— Tengo una oportunidad. Mientras pueda luchar y usar el cerebro, mientras me acompañe la suerte, tengo una oportunidad.
Bajó de un salto y estuvo a punto de resbalar en la roca mojada.
—¡Mal presagio, amigo mío! — observó Ipsewas.
Wolff se volvió, sonriente.
—¡No creo en los presagios, mi supersticioso amigo griego! ¡Adiós!
Capítulo 5
LA MONTAÑA
Empezó a trepar, y sólo una hora después se detuvo para mirar hacia abajo. El gran cuerpo blanco del pez-vela era sólo una pálida hebra, e Ipsewas parecía una motita negra sobre el dorso. Aunque sabía que el cebrila no podía verlo, agitó una mano en señal de despedida y continuó subiendo.
Después de trepar entre las rocas por otra hora, salió del fiordo y se encontró en una saliente ancha, que subía por la cara del acantilado. Allí brillaba nuevamente el sol. La montaña parecía tan alta como siempre, y el camino igualmente arduo. Pero tampoco era más difícil de lo que había sido basta allí, aunque eso no fuera motivo de regocijo. Le sangraban las manos y las rodillas; además, el ascenso lo había cansado. Al principio pensó en pasar allí la noche, pero después cambió de idea. Mientras hubiese luz, debía aprovecharla.
Volvió a preguntarse si Ipsewas estaría en lo cierto al pensar que los gworl habían tomado esa ruta. El cebrila sostenía que había otros pasos por la montaña, allí donde el mar la azotaba, pero que estaban muy lejos. Sin embargo, no había encontrado señales de que alguien hubiese pasado anteriormente por allí. Eso no significaba que hubiesen tomado otro sendero…, en caso de que pudiera darse ese nombre a un desgarramiento tan vertical.
Pocos minutos después llegó a uno de los varios árboles que crecían en la roca misma. Bajo sus ramas grises y torcidas, cubiertas de hojas variegadas en verde y castaño, había corazones de fruta y cocos partidos vacíos. Estaban frescos, y eso significaba que alguien había almorzado allí poco antes. Ese descubrimiento renovó sus tuerzas. Además, quedaba suficiente pulpa en las cáscaras como para calmar las punzadas de su estómago. Los restos de fruta sirvieron también para humedecerle un poco la boca reseca.
Trepó durante seis días, y por las noches descansó. En aquel precipicio perpendicular había vida: pequeños árboles y grandes arbustos crecían en las salientes, en las cuevas y en las grietas. Abundaban las aves de toda clase y muchos animales pequeños, que se alimentaban de moras y nueces o se comían entre ellos. Wolff mató algunas aves a pedradas y comió la carne cruda. También descubrió pedernal, con el que logró fabricar un cuchillo tosco, pero filoso. Fabricó también una espada corta, hecha de madera con un trozo de pedernal en la punta. Su cuerpo se tomó magro y duro; se le encallecieron las manos y los pies. Le creció la barba.
En la mañana del séptimo día, al mirar una saliente, calculó que se hallaba a tres mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, el aire no parecía más liviano ni más frío que en la base de la montaña. El mar, que debía tener unos trescientos kilómetros de ancho, parecía sólo un río Más allá estaba el borde del mundo, el jardín que había abandonado para buscar a Criseya y a los gworl. Era tan angosto como el bigote de un gato. Y más allá sólo existía el cielo verde.
En su octava jornada, al mediodía, encontró a una serpiente que devoraba el cadáver de un gworl. Tenía unos doce metros de longitud, y estaba cubierta de manchas negras en forma de diamante y sello de Salomón en color carmesí. A ambos lados del cuerpo le brotaban varios pares de pies, sin patas, pero sorprendentemente humanos. Las mandíbulas exhibían tres hileras de dientes similares a los del tiburón.
Wolff notó que tenía un cuchillo clavado en mitad del cuerpo, y de la herida manaba aún sangre fresca. Por lo tanto, atacó temerariamente. La serpiente siseó y empezó a retroceder. Wolff le quitó la espada de la herida sanguinolenta para clavarla en la zona blanca bajo la mandíbula. La hoja penetró a fondo; el violento sacudón de la serpiente hizo que Wolff soltara la empuñadura, pero la bestia cayó de costado, respirando dificultosamente, y al cabo murió.
