Más tarde, Wolff reprochó a Kickaha historia tan fantástica y tan detallada, pensando que le sería difícil no traicionarlo. Además, no le gustaba la idea de engañar a un hombre como el caballero Yiddish.
—¡Tonterías! No podías decirle toda la verdad, y es más fácil crear una mentira completa que una verdad a medias. Además, ¿no viste cómo disfrutó con su llantito? Y yo soy Kickaha, el kickaha, el embustero, el creador de fantasías y realidades. Soy aquél a quien las fronteras no detienen. Voy de un sitio a otro. Me creen muerto, pero vuelvo a surgir, vivo, sonriente y listo para luchar. Soy más rápido que quienes me superan en fuerza, y más fuerte que quienes me superan en velocidad. Tengo pocos afectos, pero en ellos soy inquebrantable. Soy el preferido de las señoras dondequiera que voy, y muchas son las lágrimas derramadas cuando me marcho, a través de la noche, como un fantasma pelirrojo. Pero las lágrimas no tienen sobre mi más poder que las cadenas. Me marcho, y pocos saben dónde apareceré o cuál será mi nombre. Soy el tábano del Señor; no puedo dormir por las noches, porque eludo a sus ojos, los cuervos, y a sus cazadores, los gworl.
Kickaha se interrumpió y echó a reír estruendosamente. Wolff tuvo que responder con una sonrisa. El tono de su amigo revelaba que se estaba burlando de sí mismo. Sin embargo, tal vez lo creía a medias, y con razón. Lo que había dicho no era demasiado exagerado.
Este pensamiento le sugirió una idea que lo hizo fruncir el ceño. ¿Y si Kickaha fuera el mismo Señor, disfrazado? Quizá, a modo de diversión, jugaba a ser al mismo tiempo galgo y liebre. ¿Qué mejor entretenimiento para un Señor, para un hombre que necesitaba buscar largamente cualquier cosa capaz de salvarlo del hastío? Quedaban muchos puntos oscuros con respecto a él.
Estudió su rostro, en busca de una clave que lo ayudara a resolver el misterio, y sus dudas se evaporaron. Aquella cara alegre no podía ser la máscara de un ser frío y odioso, que jugaba con los seres vivos. Y su acento, los idiomas contemporáneos que dominaba, ¿podía dominarlos un Señor?
Y bien, ¿por qué no? Kickaha hablaba también otros idiomas y otros dialectos, con igual perfección.
Siguió pensando en todo eso durante toda la tarde, mientras cabalgaban. Pero la cena, la bebida y la buena amistad dispersaron esos pensamientos; a la hora de dormir había olvidado ya sus dudas.
Se detuvieron en una taberna, en la aldea de Gnazelschist, y comieron con ganas. Entre Wolff y Kickaha devoraron un cerdo asado. Funem Laksfalk, aunque se afeitaba y era liberal en sus costumbres religiosas, se abstuvo de tocarlo. Pidió en cambio una chuleta, consciente de que la vaca no había sido ejecutada según el sistema kosher. Los tres consumieron varios jarros de la excelente cerveza local, y en el calor de la charla, Wolff contó a Funem Laksfalk una versión corregida de la búsqueda de Criseya. Estuvieron de acuerdo en que se trataba de una noble gesta, y se fueron a la cama.
Por la mañana tomaron un atajo entre las montañas, por el que esperaban ganar tres días…, en caso de que pasaran. La ruta era muy poco transitada, y con buenas razones, pues los dragones y los bandidos frecuentaban la zona. Pero tuvieron suerte; no vieron a ningún asaltante, y sólo a un dragón. El monstruo escamoso apareció a unos cien metros y se marchó, ocultándose entre los árboles con un resoplido, tan ansioso como ellos de evitar la pelea.
Al bajar desde las colinas hacia la carretera principal Wolff dijo:
— Un cuervo nos viene siguiendo.
— Sí, lo sé, pero no te preocupes. Los hay por todas partes. No creo que sepa quiénes somos. Sinceramente, espero que así sea.
Al día siguiente, hacia mediodía, entraron al territorio del Komtur de Tregyln, y veinticuatro horas después, el castillo de Trervín, la sede del barón von Elgers, se presento a la vista. Era el castillo más grande que Wolff viera hasta entonces. Estaba construido en piedra negra, y situado en la cima de una alta colina, a un kilometro y medio de la ciudad de Tregyln.
