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Kickaha, al ver la alarma de Wolff, se echó a reír.

— No nos atacarán a menos que estén hambrientos. Y no creo que lo estén, con toda la caza que hay por aquí. Sienten curiosidad, eso es todo.

Al fin, los lobos gigantescos se alejaron, cada vez a mayor velocidad, pues unos antílopes listados acababan de salir de entre un macizo de árboles.

— Así era Norteamérica mucho antes de que llegara el hombre blanco — dijo Kickaha —. Fresca, amplia, con muchos animales y unas pocas tribus.

Una bandada de patos pasó por el cielo, graznando. Un aguilucho se lanzó en picada desde el cielo verde, golpeó en seco la bandada, y ésta se alejó con un camarada menos.

—¡La Feliz Tierra de Caza! — gritó Kickaha —. ¡Oh, a veces no es tan feliz!

Varias horas antes de que el sol se ocultada tras la montaña, se detuvieron a la orilla de un pequeño lago. Kickaha buscó el árbol en el cual había construido una plataforma.

— Esta noche dormiremos aquí, y nos turnaremos para montar guardia. El único animal que puede atacarnos allá arriba es la comadreja gigante, pero no es muy peligrosa. Además, para peor, puede haber tribus en guerra.

Kickaha partió solo, armado con su arco, y volvió a los quince minutos con un gran conejo. Wolff había hecho una pequeña hoguera que humeaba poco, y allí asaron el conejo. Mientras comían, Kickaha le explicó la topografía de la zona.

— Del Señor podrás decir cuanto quieras, pero no puedes negar que hizo un buen trabajo al diseñar este mundo. Fíjate en este nivel, Amerindia. En realidad, no es plano. Tiene una serie de ligeras curvas, cada una de unos doscientos cincuenta kilómetros de longitud. Eso permite que el agua corra, formando riachuelos y lagos. En ningún lugar del planeta encontrarás nieve, pues tiene un clima uniforme y carece de estaciones. Pero llueve todos los días. Las nubes llegan de algún rincón del espacio.

Cuando acabaron de comer, cubrieron la hoguera. Wolff tomó la primera guardia, y Kickaha habló durante todo su tiempo de descanso. A su vez, Wolff permaneció despierto, escuchando, cuando cambiaron puestos.

En el principio, mucho tiempo antes, hacía más de veinte mil años, los Señores moraban en un universo paralelo al de la Tierra. En aquella época no recibían ese título; tampoco eran muchos, pues constituían los únicos sobrevivientes de una batalla contra otra especie, que había durado milenios. En total, no llegaban a ser diez mil.

— Pero compensaban con su calidad lo que les faltaba en número — dijo Kickaha —. Poseían una ciencia y una tecnología tan desarrolladas que las nuestras, las terrestres, eran, en comparación, como la sabiduría de los aborígenes de Tasmania. Fueron capaces de construir estos universos privados, como el que ves.

»Al principio, cada universo era una especie de campo de juegos, un club microcósmico para grupos selectos. Pero acabaron en disputas; era inevitable, puesto que, a pesar de sus poderes divinos, eran seres humanos. Tenían, tienen, un sentido de la propiedad privada tan fuerte como el nuestro. Hubo una lucha entre ellos, y supongo que algunos murieron por accidentes o por suicidios. El aislamiento y la soledad los volvieron también megalomaníacos, cosa natural, si uno considera que jugaban el papel de un pequeño dios, y acababan por tomarlo en serio.

»Para resumir una historia de miles de siglos en unas pocas palabras: el Señor que construyó este universo acabó por encontrarse solo. Jadawin (así se llamaba) no tenía siquiera una compañera de su misma especie; tampoco la quería. ¿Por qué compartir su mundo con un igual, si podía ser un Zeus con un millón de Europas, con las más adorables Ledas?

»Pobló este mundo con seres raptados en otros universos, principalmente de la Tierra, o creados en los laboratorios del palacio que tenía en la última grada. Creó divinas bellezas o monstruos exóticos, a voluntad.

