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— No saben cómo sois — observó Ftie —. Escuché una de sus conversaciones, escondida, aunque me habría gustado salir a hacerlos pedazos. Pero tengo órdenes de mi señora que cumplir. Los gworl han tratado de darles una descripción de vuestras personas. Buscan a dos personas altas, una de cabellos negros, la otra de pelo cobrizo. Pero eso es todo cuanto saben, y hay muchos hombres que responden a esa descripción. De cualquier modo, los cuervos buscarán a dos hombres que sigan el rastro de los gworl.

— Me teñiré la barba — dijo Kickaha —, y nos vestiremos con ropas de Khamshem.

Ftie dijo que debía marcharse. Iba de regreso para contarle a Podarga lo que había averiguado; otra de sus hermanas quedaba detrás para vigilar a los gworl. Kickaha le dio las gracias y envió saludos a Podarga. Una vez que la gigantesca ave se hubo lanzado desde el borde del monolito, los hombres entraron a la selva.

— Camina suavemente y habla en voz baja — le advirtió Kickaha —. Aquí hay tigres; la selva está llena de ellos. También existe aquí el gran pájaro-hacha. Es un ave sin alas, tan enorme y tan fiero que hasta las mascotas de Podarga le huyen. Cierta vez presencié una lucha entre dos tigres y un pájaro-hacha: no pasó mucho rato sin que los tigres comprendieran que era mejor huir.

A pesar de esas palabras, vieron en la selva muy pocas formas de vida, con excepción de una gran variedad de pájaros multicolores, monos y ciertos escarabajos del tamaño de ratones. En cuanto a éstos, Kickaha dijo que eran venenosos, y desde ese momento Wolff tomó la precaución de revisar el sitio donde pensaba acostarse.

Antes de llegar a la próxima meta, Kickaha buscó una planta: la ghubharash. Le llevó medio día encontrar una mata; machacó sus fibras, las coció y extrajo de ellas un líquido negruzco, con el cual se tiñó el cabello, la barba y hasta la piel, de punta a punta.

— En cuanto a mis ojos verdes, diré que mi madre fue una esclava teutónica — dijo —. Toma. Tú también puedes usarla. No te vendrá mal oscurecerte un poco.

Así llegaron a una ciudad de piedra, semiderruida, en la que abundaban los ídolos rechonchos y de bocas anchas. Estaba habitada por gentes bajas y delgadas, de piel oscura, que vestían taparrabos negros y boinas de color castaño. Hombres y mujeres llevaban los cabellos largos y untados con la manteca que obtenían de la leche de ciertas cabras multicolores; éstas brincaban entre las ruinas, y se alimentaban de los pastos que crecían entre las grietas de las piedras. Aquel pueblo, los kaidushang, criaban cobras en pequeñas jaulas, y a veces las sacaban para mimarlas. Masticaban dhiz, planta que les ennegrecía los dientes, iluminándoles los ojos y dando cierta lentitud a sus movimientos.

Kickaha habló con los mayores en la lengua franca comercial del Lejano Oriente, el h'vaizhum. Así cambió una pierna de cierto animal parecido al hipopótamo, que él y Wolff habían matado, por ropas al estilo khamshem. Y vistieron los turbantes en rojo y verde, adornados con plumas de kigglibash; camisas blancas sin mangas, pantalones abolsados de color púrpura, fajas enroscadas varias veces en torno a la cintura y zapatillas negras de punta curvada.

Los ancianos, a pesar del sopor causado por el dhiz, eran muy avispados para comerciar. Kickaha debió entregarles un zafiro muy pequeño (una de las piedras que le obsequiara Podarga) a cambio de las cimitarras y sus vainas tachonadas de perlas.

— Ojalá venga pronto un barco — dijo Kickaha —. Ya saben que tengo piedras, y pueden tratar de degollarnos. Lo siento, Bob, pero tendremos que montar guardia durante la noche. También acostumbran enviar a sus serpientes para que les hagan el trabajo sucio.

Ese mismo día, el barco de un mercader extranjero apareció por el recodo del río. Al ver a aquellos dos hombres que agitaban grandes pañuelos desde el muelle podrido, el capitán ordenó echar el anda y arriar las velas.

