Entre gritos de guerra, talonearon a sus animales para lanzarse colina abajo, directamente hacia los Tsenakwa. Éstos usaban cruces gamadas negras, cosa que no sorprendió a Wolff. Aquel símbolo era muy antiguo y de gran difusión sobre la Tierra; la habían empleado los troyanos, los cretenses, los romanos, los celtas, los nórdicos, los hindúes budistas y brahmanes, los chinos y toda la Norteamérica precolombina. Tampoco le sorprendió comprobar que aquellos indios eran pelirrojos, pues Kickaha le había dicho que los Tsenakwa se teñían las trenzas.
Los nuevos atacantes, siempre en desorden, pero ya más unidos, levantaron sus lanzas y lanzaron un grito de ataque, onomatopeya del cuchillo del águila. Kickaha, a la vanguardia, mostró la mano en alto y la bajó de pronto. Su caballo viró hacia la izquierda, apartándose, y la columna de Osos lo siguió en una línea serpenteante.
Kickaha se había desviado a último momento, pero con un perfecto cálculo del tiempo. Los Medio-caballos y los Tsenakwa chocaron entre sí y se enredaron en una refriega, mientras los Hrowakas se alejaban. Éstos llegaron a los bosques y disminuyeron la marcha para esquivar árboles y matorrales. Finalmente, cruzaron el río. Aun en esos momentos, Kickaha se vio forzado a discutir con algunos de los bravos, quienes deseaban retroceder para saquear los tepis de los Tsenakwa mientras sus propietarios luchaban contra los Medio-caballos.
— Me parecería bien — dijo Wolff —, si sólo nos demoráramos lo suficiente como para apoderarnos de algunos caballos. Zumbido de Abeja y Hierba Crecida no pueden seguir cabalgando a la grupa.
Kickaha, encogiéndose de hombros, dio la orden. El saqueo llevó cinco minutos. Los Hrowakas volvieron a cruzar el río, y surgieron de entre los árboles para caer sobre los tepis con una gritería feroz. Las mujeres y los niños, entre alaridos de miedo, treparon a los árboles en busca de refugio. Algunos Hrowakas pretendían alzarse con algún botín, además de robar los caballos, pero Kickaha amenazó con matar al primero que sorprendiera apoderándose de cualquier objeto, salvo arcos y flechas. De cualquier modo, se inclinó desde el caballo para besar a una linda mujer, que se debatía.
— Di a tus hombres que te habría llevado con gusto al lecho, y jamás habrías vuelto a estar satisfecha con los debiluchos de tu tribu. ¡Pero tengo cosas más importantes que hacer!
Y soltó a la mujer, riendo; ella corrió a su refugio. Kickaha se detuvo el tiempo necesario para orinar en la gran marmita instalada en mitad del campamento, lo que constituía un insulto mortal, y dio a su batallón la orden de partida.
Capítulo 10
PRISIONEROS
Tras dos semanas de cabalgata, se encontraron en el borde de los Árboles de Muchas Sombras. Allí, Kickaha se despidió largamente de los Hrowakas. Cada guerrero se acercó también a Wolff, para pronunciar un discurso de despedida, con las manos apoyadas sobre sus hombros. Lo consideraban como uno más; cuando regresara, debía instalarse entre ellos, tomar mujer y compartir sus guerras y sus cacerías. Le llamaron KwashingDa, el Fuerte; había guerreado lado a lado con ellos; había derrotado a un Medio-caballo, y se le daría un cachorro de oso para criar como si fuese propio; recibiría la bendición del Señor, y tendría muchos hijos varones e hijas mujeres, etcétera, etcétera.
Wolff, con gravedad, replicó que ser aceptado por el pueblo de los Osos era el mayor honor posible. Y lo decía sinceramente.
Muchos días después salieron de entre las Muchas Sombras. Una noche perdieron ambos caballos a manos de algún ser que dejaba huellas diez veces mayores que las del hombre, provistas de cuatro dedos. Wolff se sintió entristecido y colérico a la vez, pues había tomado un gran afecto a su animal; hubiese querido perseguir al WaGanassit para tomar venganza, pero Kickaha alzó las manos, horrorizado.
