El águila estaba posada en la rama inferior de un árbol solitario, con las garras apretadas al débil tronco, que se curvaba ante su peso. Sus plumas verdes estaban cubiertas de sangre seca, y tenía un ojo vaciado. El otro se fijó duramente en el pueblo del Oso, que se mantuvo a respetuosa distancia. El ave se dirigió a Kickaha y a Wolff, hablando en idioma micénico.
Soy Aglaia. Te conozco desde hace mucho, Kickaha el Embustero. Y a ti, oh Wolff, te vi cuando eras huésped de Podarga, la alada, mi reina y hermana. Fue ella quien me envió, junto con otras, para buscar a la dríada Criseya, a los gworl y al cuerno del Señor. Pero yo, sólo yo los vi entrar en los Arboles de muchas sombras, del otro lado de la llanura.
— Bajé en picada sobre ellos, esperando sorprenderlos y arrebatarles el cuerno. Pero me vieron a tiempo, y formaron un muro de cuchillos contra el cual me habría ensartado. Por lo tanto, volví a elevarme a tal altura que me perdieron de vista. Pero yo, con los ojos más agudos de los cielos, seguía observándolos.
Son arrogantes hasta cuando están muriendo — dijo Kickaha a Wolff, en inglés —. Hasta el fin.
El águila bebió un poco de agua que le ofrecía Kickaha, y continuó:
Cuando cayó la noche, acamparon junto a un montecillo de árboles. Yo me posé en el árbol bajo el cual dormía la dríada, cubierta por una piel de venado manchada de sangre seca. Supongo que sería del hombre que habían matado los gworl. Lo estaban trozando para cocerlo sobre las hogueras.
«Bajé hasta el suelo por el otro lado del árbol, esperando hablar con la dríada, y tal vez ayudarla a escapar. Pero un gworl, que se había sentado cerca, oyó el batir de mis alas. Su error fue dar la vuelta al árboclass="underline" le clavé las garras en los ojos. Lanzó el cuchillo al suelo y trató de liberarse de mí. Lo consiguió, pero gran parte de su cara y ambos ojos quedaron prendidos a mis garras. Propuse a la dríada que aprovechara para huir, pero se puso de pie, y dejó caer su túnica. Entonces pude ver que estaba atada de pies y manos.
«Huí entonces, abandonando al gworl, que lloraba por sus ojos. Y por su muerte, también, pues sus compañeros no cargarían con un guerrero ciego. Escapé a través de los bosques, hasta llegar a las llanuras, donde podría elevarme nuevamente. Iba hacia los nidos de los Osos para advertiros, oh Kickaha, oh Wolff, amados de la dríada. Volé durante toda la noche, hasta que rompió el día.
«Pero una bandada de los Ojos del Señor, que estaba de cacería, me vio primero. Volaban a gran altura, delante de mí, en dirección al sol. Y aquellos miserables cuervos bajaron sobre mí, tomándome por sorpresa. Caí, arrastrada por el impacto y por el peso de la bandada que me clavaba sus garras. Caí dando vueltas y vueltas, sangrando por las heridas que me abrían aquellos afilados picos.
«A pesar de todo, yo, Aglaia, hermana de Podarga, reuní fuerzas y recobré los sentidos. Me erguí contra los cuervos aterrorizados, y los degollé a picotazos o les rompí alas y piernas. Maté a los diez o doce que tenía sobre mí, sólo para sufrir el ataque del resto de la bandada. Luché contra ellos, y la historia se repitió. Murieron, pero al morir causaron mi muerte, sólo debido al gran número de mis atacantes.
Hubo una pausa. Ella los miraba fijamente con el ojo sano, pero la vida se le escapaba a toda velocidad, y en él pintaba ya el blanco de la muerte. Los Osos estaban muy quietos, y hasta los caballos habían de dejado de resoplar. Sólo se oía el susurro del viento en los cielos.
De pronto, Aglaia habló, con voz débil, pero aún dura y arrogante.
Decid a Podarga que no necesita avergonzarse de mí. Y prométeme, oh Kickaha, prométeme sin embustes que le darás mi mensaje.
Lo prometo, oh Aglaia — dijo Kickaha —. Tus hermanas vendrán aquí, para llevar tu cuerpo lejos de estos acantilados, hacía los cielos verdes; desde allí te lanzarán al abismo para que vueles, libre en la vida como en la muerte, hasta que caigas en el sol o halles reposo en la luna.
