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Este vestía sólo un taparrabos de piel de ante y calzaba mocasines. Era alto, musculoso y de anchas espaldas; tenía la piel tostada por el sol, y su cabello, largo y grueso, era rojizo como el cobre; el rostro, anguloso y fuerte, presentaba un labio superior muy largo. Era él quien tenía el instrumento cuyas notas escuchara Wolff.

Uno de aquellos seres deformes trepó hacia el hombre; éste lo apartó de un puntapié y se llevó a los labios la trompeta de plata. En ese momento vio a Wolff, de pie ante la abertura. Le dirigió una amplia sonrisa, descubriendo los dientes blancos y brillantes, y exclamó:

— ¡Así que al fin has venido!

Wolff no respondió ni hizo el menor movimiento. Sólo pudo pensar: «¡Ahora me he vuelto loco! ¡No sólo tengo alucinaciones auditivas, sino también visuales! ¿Qué he de hacer? ¿Debo salir corriendo, a los gritos? ¿O ir tranquilamente a decirle a Brenda que necesito ver ya mismo a un médico? ¡Ya mismo! Sin demoras ni explicaciones. Calla, Brenda; me voy.

Retrocedió. La abertura comenzaba a cerrarse; las paredes blancas iban recobrando su solidez. Mejor dicho: él empezaba a recuperar la realidad.

—¡Toma esto! — gritó el joven, desde lo alto de la roca —. ¡Atájalo!

Y le arrojó el cuerno. El instrumento voló, girando por los aires en dirección a la abertura; la luz que se filtraba por entre el follaje arrancó a la plata reflejos de sol. En el preciso momento en que las paredes se cerraban, el cuerno pasó por la grieta y golpeó a Wolff en las rodillas.

Wolff lanzó una exclamación de dolor: el fuerte impacto no tenía nada de ectoplásmico. A través de la angosta abertura pudo ver que el joven pelirrojo levantaba una mano, formando un círculo con el pulgar y el índice, y sonreía ampliamente, gritando:

—¡Buena suerte! ¡Espero verte pronto! ¡Me llamo Kickaha!

Como un ojo que se cierra con el sueño, la abertura de la pared se contrajo. La luz se borró, y los objetos comenzaron a esfumarse. Pero Wolff alcanzó a echar un último vistazo. En ese momento, una muchacha apoyaba la cabeza contra el tronco de un árbol.

Sus ojos eran inhumanamente grandes en relación con el rostro, como los de un gato. Tenía los labios gruesos y rojos, y la piel dorada. La cabellera, espesa y ondulada, le colgaba suelta a los costados de la cara y era listada como el pelaje del tigre, y su largura, llegaba casi hasta el suelo, se acentuaba al estar recostada contra el árbol.

Las paredes se tornaron blancas como el ojo de un cadáver. Todo quedó como en un principio; pero allí estaba el dolor en sus rodillas y la dureza del cuerno contra su tobillo.

Lo levantó, para examinarlo a la luz del cuarto. Aunque estaba atónito, ya no se creía demente. Había visto una escena de otro universo, y de allí se le había entregado un objeto. Por qué o cómo, no lo sabia.

El cuerno media casi setenta y cinco centímetros, y pesaba poco más de cien gramos. Tenía la forma de un cuerno de búfalo africano, salvo en la base, donde se ensanchaba considerablemente. La punta terminaba en una boquilla de cierto material suave y dorado. El resto era de plata, o de algún metal semejante. Aunque no tenía válvulas, notó en la parte inferior siete botoncitos en hilera. Por dentro, a muy poca distancia de la boca, tenía una telaraña de hilos plateados. Al sostener el instrumento en cierto ángulo con respecto a la luz proveniente de las bombillas del cIelorraso, la telaraña parecía seguir hacia el interior del cuerno.

En ese momento, la luz tocó la superficie del instrumento, revelando algo que él no había notado en el primer examen. Era un jeroglífico inscrito en la mitad. Nunca había visto nada parecido, a pesar de ser experto en todo tipo de escrituras alfabéticas, ideográficas o pictográficas.

—¡Robert! — gritó su esposa.

—¡Ya subo, querida!

