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— Pero están aquí — insistió Wolff, suavemente —, o acaban de salir. ¿Por dónde?

Kickaha señaló los largos cortinajes que ocultaban las ventanas. Wolff se acercó a grandes pasos y las ensartó varias veces con la espada, pero la hoja sólo tropezó contra la pared. Su amigo descorrió entonces los cortinajess: no había allí gworl alguno.

— Entraron por la ventana — dijo el Yiddish —, pero ¿por qué?

En ese momento, Wolff levantó la vista y lanzó un juramento. Retrocedió, con intenciones de advertir a sus compañeros, pero éstos ya lo habían notado también. Arriba, colgados con la cabeza hacia abajo, dos gworl se sostenían con las rodillas del grueso caño de hierro que sostenía los cortinajess. Ambos tenían largos cuchillos ensangrentados en la mano, y uno de ellos aferraba, además, el cuerno de plata.

Al darse cuenta de que habían sido descubiertos, los monstruos enderezaron las piernas y se lanzaron, cayendo en posición normal. El de la derecha lanzó un puntapié que hizo rodar a Wolff. Éste se puso de pie en un instante. Kickaha, en tanto, atacó al monstruo, errando el golpe. El gworl lanzó el cuchillo desde una corta distancia y logró clavárselo en el hombro.

El otro arrojó su puñal contra funem Laksfalk y lo golpeó en el plexo solar, con una fuerza tal que lo hizo tambalear. Pero un segundo después volvió a erguirse; por la desgarradura de la camisa se veía brillar el acero de la cota de malla; estaba indemne.

Entre tanto, el gworl que tenía el cuerno se lanzó por la ventana, sin que nadie pudiera perseguirlo: su compañero lo cubrió con una lucha feroz. Wolff volvió a rodar por el suelo, esta vez bajo el impacto de un fuerte golpe. El monstruo se lanzó sobre Kickaha como un torbellino, agitando los puños, y lo obligó a retroceder. El Yiddish saltó, cuchillo en mano, tratando de alcanzarlo en el vientre, pero el monstruo lo sujetó por la muñeca y se la retorció hasta hacerlo soltar el cuchillo y gritar de dolor.

Kickaha, desde el suelo, golpeó con el talón el tobillo del gworl y le hizo perder el equilibrio. No llegó a caer, pues Wolff lo sujetó. Rodaron abrazados, cada uno tratando de romper la espalda del otro o de liberarse. Wolff logró deshacerse de él. Chocaron contra la pared, y el gworl llevó la peor parte, pues se golpeó la cabeza.

Por un segundo, se lo vio aturdido. Eso dio tiempo a Wolff para sujetar a aquella maloliente y deforme criatura contra sí, aplicando toda su fuerza contra su columna vertebral. El gworl, musculoso y de fuertes huesos, resistió aquel embate. Pero ya los otros dos caballeros caían sobre él con las dagas. Lo apuñalaron varias veces, y habrían seguido hasta encontrar un punto fatal en el pellejo cartilaginoso, si Wolff no les hubiese ordenado detener el ataque.

Soltó al gworl y dio un paso atrás. El monstruo cayó al suelo, sangrando, con los ojos vidriosos. Wolff lo ignoró por un momento, para mirar por la ventana, en busca del que había escapado con el cuerno. Un grupo de jinetes con antorchas salió por el puente levadizo, en dirección al campo. Las luces revelaron sólo las aguas oscuras y tranquilas del foso. No se veía a ningún gworl trepado a la pared. Wolff se volvió hacia el herido.

— Se llama Diskibibol, y el otro, Smeel — dijo Kickaha.

— Smeel debe haberse ahogado — dijo Wolft —. Aunque supiera nadar, los dragones de agua lo habrán atrapado. Y no sabe nadar.

Entonces pensó en el cuerno: yacería en el lodo del lecho del foso.

— Por lo que veo — agregó —, nadie lo vio caer. El cuerno está a salvo, momentáneamente.

El gworl habló en alemán, reproduciendo con dificultad los sonidos. Las palabras parecían rasparle la garganta.

— Moriréis, humanos. El Señor vencerá. Arwoor es el Señor, y una escoria como vosotros no puede contra él. Pero antes de morir sufriréis el más el más…

Pero tuvo un ataque de tos y un vómito de sangre. Pronto estuvo muerto.