»Pero los Señores no estaban satisfechos con regir sobre un solo universo, y comenzaron a codiciar los mundos de los otros. Así continuó la batalla. Erigieron defensas casi inexpugnables, y concibieron ataques casi irreprimibles. La batalla se convirtió en un juego mortal, cosa inevitable, puesto que el aburrimiento era el único enemigo que no podían vencer. Cuando uno es casi omnipotente, cuando sus criaturas son demasiado tontas y débiles como para interesarlo para siempre, ¿qué emoción queda, sino arriesgar la propia inmortalidad contra otro inmortal?

— Pero ¿cómo entraste tú en todo esto? — preguntó Wolff.

—¿Yo? En la Tierra me llamaba Paul Janus Finnegan. Mi segundo nombre es el apellido de soltera de mi madre. Como sabes, también es el dios romano de las puertas, del año nuevo y del año viejo; un dios de dos caras, una que mira hacia adelante y otra que mira hacia atrás.

Y Kickaha sonrió, al continuar:

— Janus es un nombre muy apropiado, ¿no crees? Soy hombre de dos mundos, y vine a través de una puerta. Pero nunca he vuelto a la Tierra, ni tengo interés en hacerlo. Aquí he vivido aventuras y he ganado una posición que jamás habría conseguido en aquel viejo planeta mugriento. Tengo otros nombres, además de Kickaha; soy el jefe de este nivel, y un tipo de importancia en otros. Ya lo verás.

Wolff empezaba a encontrarlo misterioso. Tantas evasivas le hacían sospechar que Kickaha tenía otra identidad sobre la que no deseaba hablar.

— Adivino lo que estás pensando — dijo Kickaha —, pero no lo creas. Soy embustero, pero no contigo. Y a propósito, ¿sabes cómo gané mi nombre entre los míos? En su idioma, un kickaha es un personaje mitológico, un tramposo semidivino. Algo así como el Viejo Coyote de los indios de la pradera o el Nanabozho de los Ojibway o el Wakdjunkaga de los Winnebago. Algún día te diré cómo gané ese nombre, y cómo me convertí en consejero de los Hrowakas. Pero ahora tengo cosas más importantes que contarte.

Capitulo 7

KICKAHA

En 1941, a la edad de veintitrés años, Paul Finnegan se alistó como voluntario en la caballería de los Estados Unidos, porque le gustaban los caballos. Poco después se encontró conduciendo un tanque. Como pertenecía a la Octava Armada, debió cruzar el Rhin. Un día, tras haber participado en la toma de una pequeña ciudad, descubrió entre las ruinas del museo local un objeto extraordinario. Era una medialuna de cierto metal plateado, tan duro que el martillo no lograba mellarlo y la llama de acetileno lo dejaba indemne.

Interrogué al respecto a algunos lugareños. Sólo sabían que estaba en el museo desde hacía muchos años. Un profesor de química lo sometió a varias pruebas y trató de interesar a la universidad de Munich, pero fue en vano.

«Cuando acabó la guerra lo llevé conmigo, junto con otros recuerdos: Regresé a la universidad de Indiana. Mi padre me había dejado bastante dinero como para vivir unos cuantos años; compré un buen apartamento, un coche deportivo, etcétera.

«Uno de mis amigos era periodista. Le conté sobre la medialuna, sus peculiares características y su composición desconocida, y él escribió un artículo, que se publicó en Bloomington, comprada por un sindicato. No causó mucha sensación entre los científicos; en realidad, no quisieron saber nada con el objeto.

«Tres días después, un hombre se presentó en mi apartamento, presentándose como el señor Vannax. Parecía holandés, por su apellido y por el acento extranjero. Quería ver la medialuna, y se la mostré. Pareció muy impresionado, aunque trató de aparentar tranquilidad. Dijo que quería comprarla; le pedí que hiciera una oferta, y propuso pagar hasta diez mil dólares.

«— Sin duda puede pagar más que eso — le dije —; de lo contrario, no hay trato.

«—¿Veinte mil? — propuso Vannax.