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Desde la cintura hacia arriba era, por cierto, una mujer hermosísima; muy pocos hombres han tenido el privilegio de contemplar belleza igual. Su piel era un ópalo lechoso; los pechos, incomparables; la espalda, un pilar de extremada hermosura. La cabellera, larga y negra, caía lacia a ambos lados de un rostro cuya belleza habría podido competir ventajosamente con la de Criseya, cosa que Wolff consideraba imposible hasta ese momento.

Sin embargo, su belleza tenía algo terrible: la locura. Sus ojos eran feroces como los de un halcón enjaulado al que se provoca más allá de lo soportable.

Wolff apartó de ella su vista para inspeccionar la caverna.

— ¿Dónde está Criseya? — susurró.

—¿Quién? — preguntó Kickaha, en otro susurro.

Wolff la describió con pocas frases, explicándole lo ocurrido.

— Nunca la he visto — respondió Kickaha, meneando la cabeza.

—¿Y los gworl?

— Están divididos en dos bandas. Los que tienen a Criseya y al cuerno deben ser los otros. Pero no te preocupes por ellos. Si no logramos que nos dejen salir de aquí, nos matarán. Y en forma horrible.

Wolff preguntó entonces por el anciano. Kickaha replicó que había sido, en otros tiempos, uno de los amantes de Podarga. Era aborigen, uno de los que el Señor había llevado a ese universo poco después de construirlo. La arpía lo mantenía a su lado para realizar todas aquellas tareas que requerían manos humanas. Ella le había ordenado rescatar a Wolff de las ratas bípedas, enterada de su presencia desde mucho antes, por intermedio de sus mascotas.

Podarga se movió inquieta en su trono, desplegando las alas. Las unió ante el cuerpo con un ruido similar al de un relámpago lejano.

—¡A ver, vosotros dos! — gritó — ¡Dejad de secretear! Kickaha, ¿qué más puedes decir en tu defensa, antes de que suelte a mis mascotas?

Kickaha replicó en voz alta:

— Sólo puedo repetir, a riesgo de parecer cansado, lo que te he dicho anteriormente. Soy tan enemigo del Señor como tú misma, y él me odia; quiere matarme. Sabe que le he robado el cuerno, y represento un peligro para él. Ha enviado a sus Ojos por los cuatro niveles del mundo, para que recorran las montañas en mi busca…

—¿Dónde está el cuerno que dices haber robado al Señor? ¿Por qué no lo tienes en tu poder? ¡Creo que mientes para salvar tu miserable pellejo!

— Te he dicho que abrí una puerta hacia el mundo vecino para arrojárselo a un hombre. Es el mismo que tienes ante ti.

Podarga volvió la cabeza, con el mismo gesto de las águilas, para clavar su mirada sobre Wolff.

— No veo cuerno alguno. Sólo veo un trozo de carne dura fibrosa escondida tras una barba negra.

— Dice que otra banda de gworls se lo quitó — replicó Kickaha —. Iba en su persecución, para recuperar el cuerno, cuando las ratas bípedas lo capturaron y tú, haciendo gala de tu magnanimidad, lo rescataste. Libéranos, graciosa y bella Podarga, y recobraremos el cuerno. Con él estaremos en condiciones de librar batalla contra el Señor. ¡Podemos derrotarlo! ¡Es poderoso, pero no todopoderoso! Si lo fuera, nos habría encontrado hace tiempo, y también al cuerno.

Podarga, levantándose, se atildó las alas y bajó los escalones del trono, en dirección a la jaula. Caminaba sin los meneos de las aves, con pasos largos, tiesas las patas.

— Ojalá pudiera creerte — dijo en voz baja, pero profunda —. ¡Ojalá pudiera! He esperado años, siglos, milenios. ¡Oh, he esperado tanto que el corazón me duele al pensar en el paso del tiempo! Si creyera que las armas de mi venganza están al fin en mis manos…

Los miró fijamente y echó las alas hacia adelante.

—¡Ved mis manos! No tengo manos, ni el cuerpo que era mío. Ese…

Y estalló en una andanada de insultos que hizo retroceder a Wolff, aterrorizado, no ya por las palabras, sino por la furia con que las decía, rayana en la inconsciencia o en la divinidad.

