— El cuerno debería estar precisamente bajo nuestra ventana — dijo Wolff —, a menos que…
— Los dragones de agua — dijo Kickaha —. Deben haber arrastrado los cuerpos de Smeel y de Diskibibol hacia su guarida, dondequiera la tengan. De cualquier modo, puede haber otros nadando por aquí. Iría yo, pero mi herida los atraería de inmediato.
— Estaba hablando solo — dijo Wolff, empezando a quitarse la ropa —. ¿Qué profundidad tiene el foso?
— Ya lo descubrirás — respondió su amigo.
Algo reflejó con un tono rojizo la luz de las antorchas distantes. Parecían los ojos de un animal. Pero un momento después se vieron envueltos en algo pegajoso y resistente. Aquello les cubrió los ojos, cegándolos.
Wolff luchó con furia, pero en silencio. Aunque no sabía quiénes eran sus atacantes, no tenía interés en alertar a la gente del castillo. Cualquiera fuese el resultado de la batalla, eso no les concernía.
Cuanto más se debatía, más envuelto quedaba en aquella telaraña. Al fin se entregó, colérico y jadeante. Sólo entonces se oyó una voz, baja y áspera. Un cuchillo cortó la telaraña, liberándole el rostro. A la luz difusa de las antorchas lejanas pudo ver otras dos siluetas envueltas en la misma sustancia, y diez formas encorvadas. El olor a fruta podrida era intensísimo.
— Soy Ghaghrill, el Zdrrikh'agh de Abbkmung. Vosotros sois Robert Wolff y nuestro gran enemigo Kickaha; al tercero no lo conocemos.
El barón funem Laksfalk! — dijo el Yiddish — Liberadme, y pronto sabréis qué clase de hombre soy, cerdos apestosos.
—¡Quieto! Sabemos que habéis matado a dos de nuestros mejores guerreros, Smeel y Diskibibol, aunque no serían tan bravos si se dejaron derrotar por seres como vosotros. Vimos a Diskibibol cuando caía, mientras estábamos escondidos en los bosques. Y vimos también que Smeel saltó con el cuerno.
Ghaghrill hizo una pausa; luego prosiguió:
— Tú, Wolff, buscarás el cuerno en el agua y nos lo traerás. Si lo haces, juro por el Señor que os liberaremos a los tres. El Señor quería también a Kickaha, pero no tanto como al cuerno, y ordenó que no le hiciéramos daño aun al precio de dejarlo escapar. Obedecemos al Señor, pues nadie es más guerrero que él.
—¿Y si me niego? — preguntó Wolff —. Con esos dragones en el agua, será para mí la muerte casi segura.
— Y será la muerte segura si no lo haces.
Wolff meditó. Era lógico que lo escogieran a él. Los gworl no conocían el valor del Yiddish ni su relación con ellos; por lo tanto, podía no regresar con el cuerno. Kickaha era una pieza valiosa, Y además estaba herido, lo que atraería a los monstruos acuáticos. Wolff regresaría, dado su afecto por Kickaha, aunque ellos no podrían estar seguros al respecto. Pero debían correr el riesgo.
— Una cosa era cierta: ningún gworl se aventuraría en las aguas del foso si podía enviar a otro en su lugar.
— Muy bien — dijo Wolff —. Dejadme libre, y buscaré el cuerno. Pero al menos dadme un cuchillo para defenderme de los dragones.
— No — respondió Ghaghrill.
Wolff se encogió de hombros. Una vez que estuvo libre, se quitó toda la ropa, con excepción de la camisa, que ocultaba el cordón atado a su cintura.
— No vayas, Bob — dijo Kickaha —. No se puede tener más confianza en los gworl que en su amo. Te quitarán el cuerno y harán con nosotros lo que quieran. Y además se reirán de nosotros, por haberles servido de instrumentos.
— No tengo otra elección — respondió Wolff—. Si encuentro el cuerno, regresaré. Si no vuelvo, puedes estar seguro de que morí en el intento.
— Morirás, de cualquier modo — replicó Kickaha.
Se oyó el ruido de un puño contra la carne blanda. Kickaha maldijo en voz baja.
— Sigue hablando, Kickaha — dijo Ghaghrill —, y te cortaré la lengua. El Señor no lo ha prohibido.
