Aquella noche, mientras estaban acostados en la cubierta, Kickaha extrajo un mapa que había pedido prestado al capitán. Indicó un gran recodo del río y dio unos golpecitos sobre un círculo marcado con los símbolos de la escritura khamshem.
— La ciudad de Khotsiqsh. Fue abandonada por la gente que la construyó, como la que vimos antes de embarcarnos; ahora la habita una tribu semisalvaje, los weezwart. Abandonaremos el barco sin decir nada la misma noche que anclemos allí y cruzaremos a pie la angosta lengua de tierra. Tal vez lleguemos a tiempo para interceptar el barco que lleva a los gworl. Y si no lo conseguimos, al menos nos adelantaremos mucho a éste. Tomaremos otro navío mercante. En caso de que no lo haya, alquilaremos uno a los weezwart.
Doce días después, el Khrillquz atracó junto a un muelle sólido, pero resquebrajado. Los weezwart se apiñaron sobre él, ofreciendo a gritos a los marineros jarras de dhiz y de laburnum, pájaros cantores en jaulas de madera, monos y cervatillos atados por el cuello, artículos encontrados en las ciudades ruinosas de la selva, bolsos hechos con la piel rugosa de los saurios de río y mantos de tigre y leopardo. Hasta tenían un pichón de pájaro hacha, por el cual el capitán pagaría un buen precio para venderlo después al bashishub, o rey, de los shibacub. Sin embargo, la principal mercancía la constituían las mujeres. Éstas, envueltas de pies a cabeza en túnicas baratas de algodón escarlata y verde, desfilaban por el muelle; de pronto abrían las túnicas y volvían a cerrarlas instantáneamente, gritando el precio de una noche de servicio ante los marineros hambrientos de sexo. Los hombres, vestidos sólo con turbantes blancos y un taparrabos con fantásticos adornos, permanecían a un lado, mascando dhiz, sin dejar de sonreír. Todos llevaban escopetas de un metro de longitud y cuchillos clavados en los nudos enmarañados de la cabeza.
Mientras el capitán y los weezwart traficaban, Kickaha y Wolff vagabundearon por las ciclópeas ruinas de la ciudad. De pronto, Wolff preguntó:
— Si tienes las joyas contigo, ¿por qué no tomamos un guía weezwart y nos marchamos ya mismo? ¿Para qué esperar a que baje el sol?
— Me gusta la idea, amigo — dijo Kickaha —. Está bien, vamos.
Wiwhin, un hombre alto y delgado, aceptó de buen grado el papel de guía cuando Kickaha le mostró un topacio. Ellos insistieron en que no debía avisarle a su esposa adónde iba, y le pidieron que los condujera directamente a la selva. El hombre conocía bien todos los caminos; tal como lo había prometido, en dos días estuvieron en la ciudad de Oirruqshak. Allí les pidió otra joya, diciendo que no revelaría a nadie el curso seguido por ellos a cambio de una bonificación.
— No te la prometí — dijo Kickaha —, pero me gusta el espíritu de iniciativa que demuestras, amigo. Aquí tienes otra. Pero si tratas de obtener una tercera, te matare.
Wiwhin sonrió, con una inclinación, y tomó el segundo topacio. Kickaha lo miró alejarse hacia la selva, diciendo:
— Tal vez habría sido mejor matarlo. Los weezwart no conocen siquiera la palabra honor.
Se dirigieron hacia las ruinas. Tras abrirse paso durante media hora entre los edificios derruidos de la ciudad y las montañas de tierra, se encontraron en la ribera. Allí se había reunido otra población, los Dholinz, cuyo idioma tenía las mismas raíces que el weezwart. Pero los hombres usaban largos bigotes caídos; las mujeres, por su parte, se pintaban de negro el labio superior y lucían argollas en la nariz. Con ellos había un grupo de mercaderes provenientes de Kamshem, la tierra de donde todas aquellas razas habían tomado su nombre. Junto al muelle no había barcos anclados. Al ver esto, Kickaha se volvió hacia las ruinas, pero era demasiado tarde. Los Khamshem lo habían visto, y lo llamaron.