Un grito y una sombra cayeron desde lo alto. Wolff conocía ese grito: era el mismo que escuchara mientras navegaba en el pez-vela. Se echó a un lado y cruzó la saliente. Al llegar a una grieta, se arrastró dentro de ella y se volvió para ver qué lo amenazaba. Era una de aquellas águilas enormes, de alas anchas, cuerpo verde, cabeza roja y pico amarillo. Se había lanzado sobre la serpiente, y ahora arrancaba grandes trozos con un pico tan agudo como los dientes del ofidio. Entre bocado y bocado, echaba miradas furibundas hacia Wolff, que trató de hacerse aun más pequeño dentro de la grieta.
Allí debió quedarse hasta que el ave hubo terminado de comer, cosa que no ocurrió hasta acabar el día. Durante la noche, el águila permaneció junto a los dos cadáveres con las alas plegadas junto al cuerpo y la cabeza gacha. Si estaba dormida, era buena oportunidad para escapar. Salió de la grieta, y los músculos entumecidos le arrancaron una mueca de dolor. En ese momento, el águila alzó la cabeza, desplegó a medias sus alas y lanzó un chillido en su dirección. Wolff retrocedió hacia la grieta.
Hacia mediodía, el águila seguía sin intenciones de marcharse. Comió muy poco; parecía luchar contra la somnolencia, y eructaba de tanto en tanto. El sol caía a plomo sobre ella y los dos cadáveres; los tres hedían por igual. Wolff comenzó a desesperar. El águila podía permanecer allí hasta que hubiese devorado hasta los huesos a la serpiente y al gworl. Para entonces, él se encontraría medio muerto de hambre y sed.
Volvió a salir de la grieta y recogió la espada, que había caído al desgarrar el pájaro la carne de alrededor. La meneó amenazador ante el águila, que le clavó una mirada furiosa, siseó y volvió a gritar. Wolff respondió con más gritos, y retrocedió lentamente. El ave avanzó con pasos cortos, balanceándose apenas. Wolff se detuvo, volvió a gritar y saltó hacia ella. La sorpresa la hizo retroceder con un chillido.
Él retomó su cauta retirada, y esa vez el águila no intentó seguirlo. Cuando la curva de la montaña ocultó de su vista al ave de presa, Wolff prosiguió el ascenso, asegurándose de tener un refugio cercano en todo momento por si ella volvía a atacarlo. Pero eso no ocurrió. Aparentemente, el águila pretendía sólo defender su alimento.
Al promediar la mañana siguiente, Wolff se encontró con otro gworl. Estaba sentado bajo un árbol pequeño, apoyado contra el tronco: tenía una pierna quebrada. Blandía su cuchillo ante diez o doce bestias rojizas, similares a puercos, pero con pezuñas parecidas a las de las cabras montañesas. Los animales iban y venían a su alrededor, gruñendo sordamente. De tanto en tanto uno se lanzaba a la carga, pero se detenía a poca distancia del cuchillo amenazador.
Wolff trepó a una roca y los atacó a pedradas. Un minuto después estaba arrepentido de haber atraído la atención hacia él. Las bestias trepaban por la roca como si tuviera escaleras, y sólo pudo contenerlas con rápidos movimientos de su espalda. La punta de pedernal les lastimaba un poco el grueso pellejo, pero sin herirlos de consideración. Caían chillando, sólo para volver a trepar hacia él, lanzándole dentelladas con sus colmillos de cerdo; una o dos veces estuvieron a punto de alcanzarle los pies. Tras mucho esfuerzo, llegó el momento en que los tuvo a todos en el suelo, fuera de la roca. Entonces dejó caer la espada, levantó una piedra del tamaño de una sandía y la arrojó sobre el lomo de un cerdo. La bestia, gritando, trató de arrastrarse sobre las patas delanteras, intactas, pero la piara se lanzó contra sus miembros paralizados y empezó a devorarlo. Cuando la bestia herida se volvió para defenderse, lo sujetaron por la garganta. En un momento estuvo muerto y destrozado.