delantera. Se echó boca abajo en el borde y pasó del otro lado. Wolff echó una mirada antes de seguirla ciegamente, y pudo ver un pequeño reborde a menos de dos metros. Ella ya se había descolgado hasta allí, y pendía sujeta por las manos. Volvió a descolgarse, esa vez hasta un reborde mucho más angosto. Pero ése no terminaba allí; descendía en un ángulo de cuarenta y cinco grados por la cara del acantilado. Podían caminar por él siempre que se mantuvieran de cara contra la pared de piedra, avanzando de costado, con las manos extendidas para disponer de más apoyo. También Wolff empleaba las dos manos, puesto que había sujetado el cuerno a su cinturón.

Desde lo alto les llegó otro aullido. Al levantar la vista, Wolff vio que uno de los gworl había descendido hasta el primer reborde. Volvió la mirada hacia Criseya, y estuvo a punto de caer por causa de la impresión. Ella había desaparecido.

Lentamente volvió la mirada hacia abajo, por sobre el hombro. Estaba seguro de verla caer por la cara del acantilado, o más allá, hundiéndose en el abismo verde.

—¡Wolff! — le oyó decir, y vio su cabeza pegada a la roca —. Aquí hay una cueva. Apresúrate.

Él avanzó palmo a palmo, cubierto de sudor, temblando, hasta encontrar la abertura.

El techo de la cueva era bastante alto; si estiraba los brazos podía tocar las paredes de ambos lados; en cuanto al fondo, se hundía en la oscuridad.

—¿Hasta dónde llega?

— No muy lejos, pero hay un pozo natural, una grieta en la roca, que lleva hacia abajo. Termina en el fondo del mundo. Más allá no hay nada más que cielo y aire.

— Esto es imposible — dijo él, lentamente —. Sin embargo, existe. Un universo basado en principios físicos totalmente distintos de los que rigen mi universo. Un planeta achatado y con bordes. Pero no comprendo cómo funciona aquí la gravedad. ¿Dónde está el centro?

Ella se encogió de hombros, diciendo:

— Tal vez el Señor me lo dijo hace mucho tiempo, pero lo he olvidado. Hasta había olvidado que la Tierra era redonda.

Wolff se quitó el cinturón de cuero, dejó las vainas libres y escogió una piedra negra de forma oval, que pesaría unos cinco kilos. Insertó la correa en la hebilla y colocó la piedra en el lazo resultante; con la punta de su cuchillo abrió un agujero cerca de la hebilla y apretó el lazo. Ahora estaba armado con una honda, eh cuyo extremo había una pesada piedra.

— Ponte detrás de mí, a un costado — dijo —. Si alguno se me escapa y logra entrar, empújalo antes de que recobre el equilibrio, pero ten cuidado de no caer tú también. ¿Crees que podrás hacerlo?

Ella asintió con la cabeza, incapaz de hablar.

— Es pedirte mucho. Si te derrumbaras por completo, lo comprendería. Pero en el fondo estás hecha de la antigua pasta helénica. Era una raza dura, y no puedes haber perdido tu fuerza, ni siquiera en este mortal seudo-paraíso.

— Yo no era aquea — respondió ella —, sino de Esmirna. Pero tienes razón, en cierto modo. No me siento tan mal como cabría esperar. Sólo que…

— Sólo que te cuesta acostumbrarte.

Wolff se sentía más esperanzado, porque había esperado otra reacción de su parte. Si ella lograba mantenerse firme, los dos podrían salir de aquello. Pero si caía presa de la histeria, ambos perecerían bajo el ataque de los gworl.

— Y hablando de ellos… — murmuró, en tanto unos dedos negros y velludos, retorcidos, asomaban por el borde de la cueva.

Balanceó con fuerza la honda, de modo tal que la piedra golpeó aquella mano. Hubo un grito de sorpresa y de dolor, y enseguida un largo alarido ululante acompañó la caída del gworl. Wolff no esperó la aparición del próximo. Se acercó cuanto pudo al borde de la caverna y volvió a balancear la piedra. Ésta fustigó la esquina de roca y golpeó contra algo blando. Hubo otro alarido que se perdió en la nada del cielo verde.