—¡Alégrate de que no te haya tomado a ti! — dijo.
— El WaGanassit está cubierto de escamas compuestas en un cincuenta por ciento por siliconas. Las flechas rebotan contra él. Olvídate de los caballos. Algún día podremos volver para cazarlo. Se los puede atrapar y asar en una hoguera, cosa que me gustaría mucho. Pero ahora debemos ser sensatos. Vamos.
Al salir de entre las Muchas Sombras, construyeron una canoa para descender por el ancho río, que atravesaba lagos y lagunas. En esa zona, el terreno era levemente montañoso; en muchos sitios se alzaban escarpados precipicios. Wolff recordó los vallecitos de Wisconsin.
— Es un país bellísimo, pero aquí viven los Chacopewachi y los Enwaddit.
Trece días después, durante los cuales se vieron a veces en la obligación de remar a toda velocidad para escapar a varias partidas de guerreros, abandonaron la canoa. Tras cruzar una ancha cordillera de montañas, casi siempre de noche, llegaron a un amplio lago. Volvieron a construir una canoa y a lanzarse a las aguas. Les tomó cinco días de remo llegar a la base del monolito, Abharhploonta. Y empezaron el lento ascenso, tan peligroso como el primero. Cuando llegaron a la meseta, habían acabado ya con su reserva de flechas y tenían varias heridas serias.
— Ya puedes comprender por qué es tan limitado el tránsito entre los distintos niveles — dijo Kickaha —. En primer lugar, el Señor lo ha prohibido. Pero eso no impide que los irreverentes y los aventureros, así como los comerciantes, lo intenten de tanto en tanto. Entre este borde y Drachelandia hay varios kilómetros de selva, y varias mesetas distribuidas aquí y allá. El río Guzirit está sólo a ciento cincuenta kilómetros. Iremos hasta allí y trataremos de conseguir pasaje en un barco.
Prepararon puntas de pedernal y dardos para fabricar flechas. Wolff mató un animal parecido al tapir. La carne era algo fétida, pero les llenó de energía el vientre. Después, Wolff quiso continuar, y la negativa de Kickaha le disgustó.
Kickaha, contemplando el cielo verde, dijo:
— Tenía la esperanza de que alguna de las águilas de Podarga nos encontrara y nos diera alguna noticia. Al fin y al cabo, no sabemos qué dirección han tomado los gworl. Deben ir hacia la montaña, pero pueden seguir dos caminos. Podrían cruzar toda la selva, cosa bastante riesgosa, o tomar un barco que baje por el Guzirit. Eso también ofrece sus peligros, especialmente para criaturas tan llamativas como los gworl. Y Criseya podría venderse en el mercado de esclavos a buen precio.
— No podemos pasarnos toda la vida esperando que aparezca un águila.
— No. Y no hará falta — señaló Kickaha.
Un relámpago amarillo apareció y volvió a desvanecerse; un momento después volvieron a verlo. El águila descendía a toda prisa, con las alas plegadas. A poco, dominó el descenso y aterrizó.
Se presentó bajo el nombre de Ftie, y dijo ser portadora de buenas nuevas. Había ubicado a los gworl y a la mujer, Criseya, sólo seiscientos kilómetros más adelante.
Los vio tomar pasaje en un barco mercante; viajaban por el Guzirit hacia la Tierra de los hombres de Armadura.
—¿Viste el cuerno? — preguntó Kickaha.
— No — respondió Ftie —. Deben haberlo ocultado en una de las bolsas que llevan. Robé a uno de los gworl la bolsa que llevaba, esperando que el cuerno estuviera allí. Pero sólo contenía basura, y estuve a punto de recibir un flechazo en el ala.
—¿Es que los gworl usan arco? — preguntó Wolff, sorprendido.
— No, fueron los marineros los que me dispararon.
Wolff preguntó por los cuervos; había muchos. Aparentemente, el Señor les había ordenado vigilar a los gworl.
— Eso no me gusta — dijo Kickaha —. Si nos descubren nos causarán graves problemas.