Puso el cuerno en la esquina derecha del sótano, y cerró la puerta. No podía hacer otra cosa, a menos que escapara de la casa con el cuerno. Si aparecía con él, tanto su esposa como Bresson lo interrogarían al respecto. Y puesto que no lo tenía al entrar, no podría decir que era suyo. Bresson sabría que lo había encontrado allí, en la propiedad de la agencia, y querría tomarlo bajo su custodia.

Wolff sintió la agonía de la incertidumbre. ¿Cómo sacar el cuerno de la casa? ¿Cómo impedir que Bresson mostrara la propiedad a otros interesados, tal vez ese mismo día? De ser así, descubrirían el cuerno en cuanto abrieran la puerta del sótano, y cualquier cliente llamaría la atención de Bresson sobre él.

Subió los escalones hacia la gran sala. Brenda echaba chispas por los ojos. En cuanto a Bresson, un hombrecillo gordinflón y con gafas, de unos treinta y cinco años, parecía incómodo a pesar de su sonrisa.

— Bueno, ¿qué le parece? — preguntó.

— Magnífica — replicó Wolff —. Me recuerda al tipo de casas que se construyen allá donde vivíamos.

Son muy bonitas — dijo Bresson —. Yo también soy del medio oeste, y comprendo que no quieran ustedes vivir en una casa al estilo de los ranchos. No es que las desprecie; en realidad, la mía es de ese tipo.

Wolff se llegó hasta la ventana para mirar hacia fuera. El sol primaveral de la tarde brillaba esplendoroso en el cielo azul de Arizona. El prado estaba cubierto por fresco césped de Bermuda, plantado tres semanas antes, tan nuevo como las casas construidas en ese proyecto de urbanización de Casas Hohokam.

Casi todas las casas están construidas al nivel del suelo. Cuesta mucho excavar este caliche duro, pero las casas no son caras, considerando su calidad.

«Si no hubiesen excavado el caliche para construir el cuarto de recreo, pensó Wolff, «¿qué habría visto el hombre del otro lado al abrirse la entrada? Indudablemente, habría visto sólo tierra, y por lo tanto no habría podido deshacerse del cuerno.

— Tal vez usted llevó en los diarios que debimos demorar esta urbanización — dijo Bresson —. Mientras cavábamos descubrimos una ciudad primitiva de los Hohokam.

—¿Hohokam? — preguntó la señora Wolff —. ¿Quiénes eran?

— Mucha gente que viene a Arizona no los ha oído nombrar — replicó Bresson —. Pero no se puede vivir en la zona de Phoenix sin saber de ellos, tarde o temprano. Eran los indios que habitaron hace mucho tiempo el Valle del Sol. Deben haber llegado aquí hace al menos mil doscientos anos. Cavaron canales de riego, construyeron ciudades y desarrollaron una alegre civilización. Pero algo les ocurrió, y nadie sabe qué fue. Desaparecieron de pronto, hace algunos siglos. Algunos arqueólogos sostienen que los papagos, los pimas y los diaspares son sus descendientes.

— Yo los he visto — observó la señora Wolff, con un resoplido —. No parecen capaces de construir nada, salvo esas míseras chozas de adobe de la reserva.

Wolff, casi furioso, se volvió para replicar:

— Tampoco los mayas modernos parecen capaces de haber construido sus templos ni de inventar el concepto del cero. Pero lo hicieron.

Brenda bufó. El señor Bresson, con una sonrisa cada vez más mecánica, continuó:

— De cualquier modo, tuvimos que suspender las excavaciones hasta que los arqueólogos acabaron. Eso demoró las operaciones en tres meses, pero no podíamos hacer nada; el estado nos ató de pies y manos. En realidad, es una suerte para ustedes. Si no nos hubieran demorado, a esta altura todas las casas estarían vendidas. Todo es para bien, ¿verdad?

Y los miró a los dos, con una sonrisa brillante.

Wolff hizo una pausa para tomar aliento; sabía lo que le esperaba por parte de Brenda.

— La compramos — dijo —. Firmaremos los papeles ahora mismo.

—¡Robert! — chilló la señora —. ¡Ni siquiera me has consultado!

— Lo siento, querida, pero ya he tomado mi decisión.

—¡Bien, pero yo no!

— Bueno, bueno, señores — intervino Bresson, con una sonrisa desesperada —, no hay necesidad de precipitarse. Tómense tiempo y convérsenlo. Aunque alguien viniera a comprar esta misma casa (y puede ocurrir antes de la noche, pues se venden como pan caliente), hay muchas otras como ésta.