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Wolff no se detuvo. Se irguió junto al centauro en el preciso momento en que éste se alzaba sobre las patas traseras. Un casco intentó golpearlo, pero pasó apenas rozándolo. Se lanzó contra el tronco humano, obligándolo a retroceder con él, y ambos volvieron a caer.

A pesar del impacto, Wolff no soltó el cuello del centauro. El híbrido luchaba por ponerse de pie; había perdido la maza, y debería someter al hombre a pura fuerza. A su favor tenía su peso: pesaba unos trescientos cincuenta kilos más que él; su torso y sus brazos eran también mucho más poderosos.

Wolff se aferró con las piernas, sin ceder. De pronto, el Medio-caballo se encontró sin respiración. Trató de desenvainar su cuchillo, pero Wolff le retorció la muñeca con su mano libre. El centauro, con un grito de dolor, dejó caer el puñal.

Un rugido de sorpresa surgió de los Medio-caballos que contemplaban la lucha. Nunca hasta entonces habían visto tal poder en un hombre.

Wolff, forcejeando, obligó al guerrero a caer sobre las rodillas delanteras, y lo golpeó a la altura del fuelle con el puño izquierdo. El Medio-caballo jadeó con fuerza. Wolff lo soltó, tomó distancia y lanzó el puño derecho contra la mandíbula del centauro semiconsciente, echándole la cabeza hacia atrás. Antes de que recuperara la conciencia, le aplastó el cráneo con su propia maza.

Wolff volvió a montar, y las tres columnas avanzaron a medio galope. Por un rato no sufrieron nuevos ataques. Los Medio-caballos parecían deliberar; cualesquiera fuesen sus planes, un momento después perdieron la oportunidad de llevarlos a cabo.

Los jinetes treparon una ligera cuesta y descendieron hasta una amplia hondonada. Ésta era lo bastante profunda como para ocultar a los orgullosos leones que aguardaban allí. Aparentemente, una veintena de Felis Atrox habían matado un protocamello la noche anterior; hasta entonces habían estado demasiado soñolientos como para prestar atención al ruido de cascos, pero al ver aparecer a los intrusos entraron en acción, aumentada su furia por el deseo de proteger a los cachorros.

Wolff y Kickaha tuvieron suerte. Aunque grandes siluetas se movían a cada lado, ninguna los atacó. Pero Wolff se acercó a un macho lo bastante como para apreciar ciertos detalles dignos de temor. El felino tenía casi el tamaño de un caballo, y toda la majestad del león africano, aunque carecía de melena. Pasó junto a Wolff y se lanzó contra el primero de los centauros, quien cayó con un grito. Sus fauces apresaron la garganta del caído, y todo acabó. El macho, en vez de destrozar el cadáver, como era de esperar, saltó sobre otro Medio-caballo, a quien derribó con igual facilidad.

Todo fue un caos de gritos y rugidos, felinos y caballos, hombres y Medio-caballos. La batalla se fue al demonio; cada uno trató de mirar por sí.

Treinta segundos más tarde, Wolff, Kickaha y aquellos Hrowakas que habían escapado al ataque salían de la hondonada. No hizo falta azuzar a los caballos para que galoparan; por el contrario, era difícil contenerlos y evitar que se agotaran.

A buena distancia, los centauros que habían evadido el ataque salieron de la hondonada. En vez de lanzarse en persecución de los Hrowakas, se alejaron prudentemente de los leones e hicieron una pausa para evaluar sus pérdidas. En realidad, sólo habían muerto diez o doce de ellos, pero estaban aterrorizados.

—¡Es nuestra oportunidad! — gritó Kickaha —. ¡De cualquier modo, a menos que logremos llegar a los bosques antes de que nos alcancen, estaremos perdidos! No proseguirán con los combates individuales. ¡Se lanzarán en un ataque concentrado!

Los bosques parecían tan lejanos como antes. Wolff contempló a su caballo; era un magnífico animal, pero no parecía posible que cubriera aquel trecho; estaba empapado de sudor y respiraba pesadamente. Pero seguía andando, como una máquina de carne bien templada y de fuerte espíritu; seguiría hasta caer con el corazón reventado.

Los Medio-caballos se lanzaron a galope tendido y fueron acortando distancias. En pocos minutos estuvieron a tiro de flecha. Unos cuantos dardos volaron junto a los perseguidos, clavándose en el pasto. Desde ese momento, los centauros reservaron sus tiros, al comprobar que los arcos resultaban muy poco certeros, dada la velocidad a la que cabalgaban ellos y sus blancos.

