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Abiru hizo una pausa para tomar un trago de vino. Kickaha, en un aparte, dijo a Wolff:

— Este hombre es tan embustero como yo. Quiere que lo llevemos hasta Kranzelkracht, que está junto al pie del monolito. Desde allí se llevará a Criseya y al cuerno hasta Atlantis, donde los dos le reportarán una casa llena de joyas y de oro. Eso, a menos que su juego sea más audaz aún de lo que yo imagino.

Levantó su vaso y bebió largamente, o fingió hacerlo. Luego dejó la jarra con un golpe, diciendo:

— Maldito sea si no veo algo familiar en Abiru. Desde la primera vez que lo vi tengo esa sensación, pero he estado demasiado ocupado como para pensarlo mucho. Ahora sé que lo he visto en otra parte.

Wolff respondió que eso no era extraño. Debía haber visto muchas caras en sus veinte años de vagabundeos.

— Tal vez tengas razón — murmuró Kickaha —. Pero no creo que se trate de una relación circunstancial. Te aseguro que me gustaría arrancarle la barba.

Abiru se levantó, excusándose, y dijo que era la hora de dirigir sus plegarias al Señor y a su deidad particular, Tartartar. Regresaría tras cumplir con sus devociones. Al oírlo, von Elgers ordenó a dos de sus hombres de armas que lo acompañaran hasta sus habitaciones para asegurarse de que nada le ocurriera. Abiru, con una inclinación, le agradeció tanta amabilidad. Pero Wolff comprendió las intenciones que ocultaba la cortesía del barón; éste no confiaba en el khamshem, y Abiru lo sabía. Von Elgers, a pesar de su ebriedad, estaba atento a lo que ocurría y notaría de inmediato cualquier irregularidad.

— Sí, tienes razón — dijo Kickaha —. No llegó a la posición que ocupa dando la espalda a sus enemigos. Trata de disimular tu impaciencia, Bob. Nos queda un largo camino por recorrer. Fíngete borracho, flirtea un poco con las damas; te considerarán raro si no lo haces. Pero no te vayas con ninguna. Debemos mantenernos a la vista para salir al mismo tiempo cuando llegue el momento.

Capítulo 13

ABIRU

Wolff bebió lo bastante como para perder la sensación de estar atado con alambres, y comenzó a charlar con Lady Alison, la esposa del barón de Wenzelbricht. Era una morena de ojos azules, de belleza estatuaria, y lucía un vestido blanco muy ajustado. Era lo bastante escotado como para causar un efecto vigorizante sobre los hombres presentes, pero ella no parecía contentarse con ello. Dejaba caer con frecuencia el abanico, y lo levantaba por sí misma. En cualquier momento, Wolff se habría sentido feliz de quebrar su castidad con ella; obviamente, no habría encontrado dificultades, pues ella parecía orgullosa de concitar el interés del gran Wolfram, tras conocer su victoria sobre von Laksberg. Sin embargo, no podía pensar sino en Criseya, que debía hallarse en algún sitio de aquel palacio. Nadie la había mencionado, y él ni se atrevía a hacerlo; pero la pregunta le quemaba la lengua, y varias veces debió mordérsela para no formularla.

Al fin apareció Kickaha, en el momento preciso, pues ya no podría rechazar las atrevidas insinuaciones de Lady Alison sin ofenderla. Kickaha había traído consigo al marido, a fin de proporcionar a Wolff una buena excusa para marcharse. Más tarde, contó que había llevado a la rastra al barón, quien estaba con otra mujer, con el pretexto de que su esposa requería su presencia. Los amigos se marcharon juntos, dejando al aturdido barón para que explicara a qué había ido allí. Puesto que ni él ni su esposa lo sabían, debió ser una conversación muy interesante, aunque algo desconcertante.

Wolff indicó por señas a funem Laksfalk que se uniera a ellos, y fingieron salir hacia el retrete. Una vez fuera de la vista, bajaron rápidamente a un salón, lejos del lugar al que fingían dirigirse, y treparon sin ser vistos cuatro tramos de escaleras. Iban armados sólo con dagas, pues habría sido un insulto llevar armadura y espada a la cena. De cualquier modo, Wolff se las había compuesto para desatar el largo cordón del cortinaje de su habitación, y lo llevaba enrollado en la cintura, por debajo de la camisa.