— Si logramos destronar al Señor (y yo lo creo posible), recuperarás la forma humana — dijo Kickaha, una vez que ella hubo terminado.

Podarga, jadeante de ira, les clavó los ojos sedientos de asesinato. Wolff pensó que todo estaba perdido. Pero las palabras siguientes le demostraron que aquella cólera no estaba dirigida contra ellos.

— Dicen los rumores que el Señor ha desaparecido, hace ya un tiempo. Envié a una de mis mascotas para que investigara, y ella regresó con una extraña historia. Dice que hay allí un nuevo Señor, pero no puede asegurar que no se trata del mismo, encarnado en otro cuerpo. La envié nuevamente a él para rogarle que me devolviera el cuerpo humano, y se rehusó a hacerlo. No importa, por lo tanto, que sea otro o el mismo. Es tan malévolo y odioso como el primero, si no es él. ¡De cualquier modo, quiero saberlo! En primer lugar, el Señor debe morir, sea quien fuere. Entonces podré descubrir si tenía o no un nuevo cuerpo. Y si el antiguo Señor ha abandonado este universo, ¡lo seguiré por todos los mundos hasta encontrarlo!

— No puedes hacerlo sino con el cuerno. Es la única forma de abrir la entrada al otro mundo sin tener allá un dispositivo paralelo.

—¿Qué puedo perder? — dijo Podarga —. Si me mientes, si me traicionas, finalmente te atraparé, y será divertido. Si eres sincero, veremos qué pasa.

Dio una orden y el águila que estaba a su flanco abrió la jaula. Kickaha y Wolff acompañaron a la arpía hasta una gran mesa rodeada de sillas. Sólo en ese momento notó Wolff que la cámara estaba dedicada a contener tesoros; en ella se encontraba acumulado el botín de un mundo entero. Grandes cofres abiertos dejaban ver joyas relucientes, collares de perlas, copas de oro y de plata de formas exquisitas. Había pequeñas estatuillas de marfil, y otras de una madera negra y brillante. Pinturas magníficas. Armas y corazas de distintas clases, con excepción de las armas de fuego.

Podarga les ordenó sentarse en unas sillas de complicada talla, cuyas patas simulaban garras de león. Ante una seña de sus alas, un joven salió de entre las sombras. Llevaba una pesada bandeja de oro con tres copas de cristal de roca, finamente talladas; tenían la forma de un pez en salto con la boca abierta, y la concavidad estaba llena de un sabroso vino rojo.

— Uno de sus amantes — susurró Kickaha, respondiendo a la curiosa mirada de Wolff —. Sus águilas lo trajeron desde el nivel conocido como Drachelandia o Teutonia. ¡Pobre muchacho! Pero eso es mejor que perecer devorado por sus mascotas, y siempre queda la esperanza de escapar.

Kickaha bebió, y soltó un suspiro de satisfacción por aquel sabor áspero que azuzaba la sangre. Wolff tuvo la impresión de que el vino se retorcía como si estuviera vivo. Podarga sujetó la copa entre las puntas de sus dos alas y la llevó a sus labios.

— Por la muerte y la condenación del Señor. Y, por lo tanto, ¡por vuestro éxito!

Los dos volvieron a beber. Podarga bajó la copa y azotó suavemente el rostro de Wolff con las plumas del ala.

— Cuéntame tu historia — dijo.

Wolff habló por largo rato. Mientras tanto, comió rodajas de cierta cabracerdo, asada, un pan negro liviano y fruta, y bebió más vino. La cabeza empezaba a darle vueltas, pero seguía hablando, y sólo se detenía para responder a las preguntas de Podarga. Antorchas nuevas reemplazaron a las viejas, mientras él seguía hablando.

Despertó bruscamente. Desde otra cueva le llegaba la luz del sol, iluminando la copa vacía y la mesa sobre la que tenía la cabeza apoyada. Kickaha estaba ante él, con una amplia sonrisa.

— Vamos — le dijo —. Podarga quiere que salgamos lo antes posible. Está hambrienta de venganza. Y yo prefiero que nos vayamos antes de que ella cambie de idea. No puedes imaginar la suerte que hemos tenido; somos los únicos prisioneros que se ha liberado hasta ahora.