De pronto, Kickaha soltó un grito de alegría.

—¡Adelante! — exclamó —. ¡Que el espíritu de AkjawDimis os ayude!

Wolff sólo comprendió al mirar en la dirección que él señalaba. Ante ellos, medio escondidos por el pasto alto, había cientos, miles de pequeños montículos de tierra, custodiados por una especie de vizcachas.

Al momento siguiente, los Hrowakas cruzaron la colonia, seguidos muy de cerca por los Medio-caballos. Se oyeron gritos y exclamaciones: caballos y centauros caían por tierra al introducir las patas en los agujeros. Las monturas y los Medio-caballos que habían rodado pateaban, gritando ante el dolor de las patas rotas. Aquellos centauros que formaban la segunda fila trataron de retroceder, y se encontraron con los que venían detrás. Un minuto después, la zona de las vizcacheras estaba rodeada por cuerpos caídos y patas al aire. Los Medio-caballos que formaban la retaguardia lograron detenerse, y allí permanecieron, contemplando a sus camaradas menos, afortunados. Finalmente avanzaron con cautela, mirando bien dónde apoyaban las patas, y degollaron a aquellos que tenían las patas o los brazos rotos.

Los Hrowakas, aunque conscientes de lo que ocurría a sus espaldas, no se detuvieron a mirar; siguieron adelante, aunque a paso reducido. Eran sólo diez caballos y doce hombres; Zumbido de Abeja y Hierba Crecida cabalgaban a la grupa de otros dos, cuyos caballos estaban sanos.

Kickaha los miró, meneando la cabeza. Wolff comprendió lo que pensaba: tendría que ordenar a Zumbido de Abeja y a Hierba Crecida que siguieran a pie. De otro modo, tanto ellos como los hombres que los habían recogido caerían inevitablemente en manos del enemigo. En ese momento, Kickaha exclamó:

—¡Al demonio! ¡No he de abandonarlos!

Retrocedió para hablar con ellos, y volvió junto a Wolff.

— Si ellos caen, caeremos todos. Pero tú, Bob, no tienes por qué permanecer con nosotros. Te debes a otra causa. No hay motivo para que te sacrifiques por nosotros y pierdas así a Criseya y al cuerno.

— Me quedo con vosotros — dijo Wolff.

— Esperaba poder llegar a los bosques, pero no será posible. Estaremos cerca, pero no podremos llegar. Cuando lleguemos a aquella colina grande, a un kilometro y medio de aquí, nos alcanzarán, y no habrá remedio. Los bosques están, sólo setecientos metros más allá.

El campo de vizcacheras quedó muy atrás. Los Hrowakas azuzaron a sus monturas, que salieron al galope. Un momento después, los centauros habían atravesado ya la zona peligrosa y tomaban velocidad. Los perseguidos treparon la colina y formaron un circulo en la cima.

Wolff señaló la ladera y un pequeño río que cruzaba la llanura. Estaba bordeado por bosques, pero no era eso lo que provocaba su conmoción. A la orilla del río, parcialmente ocultos por los árboles, se destacaban unos tepis blancos.

Kickaha los contempló largo rato.

— Los Tsenakwa — dijo finalmente —. Los enemigos mortales de los Osos. ¿Y quién no lo es?

— Allí vienen — observó Wolff —. Los centinelas deben haberles advertido.

Y apuntó hacia un grupo de jinetes desorganizados que salían del bosque; el sol hizo brillar los caballos blancos, los blancos escudos, las plumas níveas, y centelleó en las puntas de sus lanzas.

Uno de los Hrowakas, al verlos, irrumpió en un canto quejumbroso y agudo. Kickaha le gritó, y Wolff comprendió lo bastante como para entender que le ordenaba, guardar silencio. No era el momento propicio para cantos de muerte; aún debían deshacerse de los Medio-caballos y de los Tsenakwa.

— Iba a ordenar que hiciéramos aquí la última parada — dijo Kickaha —. Pero ahora no lo haré. Avanzaremos hacia los Tsenakwa, y nos desviaremos hacia los bosques, siguiendo la orilla del río. No sé si dará resultado; eso depende de que nuestros dos bandos enemigos decidan trabarse en lucha. Si uno se niega, el otro nos atrapará. Si no… ¡Vamos!