—¡Van tres, y quedan siete! Siempre que no se les hayan unido otros.

Y agregó, dirigiéndose a Criseya:

— Tal vez no puedan entrar aquí, pero podrán sitiarnos por hambre.

— ¿Y el cuerno?

— Ahora no nos dejarían ir — dijo él, riendo —, aunque les diera el cuerno. Y no quiero entregarlo. Antes preferiría lanzarlo al cielo.

Una silueta se recortó en la boca de la caverna, descolgándose desde lo alto. Se balanceó y aterrizó de pie; tras un leve tambaleo, se lanzó hacia delante rodó como una pelota velluda y volvió a erguirse. Wolff, atónito, no logró reaccionar. No les suponía capaces de trepar sobre la entrada de la cueva, pues la roca parecía muy pulida en esa parte. Pero uno de ellos lo había logrado, de algún modo, y allí estaba, con el cuchillo en la mano.

Wolff hizo girar la piedra y la arrojó hacia el gworl. Éste la apartó con el cuchillo. En el segundo intento, Wolff erró el blanco: la piedra pasó por sobre aquella cabeza peluda, y un cuchillo en vuelo le rozó el hombro. Dio un salto para tomar su propio puñal, que estaba en el suelo, pero otra sombra se descolgó dentro de la cueva, y una tercera apareció desde el costado.

Algo le golpeó en la cabeza. La vista se le nubló, los sentidos parecieron eclipsarse, y sus rodillas cedieron.

Cuando despertó, dolorida la cabeza, tuvo una sensación pavorosa. Parecía colgar al revés, flotando por sobre un gran disco, negro y pulido. Tenía una cuerda al cuello y las manos sujetas a la espalda. Aunque colgaba con los pies hacia arriba, en el vacío, la cuerda que tenía en torno al cuello soportaba sólo una ligera tensión.

Al echar la cabeza hacia atrás pudo ver que la cuerda salía de un pozo abierto en el disco: una pálida luz brillaba en el otro extremo de aquel pozo.

Cerró los ojos con un gruñido, pero enseguida volvió a abrirlos. El mundo parecía girar vertiginosamente. De pronto logró recuperar la orientación. Estaba suspendido cabeza abajo, contra todas las leyes de gravedad. Colgaba de una soga sujeta al fondo del planeta. Aquel color verde que se veía debajo era el cielo.

«Ya debería estar estrangulado», pensó. «Pero no hay gravedad que me atraiga hacia abajo. »

Hizo un fuerte movimiento con el pie, y la reacción lo impulsó hacia arriba. La boca del pozo se aproximó, y él introdujo la cabeza en ella; pero algo presentó resistencia. Su movimiento perdió velocidad y se detuvo; como rechazado por un resorte invisible, retrocedió hasta que la cuerda, extendida al máximo, lo detuvo.

Aquello era obra de los gworl. Tras derribarlo de un golpe, lo habían bajado por el pozo, o, más probablemente, lo habían llevado hasta allí. La perforación era lo bastante angosta como para que un hombre pudiera descender con la espalda contra una pared y los pies apoyados contra la otra. Cualquier hombre se despellejaría al hacerlo, pero el pellejo peludo de los gworl parecía lo bastante duro como para soportar sin daños el descenso y el ascenso posterior. Después habrían bajado una soga para colocarla en torno a su cuello, y allí lo habían dejado, suspendido en un agujero en el fondo del mundo.

No había forma de subir. Moriría allí de hambre, y el cuerpo quedaría a merced de los vientos espaciales hasta que la soga se pudriera. Y entonces tampoco podría caer; seguiría flotando en la sombra arrojada por el disco. Los gworl que él derribara, en cambio, habían caído por la fuerza de la aceleración.

Aunque su situación era desesperada, no pudo dejar de especular con respecto a la configuración gravitatoria de aquel planeta achatado. El centro debía estar en el fondo mismo, y toda atracción se ejercía hacia arriba, a través de la masa del planeta. En el lugar donde él estaba, tal atracción no existía.