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Wolff levantó su espada, bajó por el lado opuesto de la roca y se dirigió hasta donde estaba el gworl, sin perder de vista a los cerdos; éstos levantaron apenas la cabeza, antes de volver al banquete.

El gworl lo recibió con un gruñido y preparó su cuchillo. Wolff se detuvo a bastante distancia, para tener tiempo de agacharse en caso de que se lo arrojara. Los ojos del gworl, hundidos bajo las almohadillas frontales de cartílago, parecían vidriosos; una astilla de hueso asomaba por la pierna destrozada, por debajo de la rodilla.

Wolff tuvo una reacción inesperada. Aunque pensaba matar salvajemente a cuanto gworl se le cruzara en el camino, sintió deseos de hablar con aquél. Llevaba muchos días, muchas noches de solitario ascenso; aún aquella detestable criatura le parecía una buena compañía.

—¿Puedo ayudarte de algún modo? — le preguntó en griego.

El gworl respondió con su lenguaje gutural, levantando el cuchillo. Wolff se aproximó, pero se hizo a un lado para dejar pasar el puñal, que pasó silbando junto a su cabeza. Lo recogió y volvió a acercarse, hablándole. El monstruo respondió con un graznido, pero con voz más débil. Wolff al inclinarse para repetir su pregunta, recibió en el rostro un grueso escupitajo.

Eso desató por completo su odio y su rencor. Clavó con furia el cuchillo en aquel ancho cuello. El gworl se sacudió violentamente un par de veces y quedó muerto. Wolff limpió el cuchillo en su pelaje oscuro y revisó la mochila de cuero sujeta al cinturón. Allí había carne y fruta secas, pan negro y duro y una cantimplora llena de fuerte licor. Wolff estaba demasiado hambriento como para preguntarse de dónde provenían esos alimentos. El pan resultó una sorpresa: era duro como piedra, pero, una vez ablandado con saliva, sabía como las galletitas de harina integral.

Wolff continuó trepando sin descanso. Pasaron días y noches sin que encontrara señales de los gworl. El aire era tan oxigenado y cálido como al nivel del mar, aunque, según sus cálculos, debía encontrarse ya a nueve mil metros de altura, cuanto menos. Allá abajo, el mar era sólo una angosta cinta plateada en torno a la cintura del mundo.

Aquella noche despertó al sentir el contacto de docenas de manecitas peludas. Trató de apartarías, pero eran muchas y fuertes. Le sujetaron con vigor, atándolo de pies y manos con una soga que parecía tejida con hierbas. Por fin lo levantaron a gran altura y lo llevaron hasta la explanada de piedra que se extendía ante la cueva en la cual había dormido. A la luz de la luna pudo ver varios seres bípedos, de unos setenta centímetros de altura, cubiertos de piel fina y gris, con un círculo blanco en torno al cuello; la cara era negra y achatada, similar a la de los murciélagos, con orejas enormes y puntiagudas.

Lo llevaron en silencio por la explanada, hasta otra grieta. Esta daba a una enorme cámara, de unos nueve metros de ancho y seis de altura. Los rayos de la luna, que se filtraban por una hendidura abierta en el techo, iluminaron algo que el olfato de Wolff había detectado anticipadamente: un montón de huesos sobre los que restaba algo de carne podrida. Lo depositaron cerca de los huesos, y se retiraron a una esquina de la cueva. Allí empezaron a discutir en una especie de gorjeo. Uno se aproximó a Wolff, lo miró por un instante y se dejó caer de rodillas junto a su garganta. Enseguida comenzó a roérsela con dientes diminutos, pero muy agudos. Los demás lo imitaron, y muy pronto sintió el mordisco de los pequeños dientecitos por todo el cuerpo.

Todo aquello ocurría en medio de un silencio mortal. También Wolff se debatía sin más ruido que el de su agitada respiración. El dolor de aquellos pequeños pinchazos pasó enseguida, como si le estuvieran volcando un suave anestésico en la corriente sanguínea.

Empezó a sentirse soñoliento. Contra su propia voluntad, dejó de luchar. Lo invadió un agradable aturdimiento. No valía la pena luchar por la vida; ¿por qué no morir placenteramente? Al menos, su muerte no sería inútil. Había cierta nobleza en brindar su carne para que aquellos pequeños seres pudieran llenarse el estómago, para estar alimentados y contentos por unos cuantos días.