— Será mejor que nos deshagamos de este cadáver — dijo Wolff —. Nos costaría bastante explicar qué hacía aquí. Y von Elgers podría relacionar la falta del cuerno con su presencia en nuestras habitaciones.

Al mirar por la ventana comprobaron que el grupo encargado de la búsqueda estaba ya muy lejos, camino hacia la ciudad. Por el momento, el puente estaba desierto. Levantaron el pesado cadáver y lo arrojaron por la ventana. Después de vendar la herida de Kickaha, Wolff y el Yiddish borraron toda señal de la lucha.

Sólo cuando hubieron terminado, funem Laksfalk volvió a hablar, pálido y ceñudo:

— Ése era el cuerno del Señor. Quiero saber cómo llegó aquí, y cuál es vuestra participación en esta… en esta aparente blasfemia.

— Ha llegado el momento de decir toda la verdad — dijo Kickaha —. Tú lo harás, Bob. Esta vez no me siento con ganas de llevar todo el gasto de la conversación.

Al ver el rostro de Kickaha, Wolff se sintió preocupa. Do; estaba muy pálido, y la sangre iba empapando el grueso vendaje. De todos modos, explicó al Yiddish lo que pudo, rápida y brevemente. El caballero escuchó con atención, pero no pudo contener frecuentes preguntas y algún juramento, cada vez que Wolff revelaba algo especialmente asombroso.

— Por Dios — dijo, cuando Wolff pareció terminar —, esa historia de otros mundos bastaría para que os tratase de embusteros. Pero los rabinos me dijeron que mis antecesores y los de los teutónicos vinieron precisamente de allí. También lo dice el libro del Segundo Éxodo, donde se sostiene que el Señor vino de un mundo diferente. Sin embargo, siempre había tomado todo eso como las alucinaciones de nuestros hombres sagrados, que son un poco dementes. Claro, nunca lo habría expresado en voz alta, so pena de morir lapidado por hereje. Y siempre quedaba la duda de que pudiera ser verdad. El Señor castiga a quienes lo niegan; de eso no cabe duda.

«Ahora me ponéis en una situación nada envidiable. Os tengo por los caballeros más irreprochables que he tenido la fortuna de conocer. Hombres como vosotros no mienten, y apostaría la vida a ello. Vuestra historia suena a cierta, como la armadura de fun Zilberberg, el gran matador de dragones.

Y meneó la cabeza, agregando:

— ¡Atreverse a entrar a la ciudadela del Señor, luchar contra el Señor! Eso me aterra. Por primera vez en mi vida reconozco, yo, Leyb funem Laksfalk, reconozco que estoy atemorizado.

— Nos disteis vuestra palabra — dijo Wolff —. Os dejamos en libertad de no ayudarnos, pero debéis hacer lo que jurasteis. Es decir, no hablar con nadie sobre nosotros ni sobre nuestra gesta.

—¡No hablé de abandonaros! — replicó el Yiddish, enojado —. No lo haré, al menos por ahora. Hay algo que me hace creer en lo que decís: el Señor es omnipotente, pero el cuerno ha estado en vuestras manos y en las de los gworl, y Él no ha hecho nada al respecto. Tal vez…

— No hay tiempo para esperar a que os decidáis — dijo Wolff.

Y agregó que debían recuperar el cuerno de inmediato, mientras tuvieran la oportunidad, y liberar a Criseya en cuanto fuera posible. Después los condujo a otra habitación, vacía. Allí se apoderaron de tres espadas para reemplazar las suyas, que tal vez estaban en el fondo del foso, arrojadas allí por los gworl. En pocos minutos estaban fuera del castillo, fingiendo buscar a los gworl por entre los bosques.

La mayoría de los teutones había regresado ya al castillo. Los tres caballeros esperaron hasta que todos hubieron cruzado el puente, convencidos ya de que los gworl no estaban en las cercanías. Wolff y sus amigos apagaron entonces las antorchas. En la casilla de guardia, junto al puente, quedaban dos centinelas, pero estaban a cien metros de distancia; desde allí era imposible que los descubrieran, agazapados en las sombras como estaban. Además, parecían comentar con gran interés los sucesos de esa noche, mientras vigilaban las tinieblas del bosque. No se trataba de los centinelas originales, pues éstos habían caído, asesinados por los gvvorl en la huida a través del puente.