¿Qué habrían hecho los gworl con Criseya? ¿Acaso la habían matado, como a su amiga?
Comprendió que, cualesquiera fuesen sus planes, no colgarla con él formaba parte de la tortura. De ese modo lo condenaban también a la incertidumbre con respecto al destino sufrido por ella. Mientras tuviera vida, tendría que preguntarse qué era de ella, e imaginar múltiples posibilidades, todas horribles.
Durante largo tiempo pendió suspendido en el aire, con una ligera inclinación, pues el viento, ante la falta de gravedad, lo mantenía quieto en vez de balancearlo como a un péndulo.
Aunque permanecía en la sombra del disco negro, podía apreciar la marcha del sol. Éste, en sí, estaba oculto por el disco, pero su luz caía en la orilla de aquella gran curva y avanzaba a lo largo. El cielo verde brillaba esplendoroso donde estaba el astro; los otros sectores permanecían a oscuras. En cierto momento surgió una luz más pálida en el borde del disco, y Wolff comprendió que la luna había seguido al sol.
«Debe ser la medianoche», pensó. «Si los gworl la llevan hacia alguna parte, han de estar navegando por el mar. Si la han torturado, tal vez esté muerta. Si le han hecho daño, espero que haya muerto. »
De pronto, mientras colgaba suspendido en la oscuridad de aquel fondo, sintió un tirón en el extremo de la cuerda. El lazo se ciñó, aunque no lo bastante como para ahogarlo, y algo tiró de él hacia el pozo. Estiró el cuello para ver quién lo alzaba, pero no logró penetrar la oscuridad de aquella boca. Pronto su cabeza pasó por la telaraña de la gravedad (era similar a la tensión superficial del agua) y salió del abismo. Unas manos grandes, unos fuertes brazos lo oprimieron contra un pecho cálido, duro, cubierto de pelos. Percibió un aliento a alcohol, y unos labios curtidos le rasparon la mejilla. Aquella criatura lo oprimió más contra sí y comenzó a trepar por el pozo, centímetro a centímetro, con él en los brazos. La roca arrancó un trozo de aquel pellejo peludo en el primer avance; hubo una sacudida, las piernas treparon, y tras un nuevo arañazo avanzaron un poco más.
—¿Ipsewas? — preguntó Wolff.
— Ipsewas — replicó el cebrila —. Ahora, no hables. No puedo gastar aliento. Esto no es fácil.
Wolff obedeció, aunque ardía por preguntar qué había Sido de Criseya. Al llegar al extremo del pozo, Ipsewas le quito la soga del cuello y lo impulsó hacia el suelo de la caverna.
Recién entonces, Wolff se atrevió a preguntar:
—¿Dónde está Criseya?
Ipsewas aterrizó suavemente dentro de la caverna, lo obligó a volverse y comenzó a desatarle los nudos que tenía en torno a las muñecas. Entre los jadeos causados por el escalamiento del pozo, respondió:
— Los gworl se la llevaron a un gran refugio subterráneo, y desde allí se fueron por el mar, hacia la montaña. Ella, gritando, me rogó que la socorriera, pero un gworl la golpeó; supongo que la dejó inconsciente. También yo estaba medio inconsciente, borracho como el Señor; había estado bebiendo jugo de coco y divirtiéndome con Autonoe; la conoces, la akowile de boca grande.
Antes de que la golpearan, Criseya gritó algo acerca de que tú estabas colgado en el Agujero del Fondo del Mundo. No comprendí, porque hace mucho que no vengo por esta zona; no quiero pensar cuánto hace; en realidad, ni siquiera lo sé. Todo es muy confuso, tú sabes.
— No, no lo sé — dijo Wolff, frotándose las muñecas —. Pero creo que si me quedo mucho tiempo aquí, también terminaré entre los vapores del alcohol.
— Quise ir tras ella — dijo Ipsewas —, pero los gworl me mostraron esos cuchillos largos y me amenazaron de muerte. Vi que sacaban un bote de entre los arbustos, y entonces decidí que si me mataban, qué diablos, no importaba. No iba a permitir que me amenazaran ni que se llevaran a la pobrecita Criseya donde sólo el Señor sabe. Criseya y yo fuimos amigos en los viejos tiempos, en Troya, aunque últimamente no nos hayamos tratado mucho. Creo que ha pasado largo tiempo. De cualquier modo, me sentí de pronto sediento de aventuras y de emociones, y también lleno de odio por esos monstruos deformes.
