Выбрать главу

— Quiero esta casa.

— Robert, ¿estás loco? — gimió Brenda —. Nunca te he visto así.

— Te he dado el gusto casi en todo — dijo él —. Quería que fueras feliz. Esta vez, deja que yo me dé el gusto. No es mucho pedir. Además, esta mañana dijiste que querías una casa de este tipo, y las de Hohokam son las únicas que podemos pagar. Firmemos los papeles ahora. Puedo darle un cheque como sena.

— Yo no firmaré, Robert.

—¿Por qué no lo discuten tranquilamente? — sugirió Bresson —. Cuando lleguen a una decisión, estaré a las órdenes de ustedes.

—¿No basta con mi firma? — preguntó Robert.

— Lo siento — dijo Bresson, sin perder su trabajosa sonrisa —, pero necesitamos también la de la señora.

Brenda adquirió una expresión de triunfo.

— Prométame que no se la mostrará a ningún otro interesado — dijo Wolff —. Al menos, hasta mañana. Si teme perder una venta, le dejaré una señal.

— Oh, no es necesario — concedió Bresson, dirigiéndose hacia la puerta, con una prisa que denunciaba el deseo de salir de aquella embarazosa situación —. No la mostraré a nadie hasta tener su respuesta, por la mañana.

Ninguno de los dos abrió la boca, ya en el camino de regreso al motel Sands, en Tempe. Brenda permanecía rígidamente sentada, con la vista fija hacia delante. Wolff, que le echaba una mirada de tanto en tanto, notó que su nariz parecía cada vez más aguda, y los labios más delgados; si eso continuaba así, terminaría por parecer un gordo papagayo.

Y cuando por fin soltara la lengua y empezara a hablar, seria un verdadero papagayo gordo. Estallaría en el mismo torrente de reproches y amenazas, ya viejo y gastado, pero aún poderoso. Le reprocharía su abandono de todos esos años, le recordaría por enésima vez que no sacaba la nariz de sus libros, o que se dedicaba a deportes tales como el tiro con arco, la esgrima o el alpinismo, en los que ella no podía participar debido a su artritis. Y desplegaría los años de infelicidad, o supuesta infelicidad, para terminar con violentos y amargos sollozos.

¿Por qué seguía con ella? Sólo sabía que en su juventud la había amado profundamente, y también que sus acusaciones no eran del todo injustas. Más aún, la idea de una separación le resultaba dolorosa, más dolorosa aún que la idea de permanecer a su lado.

Sin embargo, tenía derecho a recoger los frutos de sus esfuerzos como profesor de inglés y de idiomas clásicos. Gozaba de suficiente dinero y tiempo libre como para llevar a cabo los estudios que sus tareas le habían obligado a postergar. Hasta podría viajar, con esa casa de Arizona como base. O tal vez no. Brenda no se negaría a acompañarlo (por el contrario, insistiría en hacerlo). Pero se aburriría tanto que acabaría por amargarle la vida. Era imposible culparía por ello, ya que no compartían los mismos intereses. Pero ¿hasta qué punto era justo que él abandonara todo cuanto enriquecía su vida por hacerla feliz? Sobre todo, teniendo en cuenta que, de cualquier manera, ella jamás sería feliz.

Tal como esperaba, Brenda quebró el silencio después de cenar. La escuchó, trató de manifestarle una serena oposición y de señalar la falta de lógica, la injusticia y el poco fundamento de sus recriminaciones. No sirvió de nada. Ella acabó con los sollozos de costumbre, amenazándolo con abandonarlo o con suicidarse.

Esta vez él no cedió.

— Quiero esa casa — dijo, con firmeza —; quiero disfrutar de la vida como lo he planeado. Eso es todo.

Poniéndose el sobretodo, caminó a grandes pasos hacia la puerta.

— Volveré más tarde — agregó…, tal vez.

Brenda lanzó un alarido y le arrojó un cenicero. Wolff agachó la cabeza, y el objeto rebotó contra la puerta, arrancando un trozo de madera. Por fortuna, en esa oportunidad ella no lo siguió para hacerle una escena fuera del cuarto, como otras veces.