Vistiendo armadura completa y con las lanzas empenachadas en ristre, los tres se aproximaron al foso que rodeaba el castillo. Un guardia salió de la casilla que estaba junto al foso, y preguntó cortésmente qué los traía a este sitio.
— Decid al noble señor que tres caballeros de buena fama desearían ser sus huéspedes — dijo Kickaha —. Los barones von Horstmann y von Wolfram, y el muy famoso caballero yiddish, Funem Laksfalk. Buscamos a algún noble que nos contrate para luchar o para alguna gesta.
El sargento llamó a gritos a un ayudante, quien cruzó corriendo el puente levadizo. Pocos minutos después, uno de los hijos de von Elgers, un joven espléndidamente vestido, salió a darles la bienvenida. Ya dentro del inmenso patio, Wolff vio algo alarmante: varios khamshem y sholkin vagabundeaban por allí o jugaban a los dados.
— No nos reconocerán — dijo Kickaha —. Y alégrate, que si ellos están aquí, también están Criseya y el cuerno.
Tras asegurarse de que los caballeros estarían bien cuidados, los tres se encaminaron a las habitaciones que les fueron designadas. Se bañaron y vistieron las ropas nuevas, de brillantes coloridos, que les enviara von Elgers. Wolff observó que se parecían mucho a las prendas usadas durante el siglo XIII. Los únicos cambios obedecían claramente a la influencia aborigen.
Cuando entraron al inmenso comedor, la cena estaba ya en su apogeo, y el estruendo era ensordecedor. La mitad de los invitados estaban mareados, y los demás no se movían mucho, pues ya habían pasado la etapa del mareo. Von Elgers se las compuso para levantarse a saludar a sus huéspedes, y se disculpó graciosamente por encontrarse en semejante estado a hora tan temprana.
— Llevamos varios días agasajando a nuestro huésped khamshem. Nos ha traído riquezas inesperadas, y estamos gastando un poco para celebrarlo.
Se volvió para presentar a Abiru, pero lo hizo con demasiada rapidez, y estuvo a punto de caer. Abiru se volvió para responder a la inclinación con que lo saludaron. Les clavó los ojos negros como una espada; su sonrisa fue amplia, pero forzada. A diferencia de los otros, parecía estar sobrio. Los tres ocuparon sus asientos, cerca del khamshem, pues los comensales que antes los ocuparan habían desaparecido bajo la mesa. Abiru parecía ansioso por hablar con ellos .1
— Si buscáis prestar servicio, habéis encontrado a vuestro hombre. Le pagaré al barón para que me conduzca hacia el interior del país, pero no me vendrán mal otros brazos. Mi camino será largo, arduo y peligroso.
—¿Hacia dónde vais? — preguntó Kickaha. Y sin embargo, nadie hubiese dicho, al verle, que tenía mucho interés en lo que respondía Abiru, pues no quitaba los ojos de la bella rubia que estaba sentada frente a él.
— No es ningún secreto — respondió Abiru —. El señor de Kranzelkracht, según se dice, es un hombre muy extraño, pero más rico que el Gran Comendador de Teutonia.
— Lo sé de seguro — observó Kickaha —. He estado en su propiedad y he visto sus tesoros. Hace muchos años, según se cuenta, desafió las iras del Señor escalando la gran montaña hacia el nivel de Atlantis. Allí robó el tesoro del mismo Rhadamanthus y huyó con un saco de joyas. Desde entonces, von Kranzelkracht ha acrecentado sus riquezas con la conquista de los feudos que rodeaban a los suyos. Se dice que el Gran Comendador está preocupado por ello, y que piensa organizar una cruzada en su contra. El Comendador sostiene que ese hombre es un hereje. Pero si así fuera, ¿acaso el Señor no lo habría fulminado con sus rayos hace mucho tiempo?
Abiru inclinó la cabeza y se tocó la frente con la punta de los dedos.
— Los designios del Señor son misteriosos. Además, sólo el Señor conoce la verdad. En todo caso, llevaré a Kranzelkracht a mis esclavos y ciertas posesiones mías. Espero obtener pingues ganancias de mi aventura, y aquellos caballeros lo bastante valientes para acompañarme compartirán el oro, para no mencionar la fama.