El Yiddish dijo:

— Escuché una conversación entre Abiru y su lugarteniente, Rhamnish. Hablaban en el idioma comercial de H'zaishum, sin saber que yo he recorrido el río Guzirit por la zona selvática. Abiru preguntó a Rhamnish si había descubierto dónde había escondido von Elgers a Criseya. Rhamnish dijo que había perdido tiempo y dinero tratando de averiguarlo entre los sirvientes y los guardias, pero sólo pudo saber que estaba en la sala oriental del castillo. A propósito: los gworl están en la mazmorra.

—¿Y cómo es que von Elgers ha quitado a Abiru la posesión de Criseya? — observó Wolff —. ¿No es acaso propiedad del khamshem?

Tal vez el barón tiene sus propios planes — respondió Kickaha —. Si es tan bella y extraordinaria como tú dices…

—¡Debemos encontrarla!

— No te preocupes, lo haremos. Oh, Bob, hay un guardia en el otro extremo del salón. Sigamos caminando en su dirección. Tambaleáos un poco más.

El guardia levantó la espada en cuanto se aproximaron. En tono cortés, pero no carente de firmeza, les ordenó retroceder. El barón había prohibido el paso a todo el mundo, bajo pena de muerte.

— Está bien — dijo Wolff, arrastrando las palabras.

Hizo ademán de volverse, pero saltó hacia delante y aferró la espada. Antes de que el atónito centinela pudiera lanzar un grito, lo arrojó contra la puerta y le apoyó la espada contra la garganta, oprimiendola con fuerza. Los ojos del centinela parecieron salir de sus órbitas; se puso rojo, después azul, y un minuto después cayó muerto.

El Yiddish arrastró el cuerpo a través del salón, escondiéndolo en un cuarto lateral. Al volver, dijo haberlo ocultado bajo un gran armario.

— Es lamentable — dijo alegreniente Kickaha —. Tal vez era un buen muchacho. Pero si tenemos dificultades para salir de aquí, será un enemigo menos.

— Por desgracia, las llaves de la puerta no estaban sobre el cadáver.

— Tal vez von Elgers es el único que las tiene, y será muy difícil quitárselas — dijo Kickaha —. Bueno, veamos qué hay por aquí.

Condujo a sus compañeros hacia otra habitación. Por cuyas ventanas ojivales salieron al exterior. Bajo el antepecho había varias salientes, determinadas por tallas de piedra en forma de dragones, demonios y cerdos. Aunque aquellos adornos no ofrecían bastante espacio como para trepar, un hombre valiente o desesperado podía ascender por ellos. Quince metros más abajo, la superficie del foso centelleaba quietamente en la oscuridad, bajo la luz de las antorchas que iluminaban el puente levadizo. Afortunadamente, la luna estaba cubierta por espesas nubes negras, y los escaladores pasarian inadvertidos a los guardias de abajo.

Kickaha buscó a Wolff con la mirada; éste iba trepando por una gárgola de piedra, y tenía un pie apoyado en la cabeza de una serpiente.

— Eh, Bob, olvidé avisarte que el barón tiene el foso lleno de dragones de agua. No son muy grandes; miden sólo unos seis metros de longitud, y no tienen piernas, pero están siempre hambrientos.

— A veces, tu humor me parece de mal gusto — respondió Wolff, enojado —. Sigue.

Kickaha soltó una risa disimulada y continuó trepando. Wolff le siguió, tras asegurarse de que el caballero Yiddish no encontraba dificultades. Kickaha se detuvo.

— Aquí hay una ventana — dijo —, pero está cerrada con barrotes. No creo que haya nadie dentro. Está oscura.

Kickaha siguió trepando. Wolff se detuvo para mirar por la ventana. El interior estaba oscuro como los ojos de un pez. Introdujo una mano por entre los barrotes y buscó a tientas hasta encontrar algo: una vela. La quitó cuidadosamente del candelero y la pasó por entre los barrotes. Después, colgado de un barrote, buscó en la pequeña bolsa que llevaba en el cinturón y sacó un fósforo.