De pronto, la caverna se iluminó. A través del cálido resplandor, vio que aquellas ratas bípedas se levantaban para correr hacia el otro extremo de la cueva, donde se apiñaron temerosas. La luz aumentó, hasta convertirse en una antorcha de pino. Tras ella surgió el rostro de un anciano, que se inclinó sobre Wolff. Tenía la barba larga y blanca, la boca hundida, nariz aguileña y frente prominente, con cejas hirsutas. Llevaba una sucia túnica blanca sobre el cuerpo sumido. En la venosa mano sostenía un bastón, cuya empuñadura era un zafiro del tamaño de un puño, tallado en forma de arpía.

Wolff trató de hablar, pero sólo consiguió murmurar palabras confusas, como sí despertara de un sueño anestésico. El viejo hizo una seña con el bastón, y varios de los bípedos se adelantaron, avanzando de costado, con los ojos temerosos fijos en él. Desataron a Wolff con rapidez. Logró ponerse en pie, pero estaba muy debilitado. El anciano, sosteniéndolo, lo condujo fuera de la caverna.

— Pronto te sentirás mejor — le dijo, en griego micénico —. El veneno actúa por poco tiempo.

—¿Quién eres? ¿Dónde me llevas?

— Fuera de este peligro — respondió el viejo.

Wolff estudió aquella enigmática contestación, mientras recuperaba el dominio de su mente y de su cuerpo. Para entonces, habían llegado ya a otra cueva. Pasaron por un conjunto de cámaras que los condujeron gradualmente hacia arriba. Tras recorrer unos cinco kilómetros, el anciano se detuvo ante una caverna cerrada por un gran portón de hierro. Entregó la antorcha a Wolff y abrió la puerta. Wolff, respondiendo á su ademán, entró en una enorme caverna iluminada con teas. Las puertas se cerraron detrás, con un ruido metálico, seguido por el chasquido de un candado.

Lo primero que le llamó la atención fue el olor asfixiante del interior. Después, las dos águilas verdes de cabeza roja, que le cerraron el camino. Una de ellas, con la voz de un papagayo gigantesco, le ordenó marchar hacia adelante. Así lo hizo, notando al mismo tiempo que aquellas ratitas con cara de murciélago le habían quitado el cuchillo. Tampoco le habría servido de mucho. La caverna estaba atestada de águilas, cada una de las cuales se inclinaba hacia él.

Contra una pared se alzaban dos jaulas construidas con finos barrotes de hierro. Una estaba ocupada por un grupo de seis gworl. En la otra había un joven alto y fornido, que vestía un taparrabos de piel de venado. Miró a Wolff con una ancha sonrisa, diciéndole:

—¡Lo conseguiste! ¡Y cómo has cambiado!

Sólo entonces le resultó familiar aquel pelo broncíneo, el largo labio superior, el rostro abultado y alegre. Reconoció en él al hombre que le arrojara el cuerno, desde la roca sitiada por los gworl, dándose el nombre de Kickaha.

Capítulo 6

PODARGA

Wolff no tuvo tiempo de responder: una de las águilas, valiéndose de las garras con tanta destreza como si se tratara de manos, abrió la puerta de la jaula. Aquella poderosa cabeza, armada de un duro pico, le indicó que entrara; la puerta se cerró tras él.

— Bueno, ya estás aquí — dijo Kickaha, con su potente voz de barítono —. Queda por resolver qué hacemos ahora. Nuestra estadía aquí puede ser corta y desagradable.

A través de los barrotes, Wolff pudo ver un trono tallado en la roca, ocupado por una mujer. Semi-mujer, a decir verdad, pues tenía alas en vez de brazos, y la parte inferior de su cuerpo correspondía a la de un ave. Las patas, empero, eran mucho más gruesas, en proporción, que las de un águila de tamaño normal. Tal vez eso se debía a que debían soportar un peso mucho mayor. Wolff comprendió que estaba frente a otro de los monstruos de laboratorio creados por el Señor. Debía ser aquella Podarga de quien Ipsewas le hablara.