Tomo tu palabra — dijo ella.
Dejó caer la cabeza y se precipitó hacia delante. Pero sus garras de hierro estaban cerradas de modo tal que quedó balanceándose, en posición invertida. Las alas se desplegaron, y sus puntas barrieron las briznas de hierba.
Kickaha irrumpió en órdenes. Despachó a dos hombres con el encargo de buscar algunas águilas a quienes pudieran transmitir el informe de Aglaia. Naturalmente, nada debían decir con respecto al cuerno, y perdió algún tiempo enseñando a sus mensajeros un pequeño discurso en micénico. Cuando lo hubieron memorizado satisfactoriamente, los dejó marchar. El resto del grupo debió demorarse aún, para acomodar el cuerpo de Aglaia a mayor altura, donde estuviera fuera del alcance de los animales carnívoros, con excepción del puma y de las aves de presa.
Fue necesario hachar la rama de la cual colgaba, y levantar el pesado cadáver hasta otro gajo. Allí lo ataron con cuero crudo al tronco, en posición erguida.
—¡Listo! — exclamó Kickaha, cuando el trabajo estuvo realizado — Ningún animal se atreverá a acercarse en tanto parezca viva. Todos temen a las águilas de Podarga.
Una tarde, seis días después de la muerte de Aglaia, el grupo se detuvo por largo rato junto a un charco; aquella hierba larga y verde, Kickaha y Wolff se alejaron juntos hacia la cima de una pequeña colina para comer un bistec de antílope. Wolff contempló interesado una pequeña manada de mastodontes que se hallaba a unos cuatrocientos metros. A poca distancia, un león macho de piel listada permanecía agazapado entre la hierba; era un ejemplar de Felix Atrox, de unos cuatrocientos kilos de peso. Parecía alimentar esperanzas de clavar el diente en alguna de las crías. En ese momento, Kickaha dijo:
Los gworl han tenido mucha suerte al poder cruzar la selva sin sufrir daños, especialmente si consideras que van a pie. Desde aquí hasta los Arboles de Muchas sombras hay que cruzarse con los Tsenakwa y otras tribus. Y también con los KhingGatawriT.
—¿Los Medio-caballos? — preguntó Wolff.
Llevaba pocos días entre los Hrowakas, pero ya había adquirido un vocabulario sorprendente, y comenzaba a captar parte de su complicada sintaxis.
Los Medio-caballos. Hoy Kentauroi. Centauros. Los creó el Señor, junto con los otros monstruos de este mundo. Están divididos en varias tribus, y habitan las praderas de Amerindia. Algunos hablan el idioma de Sarmania o de los escitas, pues el Señor tomó parte del material para crear los centauros de esos antiguos habitantes de la estepa. Pero otros han adoptado el lenguaje de sus vecinos humanos. Todos se han plegado a la cultura de las tribus de la llanura, con ciertas variantes.
El grupo de guerreros llegó al Gran Sendero del Comercio. Este camino se distinguía del resto de la llanura por los postes clavados en la tierra a intervalos de un kilómetro y medio, coronados por imágenes talladas en ébano, que representaban a Ishquetlammu, el dios del comercio de los Tishquetmoac. Al acercarse, Kickaha hizo que el grupo tomara un galope sostenido; sólo disminuyó la marcha cuando el sendero estuvo muy atrás.
— Si el Gran Sendero del Comercio fuera hacia la selva, en vez de correr paralelo a ella — dijo Kickaha —, podríamos haberlo seguido. Mientras lo pisáramos, nadie nos habría perturbado, pues el Sendero es sagrado, y hasta los salvajes Medio-caballos lo respetan. Todas las tribus comercian con los Tishquetmoac, el único pueblo civilizado de este nivel, que proveen armas de acero, telas, joyas, chocolate, tabaco fino, etc. Si pasé por él a toda prisa fue para evitar que los Hrowakas se demoraran durante varios días, comerciando con cualquier caravana. Habrás notado que nuestros guerreros llevan sobre las monturas más pieles de las necesarias. Por las dudas. Pero ya ha pasado el problema.
Durante seis días no vieron señales de tribus enemigas, con excepción de los tepis de los Irennussoik, rayados en negro y rojo. Pasaron a cierta distancia, y ningún guerrero salió a desafiarlos; de cualquier modo, Kickaha no se tranquilizó mientras no dejaron aquella población muchos kilómetros atrás.