— Se desprenden cuando están maduras, y los peces las comen casi todas. Pero algunas llegan flotando a la playa. Son más ricas cuando se las saca del tallo.
Wolff se puso en cuclillas junto a Ipsewas. Entre bocado y bocado, dijo:
— El histoikhthys es muy práctico. Casi parece demasiado práctico.
— El Señor lo creó para nuestro placer y el suyo — replicó Ipsewas.
—¿El Señor hizo este universo? — preguntó Wolff, ya no muy seguro de que la historia fuese mito.
— Es mejor que lo creas — replicó Ipsewas, y tomó otro sorbo —. De lo contrario, el Señor acabará contigo. De cualquier modo, no creo que te deje continuar. No le gustan los intrusos.
Y agregó, levantando el coco:
— Por que logres pasar inadvertido. Y por una súbita muerte y condenación del Señor.
De pronto soltó la nuez y saltó sobre Wolff. Éste se vio tomado tan por sorpresa que no pudo defenderse, y cayó dentro del hueco en donde había dormido, con todo el peso de Ipsewas sobre él.
—¡Quieto! — dijo el cebrila —. Quédate escondido allí hasta que yo te avise. Hay un Ojo del Señor.
Wolff se encogió contra la dura concha, tratando de confundirse con la sombra. Pero logró espiar con un ojo: la sombra harapienta de un cuervo cruzó rápidamente, seguida por el ave. La austera criatura pasó como un relámpago, viró y empezó a planear para posarse en el mástil del pez-vela.
—¡Maldito sea! ¡Me verá sin remedio! — murmuró Wolff entre sí.
— No pierdas la calma — recomendó Ipsewas —. ¡Ahhh!
Hubo un golpe seco, un chapuzón y un grito; Wolff, asustado, se golpeó la cabeza contra la concha. En el ir y venir de la luz y la sombra, vio que el cuervo pendía indefenso de dos garras gigantescas. Si el cuervo tenía el tamaño de un águila, el matador que se había lanzado como un bólido desde el cielo verde parecía, en ese primer instante de conmoción, tan enorme como una roca. Se trataba de un águila, como comprendió Wolff al adaptarse su vista; el cuerpo era de color verde claro, roja la cabeza y amarillo el pico. Superaba en cinco veces el tamaño del cuervo, y cada una de sus alas medía al menos nueve metros de longitud. Aleteaba pesadamente, tomando altura, tras haberse dejado caer como un proyectil sobre su presa hasta la misma superficie del mar. Con cada uno de sus poderosos aletazos se elevaba unos cuantos centímetros; pero antes de alejarse por completo volvió la cabeza, y Wolff pudo verle los ojos. Eran escudos negros, y reflejaban las llamaradas de la muerte. El hombre se estremeció: nunca había visto tan al desnudo el deseo de matar.
— Haces bien en temblar — dijo Ipsewas, asomando en el hueco su cara sonriente —. Era una de las mascotas de Podarga. Podarga odia al Señor, y lo atacaría en persona si tuviera una oportunidad, aunque eso le costara la vida. Y así sería, sin duda. Ella sabe que no puede acercarse a él, pero envía a sus mascotas para comerle los Ojos. Y lo hacen, como has visto.
Wolff salió de su escondite y se quedó contemplando la silueta del águila, que se alejaba con su presa.
—¿Quién es Podarga?
— Uno de los monstruos del Señor, como yo. También ella vivió, en otros tiempos, en las costas del Egeo; era una bellísima joven. Fue en la época del gran rey Príamo, y Aquiles el divino, y Odiseo el ingenioso. Yo los conocí a todos. Si me vieran ahora, me escupirían; Ipsewas el cretense, en otros tiempos bravo marinero y luchador con la espada. Pero estaba hablándote de Podarga. El Señor la trajo a este mundo; creó un cuerpo monstruoso y le dio su cerebro. Vive allá arriba, en una caverna abierta en la cara misma de la montaña. Odia al Señor; odia también a cualquier ser humano normal, y los come si sus águilas no lo hacen antes. Pero por sobre todas las cosas, odia al Señor.
