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Wolff siguió bajando la colina, a la vista de quienes estaban reunidos allá abajo. De cualquier modo, era difícil que un caminante solitario les llamara la atención en tal momento. En efecto, nadie salió a su encuentro para interrogarlo, y pudo caminar hasta el borde de la pradera para inspeccionar aquello desde más cerca.

Sobre el pabellón de la izquierda flameaba una bandera amarilla con un sello de Salomón. Wolff dedujo que el campamento correspondía a un campeón Yiddish; bajo la bandera nacional había una enseña verde con un pez y un halcón plateados. El otro campamento lucía varios símbolos personales. Uno de ellos llamó la atención de Wolff, quien soltó un grito de sorpresa. Era un campo blanco, con la cabeza de un asno dibujada en rojo, y debajo una mano cerrada, con excepción del dedo medio. Kickaha se lo había descrito una vez, y Wolff había, reído largamente. Era muy propio de Kickaha elegir semejante escudo de armas.

Pronto se calmó, comprendiendo que, más probablemente, aquel escudo pertenecería al hombre que se hubiere hecho cargo del territorio de Kickaha, en ausencia de éste. Descartó su primera decisión de no entrar en el campamento: debía averiguar por sí mismo si el portador de aquel escudo no era Kickaha, aun sabiendo que el cuerpo de su amigo debía estar pudriéndose en el fondo de un pozo, entre las ruinas de una ciudad perdida en la selva.

Cruzó el campo, sin que nadie lo detuviera, y entró al campamento del lado occidental. Los hombres de armas y los criados lo miraron pasar, sin interés. Alguien murmuró: «¡Perro judío!», pero nadie se hizo responsable por el comentario cuando él se volvió. Pasó junto a una hilera de caballos sujetos a un poste, Y llegó hasta el caballero que buscaba. Este vestía una armadura de color rojo brillante, con la visera baja, y sostenía una lanza enorme, a la espera de su turno. La lanza lucía, cerca de la punta, un pendón con la cabeza del asno rojo y la mano humana.

Wolff se ubicó cerca del caballo, impacientándolo más aún, y gritó, en alemán:

—¡Barón von Horstmann!

Hubo una exclamación ahogada, una pausa, y el caballero levantó su visera. Wolff estuvo a punto de sollozar de pura alegría. Bajo el yelmo sonreía la cara alegre de Finnegan-Kickaha-von Horstmann.

— No digas nada — le advirtió Kickaha —. No sé cómo diablos me encontraste, pero me alegra mucho. Te veré dentro de un momento. Es decir, siempre que salga vivo de ésta. Este funem Laksfalk es un hombre rudo.

Capítulo 12

EL DESAFIO

Sonaron las trompetas. Kickaha se dirigió al lugar indicado por los jueces. Un sacerdote de cabeza afeitada y túnica larga lo bendijo; del otro lado del campo, un rabino decía algunas palabras al barón funem Laksfalk. El campeón Yiddish era un hombre corpulento, protegido por una armadura plateada y un yelmo cuya forma imitaba la cabeza de un pez; montaba un vigoroso caballo negro.

Las trompetas sonaron por segunda vez, y los dos contendientes bajaron las lanzas a modo de saludo. Kickaha sostuvo por un momento la lanza con la mano izquierda, para hacer con la derecha la señal de la cruz; solía hacerse un deber de observar las costumbres religiosas de quienes lo rodeaban.

Sonó un tercer trompetazo, largo y poderoso, seguido por el tronar de los cascos y los vítores de los espectadores. Los dos caballeros se encontraron exactamente en mitad del campo, y la lanza de cada uno golpeó el escudo del adversario precisamente en el centro. Ambos cayeron, con un estruendo que sobresaltó a los pájaros posados en los árboles vecinos, por enésima vez en ese día. Los caballos rodaron por tierra.

Los hombres de cada caballero corrieron al campo para levantar a sus jefes y para sacar a la rastra a los caballos, ambos con el cuello roto. Por un momento Wolff pensó que también los contrincantes estaban muertos, pues ninguno de los dos se movía. Sin embargo, Kickaha volvió en sí una vez que lo retiraron del campo. Sonrió débilmente, balbuceando:

— Deberías ver cómo quedó el otro.