Ya era de noche; la luna no había surgido aún, y la única luz provenía de las ventanas del motel, de las farolas que iluminaban las calles y del tránsito en boulevard Apache. Wolff condujo el coche basta el boulevard y se dirigió hacia el este, para tomar después hacia el sur. En pocos minutos estaba en la ruta hacia las Casas Hohokam. Con sólo pensar en lo que iba a hacer, el corazón aceleraba sus latidos y la piel se le erizaba. Por primera vez en su vida consideraba seriamente la posibilidad de cometer un acto delictivo.

El barrio estaba profusamente iluminado: se oían música ruidosa y voces de niños que jugaban en las calles, mientras los padres vigilaban desde las ventanas.

Continuó por Mesa y regresó por Tempe, bajando por Van Buren, hasta llegar al corazón de Phoenix. Tomó hacia el norte y luego hacia el este, hasta encontrarse en la ciudad de Scottsdale. Allí se detuvo por una hora y media en un pequeño bar. Se permitió el lujo de cuatro medidas de Vat 69, pero no más. En realidad, tenía miedo de sentirse borracho cuando llevara a cabo su proyecto.

Cuando regresó a las Casas Hohokam, las luces se habían apagado, y el silencio volvía a reinar en el desierto. Estacionó el coche tras la casa que había visitado esa tarde. Con el puño derecho enguantado, rompió la ventana del cuarto de recreo.

Pronto estuvo dentro, jadeante; el corazón le latía como si hubiese corrido varias calles. Sonrió para sí, a pesar del miedo. Puesto que era muy imaginativo, se había concebido algunas veces como ladrón; no como un ladrón común, por supuesto, sino como un Raffles. Acababa de descubrir que respetaba demasiado la ley como para convertirse en un gran criminal, o siquiera en un raterillo. Aquel acto insignificante le remordía la conciencia, a pesar de considerarlo ampliamente justificado. Más aún, el temor a caer preso estaba a punto de hacerle abandonar el proyecto. Tras llevar una vida tranquila, decente y respetable, todo estaría arruinado si lo detenían. ¿Valía acaso la pena?

Decidió que sí. Si se echaba atrás en ese momento, lamentaría lo perdido por el resto de su vida. Lo esperaba la mayor de todas las aventuras, una aventura como ningún hombre la habría vivido anteriormente. Mostrarse cobarde en ese momento equivaldría a suicidarse, pues no sería capaz de soportar la pérdida del cuerno ni las posteriores auto-recriminaciones por su falta de coraje.

El cuarto de recreo estaba completamente oscuro; tuvo que buscar a tientas el camino hasta el sótano. Ubicó las puertas corredizas y abrió la izquierda, como lo habría hecho esa tarde. Lo hizo con mucha suavidad, para evitar el ruido, y se detuvo a escuchar durante varios segundos lo que ocurría en el interior de la casa.

Con la puerta totalmente corrida hacia un lado, retrocedió unos cuantos pasos. Se llevó el cuerno a la boca y sopló con suavidad. El trompetazo fue tan poderoso que le tomó desprevenido y le hizo soltar el cuerno. Finalmente logró encontrarlo, a tientas, en un rincón de la habitación.

La segunda vez sopló con fuerza y sin embargo la nota que surgió no fue más alta que la vez anterior. Algo regulaba los decibeles, tal vez la telaraña plateada que estaba en el interior del instrumento. Durante varios minutos permaneció inmóvil, con el cuerno levantado a la altura de la boca, tratando de reconstruir mentalmente la serie exacta de las siete notas que escuchara anteriormente. Sin duda, los siete botoncitos de la parte inferior determinaban las notas, pero era imposible descubrir cuál sin pruebas que llamaran la atención.

— Qué diablos — murmuró, encogiéndose de hombros.

Y volvió a soplar, probando en esa oportunidad el primero de los botones, para seguir con los demás. Surgieron siete notas potentes. Los valores eran los que él recordaba, pero no en la misma secuencia.