—¿Qué estás haciendo? — preguntó Kickaha desde arriba.
Wolff se lo explicó.
— Llamé a Criseya un par de veces — dijo su amigo —. No hay nadie allí. No pierdas el tiempo.
— Quiero asegurarme.
— Eres demasiado minucioso, y prestas atención a los detalles. Si quieres derribar un árbol, hay que hacer cortes grandes. Vamos.
Wolff encendió el fósforo, sin responder. La llamita estuvo a punto de apagarse bajo la brisa, pero él logró introducirla por entre los barrotes con bastante rapidez. La luz reveló un interior desocupado.
—¿Estás satisfecho? — dijo Kickaha, en voz más débil, pues iba trepando a mayor altura —. La almena es nuestra última esperanza. Si allí no hay nadie… De cualquier modo, no sé cómo… ¡Uh!
Más tarde, Wolff se felicitó por su insistencia en inspeccionar la habitación. Había dejado arder el fósforo hasta que le quemó los dedos, y sólo entonces lo dejó caer. En seguida, tras la apagada exclamación de Kickaha, lo golpeó un cuerpo que caía. El impacto fue tan violento que estuvo a punto de dislocarle el hombro. Soltó un gruñido, y procuro sostenerse con un solo brazo. Kickaha se mantuvo de él durante unos cuantos segúndos, temblando; luego tomó aliento y retomó el ascenso. Nadie dijo una palabra, pero ambos comprendieron que, de no ser por la tozudez de Wolff, la caída de Kickaha lo habría arrastrado también, pues no habría podido sostenerse en el precario albergue de la gárgola. Y tal vez fumen Laksfalk, quien estaba debajo, en línea recta, habría caído con ellos.
La almena era grande. Ubicada a un tercio de la altura de la pared, sobresalía notablemente de ella; de su ventana en forma de cruz surgía cierto resplandor. Allá, la pared estaba libre de adornos.
Abajo se desató un estruendo terrible, y otro algo menor le hizo eco en el interior del castillo Wolff se detuvo para mirar hacia el puente levadizo, creyendo que los habían descubierto. Muchos hombres de armas e invitados llenaban el puente y las tierras inmediatas, algunos con antorchas, pero nadie miraba hacia arriba. Parecían buscar a alguien entre los árboles y los matorrales.
Si habían reparado en la ausencia de los tres, y si habían descubierto el cadáver del guardia, la retirada se haría difícil. Pero en primer lugar debían encontrar a Criseya y liberarla; después sería tiempo de pensar en batallas.
—¡Ven, Bob! — dijo Kickaha desde arriba.
Parecía muy divertido, y Wolff comprendió que había encontrado a Criseya. Trepó a toda velocidad, con mucha mayor prisa de la que habría permitido el sentido común. Había que trepar por uno de los costados, pues la parte interior se proyectaba hacia fuera. Kickaha, apoyado en la parte plana, hizo ademán de bajarse de allí.
— Tendrás que colgarte desde arriba si quieres mirar dentro, Bob. Ella está allí, y sola. Pero la ventana es demasiado angosta para que pueda pasar una persona.
Wolff se deslizó por sobre el borde de la saliente, mientras Kickaha lo sujetaba por las piernas, y se asomó desde arriba, con el foso negro allá abajo; si Kickaha lo soltaba caería irremediablemente. Por la abertura de la piedra pudo ver la cara invertida de Criseya, que sonreía entre lágrimas.
Más tarde no pudo recordar exactamente qué sintió un estado de frustración y dsesperanza, seguido por una nueva fiebre. Se sentía capaz de hablar por toda la eternidad. Extendió la mano para tocar la de ella, y Criseya se esforzó inútilmente por alcanzarla.
— No te aflijas, Criseya — le dijo —. Ya sabes que estamos aquí, y no nos marcharemos sin llevarte con nosotros. Lo juro.
—¡Pregántale dónde está el cuerno! — dijo Kickaha.
Criseya, al oírlo, respondió:
— No lo sé, pero creo que lo tiene von Elgers.
—¿Te ha molestado? — preguntó Wolff, furioso.
— Todavía no, pero no sé cuánto tardará en llevarme a la cama. Sólo se contiene por no bajar el precio que pedirá por mi. Dice que nunca ha visto una mujer igual.