— Será mejor hacerles frente — murmuró Kickaha a Wolff —. Si grito, ¡corre como si te llevaran los demonios! Estas gentes son mercaderes de esclavos.
Los Khamshem eran unos treinta, todos armados con cimitarras y dagas. Además, los acompañaban cerca de cincuenta soldados altos y de anchos hombros, de piel más clara que la de los khamshem, con tatuajes complicados en el rostro y los hombros. Según explicó Kickaha, eran los mercenarios sholkin, contratados a menudo por esa gente. Eran famosos espadachines, hombres de montaña, pastores de cabras; solían burlarse de las mujeres, diciendo que no servían sino para el trabajo de la casa, para cultivar los campos y para arar los hijos.
— No dejes que te atrapen vivo — fue la última advertencia de Kickaha.
Y se adelantó sonriendo, para saludar al jefe de los Khamshern. Éste era un hombre muy alto y musculoso, llamado Abiru. Habría sido buen mozo, de no tener la nariz demasiado grande y curva. Respondió a Kickaha con amabilidad, pero sus grandes ojos negros lo pesaron, como si estuvieran calculando cuántos kilos de carne vendible podía ofrecer.
Kickaha repitió la historia que había contado a Arkhyurel, pero la redujo en forma considerable, y no hizo mención a las joyas. Dijo que esperarían la llegada de algún barco mercante para llegar a Shiashtu. Y preguntó cómo estaba el gran Abiru.
(Para entonces, Wolff, ayudado por su facilidad para los idiomas, comprendía la lengua de los khamshem, al menos en su parte coloquial.)
Abiru replicó que, gracias al Señor y a Tartartar, su viaje de negocios había resultado muy provechoso. Además de los esclavos comunes, había capturado un grupo de extrañas criaturas, y también una mujer de extraordinaria belleza, sin precedentes al menos en ese nivel.
El corazón de Wolff aceleró su ritmo. ¿Sería posible?
Abiru preguntó si gustaba echar un vistazo a sus cautivos.
Kickaha, con un gesto de advertencia hacia Wolff, respondió que le gustaría mucho ver a esos seres extraños y a tan hermosa mujer. Abiru llamó al capitán de los mercenarios y le ordenó acudir con diez de sus hombres. Recién entonces percibió Wolff el peligro que Kickaha husmeara desde el principio, y supo que deberían correr, aunque parecía inútil. Los sholkin estaban habituados a abatir a los fugitivos con sus espadas. Pero deseaba desesperadamente volver a ver a Criseya. Puesto que Kickaha no hacía el menor movimiento, él decidió imitarlo. Ya que su compañero tenía mayor experiencia, debía saber mejor cómo actuar.
Abiru los condujo por una de las calles invadidas por la maleza, mientras hablaba con animación de las bellezas que ofrecía la ciudad capital de Khamshem; llegaron a un gran edificio escalonado donde cada uno de los niveles estaba adornado por una estatua, ya rota. Allí hizo alto, ante una entrada flanqueada por otros diez sholkin. Aun antes de entrar, Wolff supo que los gworl estaban allí, por el olor a fruta podrida que se imponía al de los cuerpos humanos sin lavar.
Dentro había una cámara enorme, fresca y penumbrosa. Contra la pared posterior, sentados en cuclillas sobre el polvo acumulado en el piso de piedra, había una fila de unos cien hombres y mujeres, y treinta gworl. Todos estaban ligados por largas cadenas de delgado hierro sujetas a los collares que les rodeaban el cuello.
Wolff buscó a Criseya. No estaba allí.
Abiru, en respuesta a la pregunta no formulada, dijo:
— La de los ojos de gato está aparte. Tiene una mujer que la sirve, y una guardia especial. Recibe toda la atención y el cuidado que merece una joya preciosa.
Wolff, sin poder contenerse, dijo:
— Me gustaría verla.
— Tienes un extraño acento — observó Abiru —. ¿No dijo tu compañero que eras también de la tierra de Shiashtu?