Capítulo 14
LA HUIDA
Wolff levantó la vista hacia la ventana, donde todavía brillaba la luz de una antorcha, y entró en el agua caminando; estaba fresca, pero no helada. Cuando los pies se le hundieron en el espeso barro pegajoso, recordó los muchos cadáveres cuya carne podrida debía formar parte de ese fondo. Y no pudo evitar el pensar en los saurios que navegaban allí. Si tenía suerte, no estarían muy cerca. Tal vez habrian arrastrado los cuerpos de Smeel y Diskibibol a… Era mejor dejar de preocuparse por ellos y echar a nadar.
En ese punto, el foso tenía al menos doscientos metros de ancho. Se detuvo en el medio y se volvió a mirar la costa, pero desde allí no se veía el grupo.
Pero tampoco ellos podían verlo. Y Ghaghrill no le había puesto límite de tiempo para volver. Sin embargo, sabía que, si no estaba de regreso antes del alba, no los hallaría allí.
Se sumergió precisamente debajo de la ventana. El agua se volvía más fría con cada brazada. Los oídos empezaron a dolerle intensamente. Soltó un poco de aire para aliviar la presión, pero no sirvió de mucho. Cuando ya parecía que no podría sumergirse más sin que le estallaran los tímpanos, la mano se le hundió en un lodo suave. Reprimió el deseo de lanzarse hacia arriba en busca de aire, y tanteó el barro alrededor. No encontró nada, salvo un hueso. Insistió hasta que el aire se le hizo imprescindible.
Volvió a sumergirse dos veces, ya con el convencimiento de que, aunque el cuerno estuviera en el fondo, no podría encontrarlo. En aquellas aguas llenas de lodo no lo vería, aun teniéndolo a dos centímetros de distancia. Además, era posible que Smeel hubiese arrojado el cuerno muy lejos, al caer. También podía habérselo llevado uno de los dragones de agua, junto con el cadáver de Smeel; quizá hasta se lo había tragado.
La tercera vez, dio unas pocas brazadas hacia la derecha antes de sumergirse, y se lanzó en un ángulo de noventa grados hacia el fondo. En la oscuridad, empero, no tenía forma de comprobar su dirección. La mano se le hundió en el barro; al tantear alrededor, sus dedos se cerraron sobre un metal frío. Con un rápido movimiento, palpó siete botoncitos.
Cuando volvió a la superficie, escupió agua y boqueó anhelosamente en busca de aire. Ahora, el viaje había quedado atrás y esperaba no tener que repetirlo. Aun podian aparecer los dragones de agua.
Pronto olvidó a los monstruos, pues le era imposible ver nada. Todo había desaparecido: las antorchas del puente levadizo, el débil resplandor de la luna entre las nubes, la luz de la ventana allá arriba.
Se obligó a seguir nadando mientras consideraba su situación. Por una parte, no había brisa alguna. El aire estaba estanco. Por lo tanto, sólo podía hallarse en un lugar que, afortunadamente, era el mismo en el que se había sumergido. Fue también una gran suerte el salir desde el fondo en un ángulo oblicuo.
Sin embargo, no podía saber hacia dónde estaba la costa y hacia dónde el castillo. Con sólo unas pocas brazadas podría averiguarlo. Su mano chocó contra una piedra… Ladrillos de piedra. Siguió tanteando, hasta notar que describían una curva hacia adentro. Al tomarla, llegó finalmente a lo que había esperado encontrar. Era un tramo de escalones de piedra que surgían del agua.
Subió por ellos, lentamente, con la mano extendida en previsión de algún obstáculo. Antes de apoyar el pie, probaba la firmeza de cada escalón y comprobaba que no hubiese grietas. Contó veinte peldaños, y llegó al fin. Estaba en un corredor abierto en la piedra.
Von Elgers, o quienquiera que hubiese construido el castillo, había previsto un sitio por donde entrar y salir secretamente. Aquella abertura bajo el nivel del agua conducía a una cámara que formaba un puerto diminuto, y por allí se entraba al castillo. Ahora estaba en posesión del cuerno y podía entrar sin ser advertido. Pero no sabía qué hacer. ¿Debía llevar primero el cuerno a los gworl? Después, él y los otros dos podrían volver por el mismo camino y buscar a Criseya.