Eso parecía ser cuanto Ipsewas sabía con respecto a Ella; dijo también que no se llamaba Podarga antes de que el Señor la raptara. Recordaba también haberla conocido íntimamente. Wolff trató de interrogarlo más a fondo, pues le interesaba cuanto Ipsewas pudiera decirle con respecto a Agamenón, Aquiles Odiseo y los otros héroes de la época homérica.
— Agamenón — dijo al cebrila — parece haber sido un personaje histórico. Pero los otros, Aquiles y Odiseo, ¿existieron realmente?
— Claro que sí — respondió Ipsewas, con un gruñido —. Veo que esa época te interesa, pero es muy poco lo que puedo decirte. Ha pasado mucho tiempo. Demasiados días perdidos. ¿Días? ¡Siglos, milenios! Sólo el Señor sabe cuántos. Y con demasiado alcohol, también.
Durante el resto del día y parte de la noche, Wolff trató de sonsacar más datos de Ipsewas, pero sus esfuerzos no dieron grandes frutos. El cebrila, aburrido, bebió la mitad de la provisión de cocos y se dedicó a roncar. La aurora surgió de tras la montaña, verde y dorada. Wolff, al mirar dentro de las aguas claras, pudo ver cientos de miles de peces, de fantásticas formas y esplendorosos colores. Una foca de brillante piel anaranjada subió desde las profundidades, con una presa en la boca que semejaba un diamante vivo. A su lado pasó un pulpo de venas purpúreas, impulsado hacia atrás. Mucho más abajo, hacia el fondo, algo enorme y blanco apareció por un segundo y volvió a perderse en la profundidad.
Al fin se oyó el bramido de la marea, y una línea fina y blanca surgió en la base de Thayaphayawoed. La montaña, que tan lisa parecía a la distancia, se veía desde allí quebrada por grietas, por salientes y espirales, por declives vertiginosos y heladas fuentes de piedra. Thayaphayawoed subía, subía, subía, como si pendiera por sobre el mundo entero.
Wolff sacudió a Ipsewas hasta lograr que se levantara, quejoso y rezongón. Parpadeó, con los ojos enrojecidos, se rascó, tosió, y buscó otra nuez de ponche. Finalmente, ante la insistencia de Wolff, condujo al pez-vela a lo largo de la costa.
— Esta zona me era familiar en otras épocas — dijo —. Una vez pensé escalar la montaña, encontrar al Señor y tratar de…
Hizo una pausa, se rascó la cabeza, frunciendo el ceño, y exclamó:
—¡Matarlo! ¡Eso es! ¡Yo sabía que había una palabra! Pero no sirvió de nada. No tuve coraje para intentarlo solo.
— Ahora estás conmigo — dijo Wolff.
Ipsewas sacudió la cabeza y volvió a beber.
— No es lo mismo ahora que entonces. Si hubieses estado conmigo… Bueno, ya no vale la pena hablar de eso. Ni siquiera habías nacido en esa época. Tampoco había nacido el tatarabuelo de tu tatarabuelo. No, es demasiado tarde.
Guardó silencio, mientras guiaba al pez-vela por una abertura en la montaña. El gran animal giró abruptamente, y la vela cartilaginosa se dobló contra el mástil; la concha se elevó sobre una ola enorme, y de pronto se encontraron en las aguas calmas de un angosto fiordo, escarpado y oscuro.
Ipsewas señaló una serie de salientes.
— Ve por allí. Irás lejos. No puedo decirte hasta dónde, porque me cansé y volví al Jardín. Creí que jamás volvería.
Wolff trató de convencer al cebrila, diciendo que le haría falta su fuerza, que Criseya necesitaba de él. Pero Ipsewas meneó la cabeza pesada y sombría.
— Te doy mi bendición, por lo que vale.
— Y yo te agradezco lo que has hecho — manifestó Wolff —. Si no hubieses ido a buscarme, a estas horas estaría aún colgando de aquella soga. Tal vez vuelva a verte. Con Criseya.
— El Señor es demasiado poderoso — replicó Ipsewas —¿Crees tener alguna oportunidad contra un ser que pudo crear su propio universo privado?