Corrí tras ellos, pero ya estaban echando el bote al agua, con Criseya en él. Traté de encontrar un histoikhthys, con intenciones de hundirles el bote; una vez que estuviéramos en el agua los tendría a mi merced, con cuchillos o sin ellos. Por la forma en que manejaban el bote noté que no le tienen ningún cariño al agua. Ni siquiera creo que sepan nadar.
— También yo lo dudo.
Pero no había ningún histoikhthys a mano, y el viento ya se llevaba el bote. Volví adonde estaba Autonoe y bebí un poco más. Quería olvidarme de Criseya, y casi me olvido también de ti. Estaba seguro de que iban a hacerle daño, y no soportaba pensar en ello; por eso traté de borrar todo con el alcohol. Pero Autonoe, bendito sea su cerebro de borracha, me recordó lo que Criseya había dicho con respecto a ti.
»Salí a toda velocidad, y tuve que buscar el camino, porque no podía recordar dónde estaban los bordes que llevaban a esta cueva. Estuve a punto de abandonar todo para volver a la bebida. Pero algo me hizo seguir. Tal vez quería hacer algo bueno en esta eternidad de no hacer nada, ni para bien ni para mal.
Si no hubieses venido, habría quedado colgado allí hasta morir de sed. Ahora Criseya tendrá una oportunidad de salvarse, si puedo encontrarla. Voy en su busca. ¿Me acompañas?
Wolff esperaba una respuesta afirmativa, pero también suponía que Ipsewas se echaría atrás al verse frente al mar. Sin embargo, se llevó una sorpresa.
El cebrila se adentró en el mar, asió una vela cartilaginosa y montó en el lomo del histoikhthys. Lo condujo hasta la playa por medio de presiones en los grandes centros nerviosos, que asomaban en forma de bultos purpúreos en la piel desnuda, detrás de la proa, constituida por una concha cónica.
Por indicación de Ipsewas, Wolff hizo presión sobre cierto punto para mantener quieto en la playa al pez-vela (tal era la traducción literal de histoikhthys). El cebrila trajo varias brazadas de frutas y cocos, y un montón de nueces de ponche.
— Necesitamos alimentos y bebida — refunfuño —. Especialmente bebidas. Tal vez lleve mucho tiempo cruzar Okeanos hasta llegar al pie de la montaña. No recuerdo.
Unos pocos minutos después, ya guardadas las provisiones en uno de los receptáculos naturales que presentaba la concha del pez-vela, se hicieron a la mar. El viento infló aquella vela de fino cartílago, mientras el gran molusco recogía agua en la boca para expelería por una válvula carnosa, en la parte trasera.
Los gworl nos llevan ventaja — dijo Ipsewas —, pero no pueden desarrollar tanta velocidad. No podrán llegar mucho antes que nosotros.
Abrió una nuez de ponche y ofreció un sorbo a Wolff. Éste, exhausto y enervado, aceptó; necesitaba algo que lo obligara a dormir. La concha del pez-vela presentaba una especie de cueva en donde pudo refugiarse, contra la cálida piel desnuda del molusco. Poco después estaba dormido; antes de cerrar los ojos vio la ancha espalda de Ipsewas, encorvada sobre los centros nerviosos, borroneadas sus listas por la luz de la luna. Lo vio levantar otra nuez de ponche sobre la cabeza y volcar su contenido entre los labios salientes y goriloides.
Cuando Wolff despertó, el sol estaba apareciendo tras la curva de la montaña. La luna llena (siempre era llena, pues la sombra del planeta no caía sobre ella) empezaba a deslizarse por el otro borde de la montaña.
Se sentía descansado, pero hambriento; comió algunas frutas y varias nueces, ricas en proteínas. Ipsewas le enseñó la forma de variar su dieta por medio de las «moras de sangre». Éstas eran unas bolitas de color castaño rojizo, y crecían en racimos en la punta de varios tallos carnosos que asomaban por sobre la concha del pez-vela. Cada racimo tenía el tamaño de una pelota de baseball; la piel delgada se rompía fácilmente, exudando un liquido con todo el aspecto y el olor de la sangre. La pulpa tenía gusto a carne cruda con camarones.