— Está bien — respondió Wolff, tras echar una mirada al campamento contrario.

— Es lamentable. Tenía la esperanza de que no volviera a causarnos problemas. Ya me ha demorado demasiado.

Kickaha ordenó que lo dejaran a solas con Wolff. Sus hombres obedecieron, aunque a disgusto, no sin echar miradas de advertencia al intruso. Kickaha contó:

— Camino hacia el castillo de von Elgers, pasé por el pabellón de funem Laksfalk. Si hubiese estado solo, me habría desentendido de su desafío para seguir de largo, pero había allí varios teutones, y yo debía pensar en mi propia gente. No puedo hacerme una reputación de cobarde; hasta los míos me habrían arrojado tomates podridos, y habría sido necesario pelear con todos los caballeros del país para probar mi coraje. Pensé que no tardaría mucho en arreglar las cosas con ese yiddish y que después podría seguir tranquilamente mi camino.

»Pero no fue así. Los jueces me anotaron en el tercer puesto; eso significaba que me vería obligado a participar en una justa con tres hombres durante tres días antes de que llegara el gran momento. Protesté, pero no sirvió de nada. Acabas de ver mi segundo encuentro con funem Laksfalk. La primera vez también caímos los dos. De cualquier modo, es más de lo que han logrado los otros. Están furiosos: un yiddish ha derrotado a todos los teutones, con excepción de mí. Además, ya ha matado a dos y ha dejado a otro inválido de por vida.

Wolff, mientras le escuchaba, le había ido quitando la armadura. De pronto, Kickaha se irguió, gruñendo, y preguntó:

— Eh, dime, ¿cómo diablos llegaste aquí?

— Hice la mayor parte del camino a pie. Pero te creía muerto.

— No estabas muy errado. Al caer por ese pozo, aterricé sobre una saliente de tierra. Se desprendió, dejando una pequeña cavidad, y me cubrió por completo cuando llegué al fondo. Pero pronto volví en mí, y la capa de tierra que tenía sobre la cara no era tanta como para asfixiarme. Me quedé inmóvil por un rato, pues los sholkin estaban revisando el agujero. Arrojaron una espada hacia el fondo y no me ensartaron por el espesor de un pelo.

»Esperé un par de horas y salí de allí. Tardé bastante, lo confieso. La tierra se desprendía sin cesar y yo volvía a caer al fondo. Tardé unas diez horas, pero tuve suerte. Ahora cuéntame cómo llegaste aquí, grandísimo pillo.

Cuando Wolff se lo hubo explicado, Kickaha arrugó el ceño.

— Entonces yo tenía razón al calcular que Abiru iría al castillo de von Elgers por este camino. Oye, tenemos que salir de aquí y pronto. ¿Te gustaría jugar una carrera con el gran Yiddish?

Wolff protestó, diciendo que no entendía nada de justas, que hacía falta una vida entera para aprender. Kickaha replicó:

— Eso sería cierto si fueras a romper lanzas con él. Pero lo desafiaremos a un encuentro a espada. No será lo mismo que un duelo a estoque o a sable; hace falta fuerza, principalmente, y eso te sobra.

— No soy caballero. Los otros me vieron entrar con ropa común.

—¡Tonterías! ¿No sabes que estos caballeros se pasan la vida disfrazados? Les diré que eres sarraceno, un khamshem pagano, pero gran amigo mío. Que te salvé de un dragón, o cualquier disparate como ése. Se lo tragaran. ¡Ya sé! Serás el sarraceno Wolff, hay un caballero famoso con ese nombre. Has estado viajando disfrazado con la esperanza de encontrarme para devolverme el favor que te hice, al rescatarte del dragón. Y como estoy demasiado dolorido como para romper otra lanza con funem Laksfalk (eso es cierto; estoy tan apaleado que no puedo moverme), tú recogerás el desafío en mi nombre.