En un pequeño bote, Wolff y Kickaha subieron al Kbrillquz. Este era un barco de doce metros de longitud, bajo hacia la mitad, pero de elevadas cubiertas en popa y en proa. Los marineros, en su mayoría, pertenecían a esa rama de los khamshem llamada shibacub. Kickaha había descrito a Wolff la estructura y la fonética de su lengua, que parecía algún idioma semita arcaico, modificado por la influencia de las lenguas aborígenes.

Arkhyurel, el capitán, los saludó cortésmente en la cubierta de popa; estaba sentado sobre una pila de edredones y de ricas alfombras, con las piernas cruzadas, y sorbía el vino espeso contenido en una taza diminuta.

Kickaha se presentó bajo el nombre de Ishnaqrubel, y narró una historia cuidadosamente preparada. Venia de la selva, donde había pasado varios años en compañía de su amigo, buscando la fabulosa ciudad perdida de Ziqooant; su compañero había hecho el voto de no volver a pronunciar palabra mientras no regresara junto a su esposa, allá en la lejana tierra de Shiashtu.

El capitán escuchaba, alzando sus cejas negras e hirsutas, acariciándose la barba oscura, que le llegaba hasta el vientre; les ofreció asiento, y una taza de vino de Akhashtum. Kickaha, con los ojos brillantes y una sonrisa feliz, prosiguió con su narración. Wolff, aun sin comprender una palabra, tenía la seguridad de que su amigo se iba entusiasmando con sus propias historias, prolongadas, llenas de aventuras y con toda clase de detalles. Era de esperar que no llegara demasiado lejos, despertando las sospechas del capitán.

Las horas pasaban, y el velero descendía por la corriente. Un marinero de ojos abolsados, vestido tan sólo con un taparrabos de color escarlata, tocaba suavemente la flauta en la cubierta de proa. Llegaron bandejas de oro y de plata con mono asado, pájaros guisados, un pan negro y duro y pastel de mermelada. Wolff sintió un fuerte sabor a especias en la carne, pero la comió.

El sol se acercaba a la montaña cuando el capitán se levantó para conducirlos hasta un pequeño altar, detrás del timón; había allí un ídolo de jade verde:

Tartartar. El capitán cantó una plegaria, la plegaria fundamental al Señor, y después se arrodilló ante el dios menor de su propina nación, para manifestarle sumisión. Un marinero salpicó un poco de incienso en el fuego diminuto que ardía en el regazo de Tartartar. Aquellos que practicaban la religión del capitán se unieron a sus plegarias mientras el humo se expandía por sobre el barco. Más tarde, los marineros de otras creencias cumplieron con sus distintos ritos.

Esa noche, Wolff y Kickaha durmieron, en la cubierta central, sobre un montón de pieles que el capitán les había proporcionado.

— Este Arkhyurel me preocupa — dijo Kickaha —. Le dije que no habíamos logrado localizar la ciudad de Ziqooant, pero que encontramos un pequeño tesoro escondido. Nada muy importante, pero lo suficiente como para vivir modestamente sin problemas cuando regresemos a Shiashtu. No me pidió que le mostrara las piedras, aunque le dije que le daría un rubí de gran tamaño en pago de nuestro pasaje. Estas gentes suelen tomarse tiempo para hacer negocios; cualquier prisa les parece un insulto. Pero la codicia podría sobrepasar al sentido de la hospitalidad y de la ética comercial, y podría ocurrírsele lograr un buen botín degollándonos y arrojándonos al río.

Se interrumpió por un momento. Desde las ramas que pendían sobre el agua llegaba el piar de muchas aves; de tanto en tanto, un gran saurio surgía a la vista en la orilla o en el mismo río.

— Si tiene malas intenciones, las llevará a cabo en los próximos mil quinientos kilómetros. Este tramo del río es muy solitario; más allá, las ciudades y los pueblos empiezan a menudear.

A la tarde siguiente, bajo un toldo instalado para mayor comodidad, Kickaha entregó al capitán un rubí enorme y muy bien tallado, que habría bastado para comprar el barco con toda su tripulación. Era de esperar que Arkhyurel se sintiera más que satisfecho; si así lo deseaba, podía retirarse del comercio. En seguida, Kickaha hizo aquello que habría preferido evitar, si no hubiese sido impostergable: mostró el resto de las piedras, diamantes, zafiros, rubíes, granates, topacios y ágatas. Arkhyurel, sonriendo, se lamió los labios y acarició las piedras durante tres horas. Finalmente se obligó a devolverlas.