Wolff soltó un juramento, y en seguida se echó a reír. Era muy propio de ella hablar con tal franqueza, pues en el mundo del Jardín, la vanidad era algo corriente.
— Eliminad la charla innecesaria — dijo Kickaha —. Ya habrá tiempo para eso cuando salgamos de aquí.
Criseya respondió a las preguntas de Wolff tan concisa y claramente como le fue posible. Describió la forma de llegar a su habitación, pero no pudo especificar cuántos guardias guardaban su puerta ni el corredor que llevaba a ella.
— Pero sé algo que el barón ignora — dijo —. El cree que Abiru me llevará ante von Kranzelkracht. No es así. Abiru pretende escalar el Doozvillnavara hasta Atlantis. Allá me venderá a Rhadamanthus.
— No te venderá a nadie, porque lo mataré — dijo Wolff —. Ahora debo irme, Criseya, pero volveré tan pronto como sea posible. Y no será por esta vía. Hasta entonces, recuerda que te amo.
—¡En mil años no me habían dicho eso! — exclamó Criseya — Oh, Robert Wolff, te amo. ¡Pero tengo miedo! Yo…
No tienes por qué temer a nada — respondió él — mientras yo viva. Y no tengo intenciones de morir.
Indicó a Kickaha que lo arrastrara hasta ponerlo sobre el techo de la almena. Al levantarse estuvo a punto de caer, mareado, pues la sangre se le había agolpado en la cabeza.
El Yiddish ya ha comenzado a bajar — observó Kickaha —. Le indiqué averiguar si podemos descender por el mismo camino; espero que averigüe qué es lo que ha provocado ese tumulto.
—¿Será por nosotros?
— No lo creo. En primer lugar habrían buscado en la habitación de Criseya, y no lo han hecho.
El descenso fue aún más lento y peligroso que la subida, pero lo cumplieron sin inconvenientes. Funem Laksfalk los esperaba junto a la ventana por la cual habían salido.
— Han encontrado al guardia que matásteis — dijo —, pero no nos relacionan con eso. Los gworl escaparon de la mazmorra y mataron a varios hombres. También recobraron sus propias armas. Algunos lograron salir del castillo, pero no todos.
Los tres entraron por esa habitación y volvieron a reunirse con los invitados que buscaban a los gworl. No abía forma de subir las escaleras que llevaban al cuarto de Criseya. Sin duda, von Elgers habría reforzado la guardia.
Vagaron por el castillo durante varias horas, familiarizándose con su distribución. Era evidente que, aunque la sorpresa causada por la fuga de los gworl había despabilado un poco a los teutónicos, todavía estaban muy borrachos. Wolff sugirió que era mejor subir a sus habitaciones para estudiar un plan. Tal vez se les ocurrira algo razonable.
Los habían alojado en el quinto piso; la ventana estaba debajo de la almena de Criseya, hacia un costado. Para llegar allí fue necesario cruzarse con muchos hombres y mujeres mareados y balbuceantes, entre el olor del vino y de la cerveza. Nadie podía haber entrado en la habitación para registrarla, pues sólo ellos y el custodia principal tenían las llaves, y éste había estado demasiado ocupado en cosas más importantes. Por otra parte, ¿cómo podían los gworl entrar por una puerta cerrada?
Sin embargo, en el momento en que Wolff entró al cuarto, supo que habían estado allí. El olor a fruta podrida le dio en la nariz. Empujó entonces a los otros dos dentro de la habitación y cerró velozmente la puerta, echando llave. Luego se volvió con la daga en la mano. También Kickaha había sacado el arma, con los ojos centelleantes y la nariz dilatada. Solo funem Laksfalk parecía no comprender que había algo extraño, con excepción de aquel olor desagradable.
Wolff le indicó algo, en un susurro; el Yiddish se din. Gió hacia la pared para tomar las espadas, pero se detuvo: las vainas estaban vacías.
Lenta, silenciosamente, Wolff entró en el otro cuarto. Kickaha lo siguió con una antorcha, cuyas llamas, al parpadear, lanzaron sombras gibosas. Wolff, creyendo que se trataba de los gworl, tuvo un sobresalto. Al avanzar la luz, aquellas sombras desaparecieron o se transformaron en siluetas inofensivas.